En ninguna democracia que se precie de tal pasaría inadvertida la gravedad de los señalamientos que los dos últimos presidentes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación le hicieron a la Cámara de Diputados en el contexto de un juicio político en el cual el Gobierno nacional –hoy administrado por el ministro Sergio Massa– ha conseguido un objetivo estratégico: convencer a la ciudadanía de que es una farsa sin ningún efecto político concreto.
Es una farsa, en efecto, promovida por la coalición oficialista, que no cuenta por el momento con los números necesarios en el Parlamento para concluir en una destitución. Pero una farsa con efectos políticos buscados, muy concretos, precisos e inmediatos: presionar al máximo nivel a los jueces y fiscales que investigan causas de corrupción para que detengan y reviertan el curso de esos juicios.
El 3 de enero de este año, Cristina Fernández de Kirchner –vicepresidenta de la Nación en ejercicio del cargo, condenada por corrupción y jefa política del oficialismo en las dos cámaras del Congreso– consiguió alinear detrás del objetivo del juicio político a la Corte al actual presidente de la Nación, Alberto Fernández; a su gabinete de ministros, conducido por Sergio Massa; y a 12 gobernadores provinciales de su mismo signo político. Desde entonces comenzó uno de los procesos más inicuos de los que se tenga memoria en la breve historia de la democracia restaurada en 1983 en la República Argentina.
Los descargos ofrecidos por los jueces Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz ante la comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados quedarán como un testimonio escrito y preciso, para la reconstrucción histórica de ese proceso que sólo la fatiga democrática de una sociedad agobiada por una crisis económica acelerada y profunda soslayó a un segundo plano; circunstancia ésta conocida por el oficialismo, que cebó a su vez la turbiedad de los procedimientos que puso en práctica.
El actual presidente de la Corte, Horacio Rosatti, puso la firma a la denuncia de los vicios en los que se incurrió y que derrumban la validez y la eficacia de todo el proceso en Diputados, pero –más grave aún– “afectan seriamente la garantía del debido proceso y el derecho de defensa”. Los diputados actuantes se arrojaron sin pruritos a la invención de pruebas inexistentes; violaron normas vigentes para obtener datos bajo secreto fiscal; incorporaron pruebas de origen ilegal; hostigaron testigos con procedimientos macartistas; se dedicaron a interrogar sobre aspectos de la vida privada y vinculaciones familiares.
Rosatti dejó en claro cuál fue el objetivo de toda la maniobra: poner a los jueces del Tribunal en estado de indefensión para intentar condicionar sus decisiones. El motivo del juicio político no fue evaluar la conducta de los magistrados, sino presionarlos por el contenido de sus sentencias. Si la Corte quedaba indefensa porque un grupo de inquisidores la sometía a una hoguera, los jueces de menor grado vacilarían antes de firmar cualquier condena, por evidente que fuesen las pruebas.
Riesgo nocivo
El juez Rosenkrantz lo explicó en términos similares: de los tres poderes, el Legislativo, encargado de controlar al Judicial, usó su facultad acusatoria de modo infiel a la Constitución. Intentó en realidad condicionar, neutralizar o directamente cooptar para concentrar un poder que no le correspondía.
El anterior presidente de la Corte Suprema dejó por escrito el significado institucional del proceso emprendido por el oficialismo: “Este procedimiento tiene un fin mucho más nocivo para el funcionamiento republicano de nuestro país que el mero apartamiento de uno de sus jueces pues apunta, en definitiva, a condicionar o, en última instancia, a remover a los jueces cuyas sentencias no satisfacen los deseos de una circunstancial mayoría parlamentaria. Se trata de un ataque frontal a la separación de poderes y a la legitimidad de la función de la Corte Suprema en nuestro ordenamiento constitucional.”
El descargo de Rosatti y Rosenkrantz se produjo ahora por los tiempos procesales que disparó la embestida del oficialismo, pero puso en evidencia una alteración institucional de primer orden en el medio de una campaña donde el debate del “riesgo democrático” parece aludir solamente a problemas que podrían suceder en el futuro.
El equilibrio democrático viene en riesgo cada vez mayor, desde hace años, por las pulsiones autoritarias de las cuales, lejos de preocuparse, se ufana el actual oficialismo. El gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, lo dejó expuesto en un valioso mensaje que envió por sus redes sociales: “Una vez más quiero hacer público mi categórico rechazo al pretendido juicio político a la Corte Suprema que impulsa el gobierno kirchnerista del ministro Sergio Massa”.
Es probable que el candidato Massa intente despegarse de ese proceso irregular que él también propició, como pretendió hacerlo con el desabastecimiento de naftas que sólo pudo normalizar -como era previsible- cuando con el inicio del mes comenzaron a regir los nuevos precios. Para recuperar terreno, Massa se hizo fotografiar luego, sin ninguna compañía, en un palco superior y mayestático de la Cámara de Diputados, mientras Cristina presidía una sesión. Es el mismo estilo que estrenó en la noche de su triunfo en la primera vuelta. Sueña con aquella imagen del presidente francés Emmanuel Macron entrando solo al Palacio del Elíseo. Proyectando al infinito sólo su propia sombra.
Pero cuando lo consultan sobre el papel de Cristina Kirchner en un eventual gobierno suyo, solamente explica que el rol de la vice en la vida pública es distante.
Cuidándose de añadir que esa actitud sigue siendo una decisión que tomará Cristina.