Es tan difícil hablar de ciertas cosas. La barbarie increíble y la crueldad que los seres humanos suelen provocarles a sus hermanos, aún en el Siglo XX. El desencuentro. El odio. Sería imposible si no fuese que existe siempre (inclusive hasta en la historia de la humanidad misma) la afinidad, la empatía, el arrojo, el honor. El amor. Cosas que pasan.
Pensar en eso quizás pretenda ser un preludio habilitante de la historia de Saturnino Navazo y su hijo Luis Navazo o Siegfried Meir. O también podría ser la historia de Luis o Siegfried y de su padre, Saturnino Navazo. Es difícil enfocarlo desde cada uno sin analizar los instantes preliminares y luego la confluencia de ambos.
Saturnino, el crack Navazo había nacido futbolista. Sus registros no son demasiado profesionales ni tampoco repletos de laureles o records…por algo será que su historia se inscribe en otros libros. Nativo de Burgos, en 1914 y más precisamente en febrero asomaba su cuerpo a enfrentarse con el mundo. Siete años vivió allí hasta que se trasladaron a Madrid con su familia. Como siempre sucede, el fútbol atrae y no fue la excepción para Saturnino Navazo, burgalés. En aquellos años de la década del ’30 los clubes de fútbol eran un poco más equilibrados y no se diferenciaban tanto en lo social ni en lo económico. Y entonces eligió al Club Deportivo Nacional de Madrid para probar sus habilidades y allí quedó. Esas cosas del deporte o mejor de la política…el Deportivo Nacional militó en el ascenso pero por unos pocos años; su pertenencia al republicanismo acabó con sus fines sociales y su existencia. Suerte diametral con otros de la misma ciudad, pero esa es otra historia.
Porque lo cierto es que Navazo encontró allí su pasión y su posición: mediocampista. Un puesto que defendió con enjundia durante varios campeonatos, hasta que los clubes más grandes de la ciudad empezaron a ver en él un joven valor, que prometía la posibilidad de ser un excelente jugador de la primera división española.
Su mejor año fue 1936, sin dudarlo no el más adecuado para lucirse. Estallaba la guerra Civil Española y tuvo que escaparse a Francia, por republicano. Tampoco fue ese un lugar seguro, sobre todo al promediar la guerra mundial. Fue detenido, cuando los nazis invadieron Francia fue detenido y enviado al campo de Fallingbostel(al principio) y luego al de Mauthausen (Austria) allá por 1940. Joven y fuerte, lograba sobrevivir y como podían, los “españoles” del campo armaban un grupo de fútbol. Amigos, desesperanzados, desesperados…sobrevivientes. Trabajaban en las vías de ferrocarril, en la molienda de piedras y en algún momento jugaban al fútbol. Allí estaba Saturnino, el burgalés, al que le decían prisionero 5.656.
El niño con nombre de héroe Siegfried Meir y su madre habían sido destinados a un infierno superior: Auschwitz. Con la inocencia de los 8 años de su vida ¿Cuánta maldad puede reconocer un niño? ¿Qué malnacido puede aceptar una orden que justifique el dolor en cualquier inocente? ¿Dónde estaban los privilegios humanitarios de un niño apenas? El infierno es sinónimo de ese campo, o ese campo lo es del averno. Lo cierto es que allí, en la crueldad más vasta, tres agujas sistemáticas iban tatuando en Siegfried una identificación: 117.943. Hay en esa manifestación la insidiosa motivación de deshumanizar, de reducir a una persona a una insignificancia. Eso también es parte del horror del Holocausto. El propio Siegfried recuerda alguna vez ese trajinar de agujas y su mismo llanto, como lo haría cualquier niño. Y también las palabras de su tatuadora, cuyo nombre debe haberse perdido para siempre: “tu tatuaje va a ser el más lindo de todos”. Sino fuese doloroso, hasta podría mitigar.
La madre de aquel niño murió en el campo. Sus recuerdos apenas la mantuvieron en su mente, quizás como un salvoconducto hacia la emoción. Pero en esos momentos, poco había que hacer para la ternura. Por algún motivo, sobrevivió huérfano y hasta superó el tifus. Demacrado, sucio, a punto de ser un mal nacido…lo metieron en un tren hacia Mauthausen. El destino hacia su trabajo ¿Qué otra cosa puede decirse?
El encuentro de los desvalidos En el momento en que Siegfried llegó al nuevo campo sus horas parecían contadas. ¿Cómo explicar su supervivencia? Basándonos en la casualidad, en el destino, en un milagro…no podría decirlo. Sucio, melenudo y rebelde eran escasas las virtudes que jugaban a su favor. Cuentan que al momento en que iban a cortarle el cabello comenzó a las trompadas, gritos y llantos. Un oficial alemán, con la pretensión directa de eliminarlo, le gritó fuertemente. Y Siegfried, impúber pero insurrecto, le respondió en un perfecto alemán. Tal vez por eso o vaya uno a saber, el oficial lo redujo tan solo para llevarlo hasta la barraca de “los españoles”. Allí, donde Navazo contaba un día más de su vida, el oficial alemán lo increpó y directamente, le encomendó al niño.
Pienso que estaba escrito, deduzco que así es la natividad de los milagros. Navazo, el joven malogrado goleador se convirtió en la salvación impensada en aquel horror sin sentido. Siegfried, el niño que hablaba alemán, mostró su predisposición para aprender idiomas y con eso transformarse en el políglota de la barraca. En el idioma que fuera, sin embargo, para Siegfried a partir de allí Severino Navazo seria siempre eso: su padre.
El fin de la guerra y la prosecución del amor Un día de 1945 la guerra terminó. El campo fue liberado por los aliados y los prisioneros, dejados en libertad. Si uno piensa no logra comprender la calificación, porque decir libres era apenas una parte. ¿Qué hacer, entonces, un hombre golpeado, humillado y con su vida sin sentido? ¿Qué hacer un niño de once años, sin padres, hermanos o familiares? Los dos, como desventurados de la vida sueltos en Europa.
Pero así es como se labran las grandes historias. Severino no dejaría a su hijo. Resuelto, lo encaró y sin titubeos le planteó: “Ahora eres Luis Navazo, nacido en Burgos”. Y Siegfried aceptó ese sacramento porque después de todo Saturnino era exactamente su padre.
Nunca más volvieron ni a España ni a Alemania. Juntos, se establecieron en Toulouse. Uno piensa que era una oportunidad de recomenzar. Claro, suena cómodo. Más difícil es si se reflexiona en las noches sin dormir, en el dolor, en el recuerdo malévolo que horada cruel y sin medida.
Sin embargo, lo que había empezado allá en el campo de Mauthausen continuaría durante todo el resto de la vida. Severino y Luis (ya no hablaremos más de Siegfried) estrecharon su vínculo filial con la fortaleza de los hombres curtidos y de las historias. Por suerte, hay un adverbio de tiempo que significa algo: nunca. Porque nunca se separaron, nunca se olvidaron y nunca fueron otra cosa que aquello que (casualidad, destino o milagro) había constituido como un vínculo indisoluble: padre e hijo. Para siempre.
Carlos Saboldelli.