El mundo continúo su marcha, indefectible y en el sentido que la humanidad a través de la historia y la ciencia conoce. Impertérrito aunque conmocionado, el fin de la Segunda Guerra Mundial allá en 1945 fue dejando paso nuevamente a la vida. A los nacimientos, a las simientes, a las potencialidades desarrolladas. A las sonrisas supérstites que de pronto, comenzaron a teñir nuevamente las relaciones de las personas. A los enamorados, a los poetas, a los escritores, a los artistas. A los deportistas, a los soñadores. De alguna forma entre el horror y la barbarie de la especie, nuevamente florecen las espigas y el sol pugna entre los escombros. Reverdece el ser humano, ante la fuga de la maldad.
Quizas por eso y entre los auspicios de los renacimientos también sea tan necesario no olvidar, mantener siempre la vigencia de las actitudes y las resistencias, del valor sublime de quien se brinda por otros tal vez en la mayor gesta que se le puede reconocer a un ser humano; arriesgar su propia vida por la de un semejante.
Algo así, aunque en una dimensión más amplia a las que estas palabras pobres puedan resaltar, es la poderosa vida de Rupert Mayer, un sacerdote católico y para certera precisión jesuita que había nacido en Stuttgart (Alemania) en enero de 1876.
De convicciones y combates
A veces la vorágine de las cosas y la realidad cotidiana desdicen la profundidad de las historias. El camino de quienes nos han precedido suele ser olvidado, casi al riesgo del ostracismo definitivo de las ideas precursoras. Sin embargo, a veces se produce el milagro de la aparición de alguna de ellas, la presencia fortuita de indicios que facilitan el camino de los recuerdos, de la recreación. No encuentro otra explicación para entender una historia que comenzara en el Siglo XIX y que finaliza de manera indeseada.
Lo cierto es que el joven Rupert ingresa en busca de la educación eclesiástica y obtiene su ordenación como sacerdote en un seminario de Rotemburg. Pero siempre hay algo más, sobre todo para quienes desean profundizar sus convicciones íntimas, personales y por eso el ya sacerdote Rupert Mayer se interesa por ingresar a la orden de los Jesuitas.
Ya así formado, la inminencia y comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914 exalta su espíritu y nobleza al punto tal de lograr enrolarse como capellán del Ejercito. Poca cosa era para el predicar en los campos apaciguados de los cuarteles y entonces, obtiene permiso para trasladarse al frente. Es entonces cuando en la plenitud de un bombardeo un estallido le produce severas heridas en el cuerpo. La rústica medicina de los años ’10 y la gravedad de la explosión menoscabaron su cuerpo: tuvieron que amputarle una pierna.
Pero nada haría ello en un espíritu fortalecido y poderoso. Fortalecido del sustantivo fortaleza. Quien diría que es una de las virtudes cardinales a las que alude el cristianismo y justamente propicia ahora. Dicen que la fortaleza es la capacidad de resistir la debilidad y la aptitud de luchar por el bien, y es eso lo que emerge de la historia del padre Rupert Mayer. No siempre hay que exponer a Jesús buscando un buen ejemplo.
Los nazis
Ya terminada la primera de las grandes guerras el padre Mayer observa con preocupación el surgimiento del nazismo, sus iniciales ribetes totalitarios, la inminencia de la barbarie racista y la xenofobia emergente. La maldición de los hechos bélicos aún no sucedían pero se vislumbraba ello. Así las cosas, el padre se ocupó de difundir sus conceptos de libertad y su preocupación ante los hechos que sucedería. Fuertemente crítico de las políticas nazis, su prédica iba despertando conciencias pero también alertando a los socios de la muerte. Estos, uniformados como Gestapo le prohibieron que proclamara dichas palabras, confinándolo exclusivamente al ámbito del edificio de su propia Iglesia. Aún allí, custodiado y reprimido también sus sermones criticaban directamente al régimen nazi. Fue detenido en varias oportunidades, enviado a diferentes cárceles y calabozos. Aún a pesar de su renguera de guerra, esa innata virtud lo mantuvo en pie.
Tal vez sería un modificador natural del sustantivo, decir que se mantuvo en pie de guerra. Pero más que eso viene a complementar la idea puesto que sucedieron las dos cosas: se mantuvo tan en pie como erguido puede un prisionero y también en actitud beligerante aún preso, dando misas o administrando oficios religiosos dentro de los campos aún en su carácter de prisionero.
El campo de concentración de Sachsenhausen fue el sitio elegido por los nazis para recluirlo en 1939, sitio de terror y miseria cuyos restos aún subsisten. Es allí donde la imagen del padre Mayer preludia la pena que contagia el lugar, y donde aquella lejana fortaleza cardinal resulta tan necesaria.
Pero fue retirado de allí por las autoridades alemanas para evitar que siguiera predicando y muriera convirtiéndose en un enemigo aún más fuerte: un símbolo, Enviado al Monasterio de Ettal, permaneció allí recluido y bajo monitoreo permanente de las fuerzas alemanas hasta el año 1945.
Retornen, Walquirias
En la mitología nórdica los valientes siempre son rescatados por las Walquirias, y preservados para la gran lucha final. Hacia el año 1945 y cuando se había liberado Berlín, fue rescatado por las fuerzas aliadas de aquel Monasterio. Tenía por entonces más de sesenta años pero cuando le preguntaron que deseaba hacer su respuesta fue única: predicar.
Eso empezó a hacer en Múnich, ya con los nazis derrotados, ya con la fortaleza triunfante, ya con las sonrisas inminentes. El padre Rupert Mayer convocaba multitudes agradecidas de su anterior labor, admirados de su don de pastor y de su estirpe de resistencia. El día 1 de noviembre de 1945, en la efusividad de un sermón al público un derrame cerebral terminó con su vehemencia y su vida. EL padre Rupert Mayer tenía 69 años, ojos oscuros, seguros y beligerantes y como en el resto de toda su vida estaba de pie.
Fue beatificado por el Papa Juan Pablo II en 1987.
Por Carlos Saboldelli.