¿Cuáles serían las razones que definan con precisión a los solitarios? ¿Tiene algún sentido por estos tiempos dejar la colectividad tan solo en busca de algún rincón escondido en uno mismo? Seguramente serán muchas las respuestas que podrían emitirse a un interrogante como este. Pero si uno le agrega el condimento de la navegación en alta mar, y como sazonando eso una embarcación desprovista de tecnología e instrumentos tal vez las definiciones evolucionen o muten.
En el año 1989 un joven tan argentino como audaz le preguntaba a la selva de Darién (en Panamá) cual era el mejor de los árboles para poder navegar. Quién sabe si la selva le contestó de alguna manera pero lo cierto es que un gigantesco tronco de aspavé fue la respuesta material. El aspavé es un monstruo de madera de más de 40 metros de alto y con una circunferencia de casi dos metros y medio, que al igual que el timbó sudamericano se utiliza para hacer canoas. No es un método extremadamente científico, por cierto que el tronco se tumba, se ahueca con un hacha y se moldean la proa y poa. Lo demás, solo son las artes de los navegantes.
Alberto Torroba talló su tronco, sin planos y con instinto. Fabricó las velas con unas bolsas de lonas y torneó unos palos más pequeños para que hicieran de mástiles. Claro que para una simple recorrida parece pintoresco pero el desafío interno de aquel nauta era otro: atravesar el Pacífico.
Obviamente que aquella embarcación carecía de cabina o cubierta, y también es cierto que apenas unas cartas de navegación, anzuelos, plomadas y cabos constituían todo el instrumental naval. Parece ser que nadie contaba con su determinación, y también creo que ese equipaje se parece más al ajuar de una menesteroso que al de un navegante del océano.
Quien diría que semejante aspecto de piloto y nave daría con nombre propio de aquel tronco de mar: Ave Marina. Así, en esas condiciones Torroba zarpó esperando vientos y corrientes (literalmente hablando, porque así fue). Y en enero, porque los vientos de la zona de Panamá empujan directamente hacia el Pacífico; por eso es que ese mismo doce de enero las velas se alejaron determinadas de la costa, para no volver aunque el arrepentimiento intentara forzar el regreso. Y el primer destino parcial de la travesía era nada menos que las Islas Galápagos.
¿Cómo puede enfrentar un sujeto nacido en la urbanidad la temeridad de los mares? ¿Cuál es la clave que descifra las fuerzas innatas pero latentes que cualquier persona posee, justo en esos momentos en que la civilización se aleja y la primitividad se acerca? ¿Acaso le importará al mar que un extraño mortal pretenda vulnerar sus secretos? No es lo mismo un marinero en tierra (al decir de Rafael Alberti) que entumecer las propias barbas de Poseidón. Parece imposible pero quizás, es este un sustantivo tan pero tan elástico.
Torroba buscaba su primer destino. Millas recorridas y horizontes permanentemente iguales intentaban someter su voluntad humana, y entonces se puede caer en la cuenta de la inutilidad de esas cartas de navegación porque sin instrumentos ni comunicaciones babor y estribor o proa y popa son absolutamente iguales. Lo que lo mismo es decir, el agua es inmensurable por todos los costados. Imposible pero elástico, Torroba guardó aquellos mapas envueltos en un estuche, ciñó los cabos y confirmó su propia promesa. Levantó la vista al cielo, pero rezaría después porque lo que precisaba ahora era nada más que las estrellas del Cinturón de Orión.
Allí estarían, tan eternas, inalterables y brillantes como las que vieran Colón, Diego de Almagro, Pizarro, Pinzón o Cousteu. Siguiendo su declinación después del cenit, el Ave Marina encontró la ruta hacia las islas las cuales, después de casi veinte días, pintaron ese horizonte monótono para la ansiada recalada. ¿Será mayor el regocijo de comunicarse con los astros y no con una brújula?
Ya en tierra firme, el argentino simpático pero estepario se dedicó a aprovisionarse y demás logística náutica. Agua dulce, granos secos y productos enlatados permitieron que el 22 de febrero Galápagos empezara a quedar por sobre la popa de la embarcación. Esta vez, para la ruta mayor del trayecto: Galápagos –Marquesas o lo que significa lo mismo más de 3000 millas náuticas.
Torroba cuenta por allí un suceso increíble: sobre el mar calmo y con olas simples, el tronco ahuecado que le oficiaba de Nautilus se dió vuelta. En la jerga se llama “vuelta campana”, pero creo que cualquiera se puede imaginar de lo que estamos hablando. Solo en el Pacífico, con una nave primitiva y flotando sobre las aguas…eso es miedo. Sin embargo, aquellas fuerzas que nadie sabe deben haber estado de turno. Como pudo “achicó” el interior, esperó paciente pero meciéndose, recuperó algunos pocos objetos y recompuso su espíritu. Al tiempo, logró subir al Ave María para continuar la marcha.
Tres mil millas náuticas es un universo de cosas, de océanos, de imaginaciones, de terror, de noches y de tormentas. Y por eso pregunto de nuevo que será aquello que motiva a un hombre a enfrentar las cosas casi por nada… o tal vez por mucho.
Lo cierto es que Torroba precisó de 40 días más para llegar a las islas Marquesas, en la plenitud del Océano Pacífico. Durante el tiempo que le restó para llegar después de aquel accidente, apenas tuvo la compañía de unas agujas, unos tiburones y un petrel. Las agujas de acupuntura china que se salvaron de naufragio le permitieron (junto a algunas posturas de yoga) sobrellevar la ausencia de agua sin caer en la histeria: durante una de las noches un tiburón de algo así como tres metros se recostó sobre el tronco golpeándolo quien sabe para qué. Y un solitario petrel navegó junto a él casi la totalidad del viaje, quizás por eso y tan cercano a la demencia como el propio Torroba es que el mismo lo bautizó "Petroloco".
El día que llegó a esas Islas exóticas el marinero pudo por fin descansar sus huesos. Sus relatos y sus admiradores comentaban todos los entornos de aquella llegada y sus vicisitudes.
Sin embargo, vuelvo a pensar cuáles serán los mecanismos que impulsan a los seres humanos a las travesías, a los desafíos desparejos, a los arrepentimientos hilarantes y la inquietud permanente. A enfrentar millas y noches, mares y miedos como si nada pasara. Quizás sea que cada uno dispone de un mecanismo único o especial, quien puede saberlo. Solo nomás, es de esperar que sea como aquella antigua fábula china en la cual el Poeta Li Po, navegaba en la noche. Los versos que le atribuyen, simplemente dicen así: Tomo una botella de vino y me voy a beberla entre las flores. Siempre somos tres, contando a mi sombra y a mi amiga, la Luna. Cuando canto, la Luna me escucha, cuando bailo, mi sombra también baila. Terminada la fiesta... Los invitados deben partir. Yo..., desconozco esa tristeza: cuando marcho a mi casa, siempre somos tres: me acompaña la Luna y me sigue mi sombra.
El entorno de la noticia Alberto Torroba: actualmente se dedica a trabajar en un campo en La Pampa, donde reside con su familia. Algo alejado de los mares, suele dar charlas y conversaciones. Cinturón de Orión: imagen combinada de estrellas que pertenecen a la Constelación de Orión, más comúnmente conocidas como “Tres Marías”. Achicar: en la jerga náutica, acción de extraer el agua que ingresa a la embarcación SERIE: Historias elementales de marineros, navegantes, pescadores y otros seres universales: Serie realizada en exclusiva para Diario UNO a partir de la documentación obrante en diferentes reservorios (Archivo General de la Nación, Biblioteca Nacional de la República Argentina, Archivo General de la Provincia de Entre Ríos, Archivo Histórico Patrimonial de Valparaíso y otros). SERIE: Historias elementales de marineros, navegantes, pescadores y otros seres universales