Menos de un minuto. Lo que transcurrió a partir del momento en que desde el submarino nuclear británico Conqueror fue disparado el primero de los dos torpedos que hundirían al Belgrano durante la guerra de las Malvinas y el instante en que impactó en el crucero.
Menos de un minuto. Es el mismo lapso de tiempo que lleva leer el siguiente relato de Liliana Castoldi. Que el testimonio de su marido no sea tan fugaz. Que perdure.
"MI ESPOSO, EL HÉROE NORBERTO DELFINO GÜIZZO"
"Creo en el destino", dice Liliana, oriunda de Villa María, provincia de Córdoba. Y avanza con su voz entrecortada: "El día del ataque (2 de mayo de 1982, a las 16 hs.), a mi marido le tocaba hacer guardia más temprano; pero como un compañero estaba enfermo, tomó su lugar para el turno siguiente. A partir de entonces, estar en esa parte del buque resultaría mucho más peligroso: porque fue exactamente donde estalló uno de los torpedos…".
“En medio del caos, entre los compañeros empezaron a buscarse. A mi esposo, nunca lo ubicaron…”. El suspiro de Liliana da vida a una pausa de eterno silencio, como el que uno imagina que reina en las profundidades del Atlántico Sur.
“Para nosotros, fue muy duro. Entonces, yo estaba embarazada de seis meses. Por lo que nuestro hijo no conoció a su papá. Yo tenía 26 años, con un nene de tres y otro por nacer”, rememora.
“Creo en el destino”, insiste Liliana. Y detalla: “Él podría no haber sido embarcado en el Belgrano, pero quiso hacerlo. Días antes del ataque al crucero, estando a bordo, me escribió una carta. Me advertía que podía ser la última y me decía que le preocupaba cómo estaría yo”.
“Fue muy difícil todo. Sus compañeros me ayudaron. Me quedé un mes más en Punta Alta, donde estábamos viviendo, y después me vine a Villa María. Allá, no tenía a nadie. Aquí, estaba mi familia. Gracias a ellos, hoy estamos todos unidos, recordando siempre a mi esposo, el héroe Norberto Delfino Güizzo”.
"HAY COSAS QUE UNO NO PUEDE OLVIDAR".
Daniel Corvera, de Barrio Los Naranjos, Córdoba capital, era maquinista del Belgrano. "Después del estallido de los torpedos y en el infierno que se había desatado, vi en la cubierta principal a un muchacho sentado sobre la tapa de un tambucho (una abertura por la que se baja a los espacios inferiores de un barco). Pasó un compañero corriendo y le puso una manta. Cuando llegué yo, lo miré de frente y le grité '¡vamos!, ¡vamos!, ¡movete!'. Y no reaccionaba. Estaba paralizado por el pánico. Apenas, me contestó: ´No. Andá vos, nomás. Yo estoy bien acá´".
Corvera, como otros cientos de sobrevivientes, padeció las oscuras horas de la incierta navegación, en aguas heladas, a bordo de las balsas salvavidas. “En la mía, éramos 22 personas”, recuerda. “Algunos, estaban más nerviosos o más lúcidos que otros; algunos, muy agotados. Todos teníamos que sobrevivir. El más antiguo en jerarquía ordenaba. Y la primera orden fue que tratáramos de no dormir. Para no morirnos de frío”.
Continúa Corvera: “Recuerdo que entre los elementos de supervivencia en la balsa, había varias jarras. Eran para quitar el agua que entraba, porque el cierre se había roto. Y a algunas las usamos para orinar y, de esa manera, calentarnos algo”.
“Al día siguiente, apenas abordamos el buque que nos rescató, me dieron ropa seca. Luego, me acercaron en una lata de aceite un caldo, advirtiéndome que estaba hirviendo. Agarré la lata con ambas manos. Sorprendidos, me preguntaron si no me quemaba. Les respondí que no, que estaba bien. Enseguida, un médico me llevó a la enfermería. Tenía principio de congelamiento. Al día de hoy, lo padezco en los huesos”.
Emocionado, Daniel agrega: “En el Belgrano, perdí a cuatro compañeros de promoción, maquinistas”.
"DESPUÉS DE LLORAR MUCHO, PUDE EMPEZAR A HABLAR DE LA GUERRA"
El marinero que habla ahora se llama justamente Alberto Marinero. Sí; así es su apellido. Nacido en San Juan y radicado en Córdoba, intenta mantener viva la memoria de los 323 caídos del Belgrano visitando colegios, brindando charlas, conversando con los alumnos.
Pero llegar a poder hacerlo fue producto de un largo proceso. Es que, como fue común entre los veteranos de guerra y habiendo padecido lo que se conoce como trastorno de estrés postraumático (TEPT), recién diez años después pudo empezar a hablar de lo que había vivido durante el conflicto armado.
El mismo lo cuenta: “Cuando volví de la guerra, no entendía nada. Veía como que todo había cambiado. Que todo era distinto. Después, con ayuda psicológica, pude entender que, en realidad, nada había cambiado. Que el que había cambiado era yo, mi cabeza. Y un día, diez años después de lo que había vivido en el Belgrano y estando en el patio de la casa de mi suegra, comencé a llorar. Lloré muchísimo. Recién allí, pude empezar a hablar del tema”.
Y destaca: “Tratar con otros combatientes también me ayudó mucho. Siempre, tengo en cuenta lo que me dijo un veterano de la Fuerza Aérea Argentina. ‘De la única manera en que los héroes del Belgrano no sean olvidados es que hables, Alberto. Que mantengas viva su memoria”.