Por Fabricio Esperanza.
Su castellano es perfecto, aunque al hablar se nota la presencia subyacente de una lengua materna distinta. Amable y cordial, con una sonrisa permanente, Michael Konrad es un alemán de 38 años que se dedica a la relojería, y recibió a Día a Día en su atelier ubicado en el Cerro de las Rosas para contar las particularidades de su trabajo.
En esta ciudad, lo ejerce desde 2010, después de conocer y enamorarse de una cordobesa en un viaje que realizaba para descubrir Argentina. Cuarta generación de relojeros, lo primero que destaca Michael es esa tradición familiar que lo llevó a elegir una actividad que requiere, entre otras cualidades, paciencia y muchísima precisión.
–¿Estudiaste relojería además de lo que te brindó la experiencia familiar?
–Sí, claro. Soy la cuarta generación familiar que se dedica profesionalmente. Empezó mi bisabuelo y a partir de allí todos siguieron, pero también estudié. Me recibí en 1998, en una Escuela de Relojería de mi país, y aquí en Córdoba abrí mi atelier en 2010.
–¿Cuál es la parte más complicada de tu trabajo?
–La relojería fina, es decir los pedidos de relojes chicos, por su mecanismo, por el tamaño de las piezas. En algunas ocasiones, se llega al límite de lo que puede manejar el ser humano con sus manos, con la motricidad. En esos casos se combinan la precisión, la paciencia y la fabricación de piezas específicas. En cierto punto, podría decirse que hasta es un arte, desde la confección de las cajas pasando por la mecánica y su funcionamiento.
–¿Qué piezas fabricás?
–Por ejemplo, lo que se llama eje de volante. El volante es la rueda, el corazón del reloj, y los pivotes suelen llegar a tener el diámetro de un cabello, y eso se fabrica a mano utilizando lupa.
No solo se tornea, también hay que pulir y de eso depende mucho la precisión del reloj. Inclusive en los extremos hay que hacerle un redondeado.
–¿Recordás cuál fue tu pedido más difícil?
–No hace falta que recuerde, porque es uno que estoy haciendo ahora, ¡jaja!
Estoy restaurando un cronómetro marino que se usaba en los veleros para la navegación. Tengo que fabricar algunas piezas y me falta la parte más complicada. Algo importante en esto es que tengas un buen día, de lo contrario ni te sientes, no podés entrar al taller con un dolor de cabeza, por ejemplo. Cuando no estás pasando un buen momento, eso influye en el trabajo y entonces hay que elegir: por lo general me dedico a los pedidos de carpintería o a los relojes de gran tamaño porque no se requiere tanto esfuerzo visual.
–¿Cuál fue el reloj más importante que llegó a tus manos?
–Tuve la suerte de trabajar, con mi papá allá en Alemania, con un reloj que perteneció a Napoleón. Lo llevó un coleccionista, y se trata de una pieza que fue fabricada especialmente para él, por quien fue el relojero más grande de la historia: Abraham Louis Breguet, incluso lleva su firma. Es un reloj con una caja musical que toca hasta 14 melodías, y Napoleón lo tenía arriba de su escritorio. La verdad que eso te genera mucho respeto, porque es como tener parte de la historia en tu taller de trabajo.
–¿Y el reloj más antiguo que trabajaste?
–También fue en el atelier de mi papá, en Alemania, con un reloj hecho en el año 1620, y la dueña era la esposa de quien en ese momento era el jefe de la fábrica Mercedes. Lo interesante de ese tipo de pieza, es que lleva la firma de cada relojero que le hizo arreglos, o sea que en ese caso había 400 años de firmas hasta que en 1995 puse mi marca. Para nosotros, un reloj es antiguo a partir de 150 años, aproximadamente.
–¿Y eso qué implica?
–El tipo de trabajo a realizar, porque se trata de relojes hechos como pieza única, ya que no había elementos en serie. Entonces introducirse en ellos es un universo particular, y quien lo trabaja debe adaptarse a ese universo.
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