El Estado nacional dispone de las Fuerzas Armadas, de Seguridad y Policiales para cumplir con lo que prescribe la Constitución: proveer a la defensa común, garantizar la paz interior y asegurar los beneficios de la libertad. Son tres fuerzas –Ejército, Armada y Fuerza Aérea- para resguardar el espacio terrestre, marítimo y aéreo, dos –Gendarmería y Prefectura - para controlar fronteras terrestres, marítimas y fluviales, 24 policías provinciales y una Policía Federal para garantizar la seguridad de sus habitantes y una Policía Aeroportuaria, para vigilar los aeropuertos. Cada una de estas fuerzas tiene, a su vez, misiones y funciones claramente determinadas por las leyes de Defensa y Seguridad interior, entre otras normativas.
Todo parece funcionar así correctamente. No es lo que ocurrió durante muchos años, cuando las Fuerzas Armadas llegaron a conformar un estado dentro del Estado, ponían y sacaban presidentes y se colocaban por encima o a un costado de la Constitución. No es lo que ocurrió en el pasado cuando la policía perseguía o vigilaba a los ciudadanos por sus ideas políticas y se confundían hipótesis de conflicto externo con represión interna. La democracia hizo bien su tarea en estos últimos 34 años para terminar con esa militarización del Estado y “securitización” de la vida social. Todavía la Justicia está saldando las deudas con ese pasado nefasto: la sentencia de condena a los represores de la ESMA, esta semana, así lo muestra.
Hoy la realidad es muy diferente. No hay más desbordes y ni militares golpistas y no se cuestiona que la fuerza coercitiva del Estado debe actuar bajo el imperio de la ley y el Estado de Derecho. Pero, por otro lado y por distintas razones, hace años que el control democrático de nuestro territorio y la provisión de seguridad pública son claramente insatisfactorios. Dicen los que saben del tema que la Argentina tiene una gran proporción de material aéreo inoperable, a menudo desguazado por falta de repuestos, barcos con mantenimiento insuficiente, personal con pobre adiestramiento, plataformas sin armamento adecuado. En suma: gastando más de cinco mil millones de dólares en Defensa, la capacidad operativa de las fuerzas destinadas a esa función se encuentra comprometida. Los controles del aire son notoriamente insuficientes, carecemos de aviones interceptores y no tenemos leyes adecuadas para disuadir el vuelo ilegal.
En simultáneo, lo que ha sucedido en estas últimas semanas con el hundimiento del submarino ARA San Juan y los incidentes territoriales con un grupo mapuche en la Patagonia, nos enfrenta sin dilaciones con ese crudo diagnóstico.
El Presupuesto de Defensa es bajo, pero además es insustentable: entre el 80 y el 85% se gasta en personal, entre el 10 y el 15% en funcionamiento (mantenimiento, combustible, adiestramiento) y entre el 5 y el 0% en equipamiento. En relación con el PBI, entre 1996 y 2016 ha oscilado entre 1,2 y 0,8 %, muy por debajo de otros países de la región. Por otra parte, el número de oficiales de alta graduación en las Fuerzas Armadas es hoy mayor al que tenían en 1983, cuando el total del personal militar era más del doble del actual. Esta circunstancia –la gran proporción de oficiales de alta graduación- ha influido decisivamente en el monto representado por los gastos en personal. Además, ha determinado una profusión de estructuras burocráticas.
Por otro lado, el conflicto local con comunidades mapuches en la Patagonia, que dejó ya el saldo de dos resonantes muertes -Santiago Maldonado y Rafael Nahuel- en distintas circunstancias, nos muestra un sistema de seguridad pública en serias dificultades para actuar con eficacia y solvencia. Un pequeño grupo de ocupantes de tierras que reivindica “la causa mapuche” en lejanos parajes del sur argentino logró colocar en un serio brete a todo el dispositivo de seguridad provincial y nacional. Se envió a la Gendarmería y, luego de lo sucedido con el caso Maldonado, se apeló al Grupo Albatros de la Prefectura para desalojar a los ocupantes. No funcionaron los mecanismos preventivos y disuasorios y se terminó con piedrazos, balas y dos víctimas fatales. Luego de dos meses de búsqueda de la primera víctima y semanas más para dilucidar el modo en que falleció, se produce otra muerte en un confuso episodio que todavía no ha sido debidamente esclarecido.
Hace falta recordarlo y enfatizarlo: tener Fuerzas Armadas y de Seguridad bien dotadas y competentes, y dedicadas a su tarea específica, es un necesidad de todo Estado democrático. Hay temas presupuestarios y cuestiones normativas. Pero se trata también de algo primordial: la sociedad le entrega a ciudadanos de uniforme el monopolio de la violencia legítima. Y el Estado les asigna funciones y misiones de alta responsabilidad. Cuando eso no se logra, se actúa emparchando la realidad ante cada emergencia, con daños autoinfligidos como los que hemos sufrido en estos últimos tiempos. Y, ahora, además, con 44 mártires que perdieron la vida cumpliendo con su deber, enfrentando no a un enemigo o una amenaza sino a nuestra propia imprevisión e incompetencia.