Yo pertenezco a una generación fervorosamente democrática. Naci en el ‘65 y me toco transitar la vuelta de la democracia a mis dieciocho años. Por aquellos tiempos, frecuentaba la facultad de Psicología, participaba de las reuniones estudiantiles y simpatizaba con el Partido Obrero de Jorge Altamira. La incipiente vida democrática del gobierno de Alfonsín le devolvió a la gente la alegría y sobre todo la posibilidad de deambular por la noche porteña sin temores.
Las inmediaciones de la plaza Dorrego, en San Telmo, estaban plagadas de barcitos donde escuchar música en vivo y beber cerveza tirada. Yo solía ir a Jazz y Pop, el mítico boliche donde todos los domingos se organizaban jam-sessions que combinaban músicos novatos (como yo) y consagrados como el saxofonista Horacio “Chivo” Borraro, Bernardo Baraj o el Negro Rubén Rada. En otros bares de la ciudad actuaban grupos como Soda Stereo, Sumo, Los Twist o Los Redonditos de Ricota. La avenida Corrientes con sus librerías y restaurantes abiertos hasta las 4 de la mañana le daban lugar a cientos de noctámbulos que encontraban un refugio al insomnio y la soledad. La Ciudad respiraba bohemia y ya nadie tenía que sentir culpas por deambular por las calles. La democracia había llegado para quedarse.
Como en una especie de boomerang del tiempo, todas estas sensaciones son las que me invaden cada vez que tengo que votar. Una especie de euforia circula dentro mío cuando deslizo el sobre por la ranura de la urna y jamás escatimo en agradecimientos a las autoridades de mesa. Porque gracias a este sencillo acto seguimos viviendo en libertad.
En mi Monte Grande natal (ayer un pueblito y hoy una ciudad densamente poblada del conurbano ) los días de elecciones son muy especiales. Vuelven todos aquellos que emigraron “a la Capital” o a donde fuere. Ese día regresan nostálgicos a los lugares que los vieron crecer. Algunos les señalan a sus hijos adolecentes donde existía la panadería El trigo de Oro o la pizzería La Ideal, donde hoy venden fundas para celulares o existe una zapatillería. En tiempos donde todo el mundo esta demasiado ocupado y nadie tiene tiempo para nada, los días de votación siguen convocando a todos los viejos habitantes, al menos por unas horas.
Particularmente, tengo la costumbre de llevar a mi madre a votar, quien pese a su edad (no voy a decir cuántos años tiene porque se ofendería) sigue entusiasmada con participar y poder decidir el destino de nuestro país.
Hoy transité con ella las calles de Monte Grande en una tarde soleada, saludé a amigos que hacía años que no veía y voté en una pequeña escuela de los suburbios. Experimenté una vez más esa especie de euforia de expresar aquello que deseamos para nuestro país. Cualquiera sea el candidato o el partido, lo importante es que entre todos vayamos construyendo nuestra propia historia.