Por Javier Firpo
Se extrañaba mucho al finlandés Aki Kaurismäki, autor de un cine lleno de acidez, ternura, absurdo y realidad, dueño de un lenguaje tan propio y personal impronta (nunca mejor utilizada esta bastardeada palabra). El estilo Kaurismäki propone una ambientación colorida, parlamentos cortos y un tanto mecanizados -adrede-, actores que exageran y una bohemia envolvente.
Para muchos, Kaurismäki es un total desconocido, pero todas sus películas han llegado a Buenos Aires: desde "Una sombra sin pasado", pasando por "Luces al atardecer", "Juha", "Nubes pasajeras", hasta "El puerto", que ya tiene seis años. Después de un período de ostracismo, el realizador escandinavo, de 60 años, y amante ferviente del tango -nunca falta un 2x4 en sus pelis- retorna a la altura de las expectativas: con "El otro lado de la esperanza", una historia que desborda actualidad, porque habla de migrantes, refugiados y países europeos que, con cara de pocos amigos, deben aceptar abrir sus blindadas puertas.
La trama se sitúa en Helsinki, capital finlandesa, a la que el director ilustra antipática y poco anfitriona.
Allí se cruzan destinos impensados. Por un lado, Wikhström (un maravilloso e ignoto para nosotros Sakari Kuosmanen) necesita pegar un volantazo en su rutinaria vida: es un vendedor de ropa que cierra su negocio, abandona a su esposa, juega todo el dinero que tiene en una mesa de póker -espectacular secuencia la de la partida-, gana y decide abrir un restorán, probablemente el peor de toda la ciudad. Lo compra con sus tres empleados originales, geniales criaturas tan burocráticas y mediocres que no tienen desperdicio -para el espectador-. Paralelamente Khaled (Sherwan Haji, en la piel del polizonte) es un refugiado sirio que logra desembarcar en Helsinki, aunque su solicitud de asilo es rechazada. El director deja expuesto y pone en ridículo el sistema perverso e insensible que, como en este caso, se muestra indiferente ante las peripecias del hombre que subsistió a las calamidades de su Aleppo natal y, como pudo, logró llegar maltrecho al techo de Europa, donde se supone está la felicidad.
Sin embargo, Khaled opta quedarse de todos modos, con los riesgos que eso implica. Persecuciones, desprecio, racismo y grupos ultraderechistas que lo hostigan. Todo es retratado con esa magia y “amabilidad” firmada por Kaurismäki, donde el dolor y la amargura viran por indulgencia y cierta caricatura.
Como es de esperar, Wikström y Khaled se encuentran y caso en una escena que a diario vemos en Buenos Aires, el extranjero está en el umbral del restorán venido a menos, donde sólo se sirve sardina enlatada. Khaled será rescatado y se le dará una oportunidad dentro de ese mundillo gastronómico de ineptos donde, a cambio de techo y comida, revolucionará el lugar a partir de sus habilidades y aptitudes culinarias que le propinarán un trampolín a ese local hasta ahí hundido en el abandono y la intrascendencia.
“El otro lado de la esperanza” alecciona y recuerda que toda sociedad -por más de avanzada que sea- tiene su costado repudiable.