Pinceladas literarias en Vía Tres Arroyos: “Todos podemos ser amantes”

Un nuevo cuento de Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias en Vía Tres Arroyos: “Todos podemos ser amantes”
Pinceladas Literarias

Pinceladas literarias en Vía Tres Arroyos presenta un nuevo cuento de Valentina Pereyra, en esta oportunidad “Todos podemos ser amantes”

Todos podemos ser amantes

La pantalla de su computadora le devuelve un mensaje de Messenger. Esteban, su compañero de oficina, le hace señas para que mire lo que le acaba de mandar. Laura abre la ventana y después de leerlo se levanta para ir al baño. A la pasada le deja un papel sobre su escritorio:

- Venite urgente, qué hiciste.

Él espera un rato y va detrás de ella. Se encierran en el box donde está el inodoro y bajan la voz a pesar de que, a Laura, le salen como gritos ahogados y finitos.

- Mi mujer lo sabe, fue ayer, cuando dejé el celular arriba de la mesa, las chicas lo leyeron.

Cómo un tipo grande, casi viejo, puede ser tan desprolijo. Por qué inventa este melodrama. Está decidida a negar todo a pesar de los mensajes hot que él le manda a diario. Cómo un tipo con él, casi viejo, con mil amantes en su haber, pudo ser tan pelotudo. Esteban le dice que no se haga problema, pero que sus hijas habían leído todas las conversaciones desde que empezaron a verse. No hay manera de zafar con ninguna mentira.

El inodoro, en el medio de los dos, los obliga a acercarse. Él la apoya contra la puerta del baño y la empieza a tocar entre las piernas. Laura le saca la boca y baja la cabeza, mueve su cuerpo a un costado y logra salir del habitáculo. Vuelve a su escritorio y no revisa el celular por la siguiente hora. Él se va con el jefe de área a ver un cliente y, al regreso, la invita a tomar unos mates en la cocina para redondear el trabajo pendiente. Laura se excusa y dice que tiene que terminar un mail que esperan los gerentes de la oficina regional.

La luz de la pantalla de su celular no deja de encenderse y, a pesar de que ella resiste, entra en la mensajería. Si no doy bola y es mi hija la que me escribe me va a putear. No entendió nada el pelotudo este.

A Laura la contrataron tres años después que a Esteban. En su piso eran cinco hombres y ella. El jefe la eligió entre varias aspirantes por los datos personales de su curriculum: su edad, cercana a la menopausia, y la de su hija de quince años. Dos cuestiones que le cerraron a la empresa: no faltaría por enfermedad de su hija que se podía cuidar sola, tampoco pediría día femenino o licencia por embarazo.

Cuando volvió de la entrevista para este laburo la llamó a su amiga por teléfono y le contó lo indignada que estaba porque el jefe no había mencionado su master en economía, ni su nivel de inglés que había costado plata y tiempo. Lo único que me anima es que están bastante buenos los tipos que trabajan conmigo, por lo menos, me voy a recrear la vista.

A Laura no le preocupaba si estaban comprometidos. A los tipos hay que agarrarlos usados y sin que se puedan escapar de casa, así te dejan tranquila. En su casa era la única que pensaba así y entre sus amigas no encontraba alguna con la que pudiera compartir sus experiencias de divorciada. Le daba ternura escuchar a su hija decir que en el viaje de egresados sus compañeros con novia o novio no habían sido infieles.

- Son jóvenes, Lucía, si se daban un revolcón, no tenía nada de malo.

Su hija, que no soportaba cuando su madre se hacía la libertina, la dejaba con la palabra en la boca y salía de la habitación dando un portazo. De qué les sirve a las minas hacerles el caldo gordo a sus maridos, bancarlos cuando pierde River o el que mierda sea su equipo preferido; lavarle los calzones, ocuparse de las cosas de la casa, de las reuniones de la escuela. Lo único que quieren, después de los cuarenta, es ponerla en alguna vagina más cálida que la que tienen en casa. Su linaje era un ejemplo de ello: la abuela cornuda, la madre cornuda, también ella. El último engaño de su marido terminó con los platos de la cocina estrellados en el piso y con él yéndose, no sin antes decirle:

- Qué querés que hiciera, vos no me acompañás a ningún lado, no me das bola, te la pasas trabajando y estudiando.

Y, en el mismo tono, le contó el primer encuentro con su compañera del gimnasio y cómo él se había resistido. Dijo que su amante lo esperó desnuda, sentada en el borde de la cama redonda del telo, hasta que él dejó de llorar porque no quería engañar a Laura. Pero, cedió. La confesión la quemó la cabeza igual que la bilis la laringe. No pudo contener la arcada que fue a soltar al baño de su casa mientras el esposo arrancaba el auto que ya no guardaría en su garaje.

Se abocó a sus tareas de recepcionista en la empresa de venta de combustible, a terminar el curso de inglés avanzado. Cambió las clases de yoga por las de funcional, la caminata por la manzana de su casa por otra alrededor del Parque Cabañas en horario pico. Rehízo su curriculum, agregó las novedades y cambió la foto de perfil de todas sus redes sociales. Anunció públicamente que ya era una mujer soltera.

Su esposo le recriminó por teléfono que hubiera puesto la foto del viaje que hicieron a Brasil. Le dijo que ya estaba grande para mostrarse en un bikini rojo que, mojado, dibujaba sus pezones. El reclamo la animó a cortar todas las imágenes que la mostraban con su marido y a subir las que se veía sexy y que, mientras estuvo casada, no tuvo el coraje de compartirlas. A la noche, mientras revisaba sus últimos mensajes de trabajo, abría el Instagram y contaba los likes que tenía de hombres.

En su nuevo trabajo las mujeres se uniformaban con pantalón azul, camisa blanca y saco sastre. Los hombres usaban camisa o remera con el logo de la empresa. La jefa de recursos humanos elegía el modelo que iban a comprar para las mujeres, las llamaba para tomarle las medidas y pesarlas. Laura descosió el uniforme y lo achicó hasta dejarlo un talle menos. Ciñó la camisa para que la tela se abriera a la altura de los botones del medio y dejara las tetas a la vista, pinzó el pantalón hasta que le ajustó en el culo.

Sus modales amables y la celeridad con la que cumplía con los trabajos encomendados le hicieron ganar el cariño de los compañeros del piso. Esteban se acercó más que el resto porque tenían clientes que atendían en conjunto. Después de una fiesta de la empresa él la invitó un trago en el único bar que estaba abierto esa noche. Conversaron de lo tedioso del trabajo, de la mala onda del jefe cuando subía el dólar y de cómo Laura se sentía entre tantos hombres.

La cerveza la picó y la voz le salió cada vez más fuerte. Tanto que dos o tres veces Esteban le pidió entre carcajadas que bajase el volumen. En el medio de la charla Laura contó que vivía sola con Lucía y él le preguntó si la hija estaba en su casa. Ella hizo silencio, consultó su celular, leyó un mensaje de su madre que le avisaba que Lucía se quedaba con ella. Se mordió el labio sin levantar la cabeza, pero veía debajo de la mesa los pies de Esteban que se movían frenéticos. Espera la respuesta, bolas. Revisó la cartera y no encontró forros, ni pastillas, pero se acordó de que las tenía en el botiquín de su baño. Esteban la llevó en auto y ella abrió el garaje de su casa para que lo guarde. Le dijo que se pusiera cómodo y que la espere que necesitaba ir al baño.

Tiró todo lo que tenía en los estantes del botiquín a la pileta hasta que encontró la caja de anticonceptivos a la que le faltaban la mitad de las pastillas. Se tragó dos y se sentó en el inodoro para abrir las piernas y constatar no estar tan peluda. Agarró la Gillette de su ex y la mojó con jabón de manos para rasurar alrededor de los labios de su vulva, debajo de los brazos y las piernas. Después se tiró el tarro de crema humectante encima y lo frotó con apuro intentando de que no le quedase una pasta blanca encima de la piel. Buscó un perfume adentro de la caja donde guarda las gomitas del pelo y encontró en el fondo un calzón de encaje rojo que compró para la despedida de soltera de su mejor amiga.

Al salir del baño se lo encontró a Esteban parado a los pies de la cama en calzoncillos y con una erección bien notable. Él la tomó de la nuca, acomodó el espejo que le había regalado su madre adelante de la cama y la ubicó a ella en el centro. Mientras le besaba el cuello, los hombros, los brazos, debajo de las axilas, los dedos de sus manos, le pedía que se mirase. Después la hizo girar y le quitó la camisa de seda negra con la que había ido a la fiesta de la empresa. La revoleó contra la puerta, le sacó el corpiño de algodón, la rapidez del evento no le dio tiempo a buscar el de encaje que usó para una fiesta de disfraces, y le tocó las tetas desde atrás.

- Mirate, mira lo fuerte que estás, loca.

La respiración se aceleró y el fuego que le crecía desde adentro, como los últimos meses, le provocaron abrir la ventana para poder tomar algo de aire. Esteban la frotaba con tanta fuerza que le tuvo que pedir que fuera más despacio. Todo duró cinco minutos. Jadeos cortos, apurados, el último: largo y esfumado. Quedó empapada y con las entrepiernas chorreando. Esteban la besó en la nuca, fue al baño y le dijo que se iba antes de que la esposa se preocupase por él. Laura se duchó y esa noche no durmió.

Al siguiente lunes de esa primera noche, Esteban la trató como a una compañera cualquiera, con respeto y hasta le hizo chistes del vestuario que había elegido para la fiesta.

- Nunca usas vestido, te debe quedar bien. Tenés que liberarte más.

El comentario arrancó la risa de sus compañeros de piso que le sugirieron no hacer caso. Esteban le escribía por Messenger porque le parecía más seguro que el chat del celular. Le gustaba proponer poses y cambios de vestuario, lugares y ungüentos para mejorar las experiencias cuando estaban juntos. Las mujeres de los otros pisos hablaban a la hora de comer sobre Esteban y cómo le metía los cuernos a la mujer con cualquiera que se le cruzaba. Tenían la teoría de que su matrimonio se sostenía gracias a lo que lo calentaban otras.

Su mujer, diez años mayor que él, era la víctima preferida en la ronda de chusmerío de oficina. A ella la empezaron a mirar de reojo desde la fiesta. La habían visto tomar champagne con el jefe y charlar animosamente con sus compañeros de piso, supieron, por Esteban, que él la había llevado a casa. Los comentarios corrieron rápido y las historias crecían en imaginación y lujuria.

Laura se alejó de Esteban por un tiempo después de que la jefa de recursos humanos la llamase a su oficina para contarle qué se decía sobre ella y pedirle que la cortase. Hija de puta, siempre suponiendo que es cierto el chusmerío. Después de eso cambió el look para ir a trabajar, ajustó todavía más el pantalón del uniforme, achicó la chaqueta y le descosió los botones hasta el tercer ojal. Debajo de la camisa blanca llevaba corpiños de encaje rojo, azul y más cerca del viernes se ponía uno negro. Se inclinaba sobre el escritorio de sus compañeros, apoyaba la cola contra sus sillas y les indicaba algo en la pantalla apoyándoles las tetas en la espalda.

Durante el tiempo de descanso elegía ir primera a la cocina y ponerse de espaldas a la puerta, así, nunca veía hasta que giraba, cuál de sus compañeros le tocaba el culo. La gimnasia funcional se lo había endurecido y, la disminución de las porciones que comía, le achicó los rollos de la panza. En un acuerdo tácito, los compañeros del piso se turnaban para ir a hacer el mate, la única que se quedaba hasta el final era Laura. A la salida, chequeaba su celular y encontraba los mensajes de Esteban que la esperaba a la salida, a las sombras, en la esquina.

La mujer de Esteban entra a la oficina con un paquete en la mano que tira sobre el escritorio de Laura.

- Gracias por el regalo que me llevaste para mi cumpleaños, pero no quiero nada tuyo en casa.

Esteban le pide a su esposa que deje de hacer papelones y le dice que Laura es solo una compañera de trabajo. Los otros compañeros entierran sus cabezas en los teclados y el jefe sigue en una reunión por Zoom relajeando para afuera sobre los anteojos. Cuando la mujer de Esteban se va, Laura busca el Messenger y borra todas las conversaciones con él, se prende el saco hasta el último botón y desajusta el cinturón de su pantalón.

No vuelve a levantarse hasta que el jefe la llama a su oficina. Le dice que tiene que viajar al sur y que la necesita para que le tome las notas del Coloquio de IDEA. Le sugiere llevar ropa para dos o tres días porque, ya que están ahí, van a disfrutar del Llao Llao y de algunas salidas que organizan los anfitriones. Laura se sienta frente a él, lo toma de la mano, le dice que no se preocupe por nada y le recuerda que en le envió por mail su solicitud de aumento y de categoría.

- No funciona así, nena.

Laura, desde la puerta, le replica:

- Yo creo que sí.

SOBRE LA AUTORA

Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.