Vía Tres Arroyos te presenta una nueva edición de Pinceladas Literarias en esta ocasión con un cuento de Mariana Noel seleccionado por Valentina Pereyra.
El método Horbing
Ni bien habían llegado a Puerto Iguazú días atrás, el taxista que las había trasladado desde el aeropuerto al hotel les había contado la creencia de que quienes tomaban agua de las Cataratas quedaban jóvenes para siempre. Mara y Silvina habían recibido el comentario con risas y con la euforia de dos turistas recién llegadas para quienes todo era expectativa.
Tenían paga una estadía de cinco días en El Vencejo Apart Hotel y aún les quedaban dos para su regreso a Buenos Aires. La escapada formaba parte del festejo por los cuarenta años de Mara.
Ya habían visitado La Garganta del diablo y las Cataratas del lado brasilero; también habían recorrido el pequeño centro y comprado perfumes en el Dutty Free. Cuando Silvina le propuso a su amiga ir a Ciudad del Este, Mara recibió la idea con desagrado y se negó rotundamente a acompañarla.
Los argumentos de Silvina habían ido in crescendo y había usado todos sus recursos persuasivos hasta lograr que Mara accediera recordando todas las veces que la había acompañado incondicionalmente cuando se lo había pedido. El toque final para convencerla había sido la promesa de que le regalaría su teléfono cuando se comprara uno último modelo en Paraguay.
Los micros para cruzar al otro lado salían con una frecuencia de una hora a partir de las siete de la mañana. Ellas tomaron el de las nueve.
La atmósfera volvía a estar densa y todas las superficies parecían supurar agua, incluso las barandas de metal, los cordones de las veredas y las llantas de los autos. A esa hora ya hacía un calor insoportable.
El olor de la vegetación era intenso y todo el tiempo parecía que hacía instantes había acabado de llover.
Subieron al ómnibus de la compañía Río Uruguay. A Mara le llamó la atención la patente oxidada en la que se alcanzaba a leer OKU36, la última letra era ilegible.
Se sentaron en los asientos 12 y 13, Silvina se adelantó y ocupó la ventanilla. Desde el asiento que daba al pasillo, Mara observaba las cabezas de algunos pasajeros que asomaban por encima de los asientos de adelante; la lisura de una mollera calva y la cabellera anaranjada de una señora mayor sobresalían del resto. Alternaba los estiramientos de cuello para captar un pedazo más generoso de la escena con movimientos hacia el costado para asomarse por el pasillo y ver hacia adelante. El motor estaba en marcha y aún no habían arrancado.
De repente, por la rendija de un asiento de adelante Mara vio un ojo que la hizo estremecer. Mientras creía que era ella quien había estado observando todo, alguien la había estado mirando, como si al asomar el ojo por la mirilla de una puerta se hubiese encontrado con otra mirada.
La voz del chofer la sacó de aquel extrañamiento para ofrecerles ocupar los asientos de adelante y tener mejor visión. A Silvina le pareció buena idea y se trasladaron a los asientos 1 y 2. Al dirigirse por el pasillo Mara no pudo evitar voltear la cabeza para ver quién la había estado espiando y vio a un hombre pequeño de tez oscura con rasgos achinados y una nariz que se ensanchaba sobre el rostro. Temió que su mirada se cruzara nuevamente con la de su observador, giró la cara al frente y siguió caminando rápidamente hacia adelante.
Lo de la visión favorable de los primeros asientos era relativo.
Primero había que franquear una visera que cubría de lado a lado toda la franja superior del vidrio de adelante. Se trataba de una extraña manualidad compuesta por una tira de tafeta azul eléctrico, seguida por una lonja tejida al crochet de lana amarilla de la que pendían pompones con los colores de Boca. A este obstáculo perceptual se sumaban dos banderines del mismo equipo a cada lado y un peluche colgando de un espejo en el centro.
Los últimos pasajeros seguían subiendo con bolsas de consorcio y otros bultos de los cuales no podía adivinarse el contenido. Algunos hablaban portugués y otros en español con los modos propios del lugar, pronunciando la “y” y la “r” de una forma particular. “Ió me bajo en la entrada, iá le había avisado ¿no Lloberto?”.
Mara estaba molesta y aburrida de aquella espera. Pensaba que podría haberse quedado plácidamente en la pileta del hotel y disfrutar de los días que le quedaban para descansar antes de volver al ritmo agitado de la oficina. Silvana estaba sumida en su teléfono, mirando fotos y videos.
El último en subir fue un muchacho extremadamente delgado que ofrecía para degustar una caipiriña artesanal. Mara pensó que tomar un poco de alcohol le vendría bien para ayudarla con su fastidio, se sirvió un vasito de plástico y tomó la bebida de un solo trago. Silvina festejó su gesto y la imitó. Pese a la promoción de dos botellas por una, no compraron.
El micro empezó a moverse. Al doblar la esquina daba la impresión de que iba a embestir el local de productos regionales llevándose por delante a unos niños guaraníes que vendían animalitos de madera en la vereda.
El ómnibus se enderezó sin problemas y ahora circulaba por la avenida Victoria Aguirre hacia la salida de Puerto Iguazú. Todo era verde allá afuera y la selva se disputaba mano a mano los lugares con la ciudad.
Las enredaderas trepaban por los postes de cemento y extensas alfombras vegetales cubrían techos y balcones. Los manojos de lianas pendían de los árboles y daba la impresión de que crecían metros a cada minuto. Al observar las casas no se podía tener una idea clara de si estaban en construcción o en proceso de demolición. Se veían obras abandonadas, techos con chapas perforadas y cables colgando de los que también se enredaban guirnaldas de hojas y de tallos.
Pasaron por la aduana. Mara quería preguntarle a Silvina por qué no habían parado en migraciones pero su amiga se había dormido profundamente y prefirió no despertarla.
Cruzaron un puente. Mara se sentía mareada, como si se le hubiera bajado la presión. Pudo leer “Tancredo Neves” y a lo lejos se perfilaban de manera difusa los morros brasileños. Temió que hubieran tomado el colectivo equivocado y le preguntó al chófer. Éste le contestó que para llegar a Paraguay debían ir por ahí.
El silencio de los pasajeros era sorprendente, sobre todo porque recordaba que habían subido muchos hombres, mujeres e incluso algunos niños.
Empezaron a aparecer carteles gigantes a uno y otro lado de la ruta mostrando imágenes de cuerpos femeninos esbeltos con peinados y sonrisas impecables. La gráfica nítida y colorida promocionaba clínicas privadas que ofrecían todo tipo de cirugías estéticas, sobre todo operaciones de busto, liposucciones e implantes dentales y capilares.
Pasaron por un parque de diversiones con una montaña rusa inmóvil y sin las luces de colores propias de esos sitios. Si bien el lugar parecía abandonado, esa quietud era lógica a esa hora de la mañana en que la mayoría de los parques están cerrados.
Finalmente dieron vuelta en una rotonda y atravesaron el Puente La Amistad.
Unas moto-taxis pasaban entre la fila de autos y realizaban maniobras arriesgadas metiéndose entre los coches. Debajo del puente se veía el agua marrón del ancho Río Paraná. Por un pasillo al costado de la fila de autos, caminaban cientos de personas cargadas de bolsos y valijas.
Tardaron veinte minutos en cruzar el puente, el micro recorrió unas cuadras y después paró. Mara sacudió a Silvana para despertarla y bajaron. El chófer les indicó que para regresar debían tomar ese mismo ómnibus que pasaría en tres horas pero de la mano de enfrente. Como referencia les había indicado un banco rojo junto a un puesto de frutas.
Ni bien pusieron los pies en la vereda se vieron rodeadas de varios hombres paraguayos que les ofrecían distintos productos. Era difícil abrirse camino entre aquella muchedumbre que no paraba de atiborrarlas con ofrecimientos.
Silvina escuchó a un joven que insistía en acompañarla al local Cell Shop y fue como si de golpe hubiera despertado de su adormecimiento. Le pidió a Mara que la acompañara pero le respondió que estaba muy descompuesta y necesitaba conseguir un baño urgente.
Los pasillos de esas ferias eran estrechos y peligrosos porque no eran peatonales sino que los autos pasaban a toda velocidad al costado de los puestos. Mara dobló por una calle estrecha y divisó un baño químico; pese a la suciedad de aquella casilla sus retortijones la obligaron a entrar. Al salir se sintió desorientada, el mareo se había acentuado y le dolía la cabeza.
Intentó encontrar la esquina en la que se había separado de Silvina pero fue en vano, era como si de un momento a otro la fisonomía de aquel lugar se hubiese transformado. Caminó entre la gente que seguía acechándola para venderle cualquier cosa y trataba de esquivar la basura de las veredas: cáscaras de frutas, bandejas plásticas con restos de comida, pañales sucios, papeles y botellas.
Era tanta la insistencia de los vendedores que terminó comprando una joya de fantasía, se trataba de una medallita en forma de corazón que tenía grabada la inscripción “por siempre joven”. Se colgó la medallita en una cadenita que tenía en el cuello y siguió caminando.
Dobló a la izquierda y se sorprendió al ver que el gentío se había esfumado. En la vereda de enfrente un edificio con vidrios espejados y luces led, desentonaba con el resto de la feria. En una pantalla ubicada sobre la puerta central de acero se podía leer: “La felicidad en sus manos. El método Horbing. Gánele al tiempo y quítese años en segundos.”
Mara se entusiasmó al ver semejante edificio que parecía un shopping lujoso pero al mismo tiempo lamentó que Silvina no estuviera para entrar juntas.
Le llamó la atención una mujer parada en la entrada, como si fuera una anfitriona. Tenía los pies cruzados en una posición de paso de baile, tomaba con cada una de sus manos su falda plisada color rosa y sostenía la mueca de una sonrisa fija. Parecía un maniquí. A cada lado de la mujer la escoltaban dos hombres con rigidez militar. Le sorprendió ver el parecido de estos sujetos con el vendedor de caipiriña y con el hombre pequeño que la había mirado en el micro. Se estremeció y pensó en salir de ahí pero desestimó su percepción y la curiosidad la hizo entrar.
Para Mara el tiempo dentro de aquella torre lujosa había pasado volando. Tenía la impresión de que sólo había estado unos pocos minutos, sin embargo al salir a la calle y ver la ciudad desolada pensó que sería muy tarde y que Silvina la estaría esperando en la parada.
Mientras se recuperaba del acceso de tos que le había sobrevenido en la puerta recordaba el rostro hermoso del hombre que la había asesorado y por el cual se había sentido muy atraída. Alto y elegante se había presentado como el profesional que le brindaría asesoramiento sobre el innovador método.
Mara se acordaba sólo de algunas imágenes distorsionadas de la cabina metálica a la que había ingresado pero aún sentía vívidamente la fragancia del médico y la blancura de su impecable guardapolvo. No recordaba si le había dado un beso en la mejilla al despedirla, pero fantaseó la escena y la reconstruyó como si hubiera sucedido.
Hubiese querido apurar el paso pero sentía los músculos de las piernas rígidos y acalambrados.
Caminó muy lento por más de media hora, parando cada tanto a descansar en algún asiento hasta que a lo lejos divisó borrosamente el banco rojo de la parada y el escaparate del puesto de verduras que ya estaba cerrado. Se alegró al ver la silueta de su amiga a lo lejos, quiso correr pero el dolor en la cadera se impidió.
Buscó agua en el bolso y se extrañó al mirar sus manos que le parecieron más delgadas. Siguió caminando lentamente y al llegar al banco se alegró de encontrarse con Silvina, se acercó para abrazarla pero su amiga corrió el cuerpo evitando cualquier contacto. Mara se sorprendió por el gesto y le preguntó si había comprado el teléfono. Su voz salió grave y cavernosa.
Silvina la miró y le preguntó:
- ¿Cómo sabe que me compré un teléfono?
- Silvina, ¿qué te pasa? Soy yo, Mara.
Silvina se sorprendió al darse cuenta que esa anciana también sabía de la existencia de Mara, se asustó y salió corriendo.
Mara quiso ir detrás de ella pero sus pasos cortos no le permitían avanzar con rapidez.
Estuvo largo tiempo sentada esperando que Silvina regresara.
Empezaba a oscurecer cuando se escuchó el ruido de un motor. Pudo reconocer el colectivo en el que habían viajado y leyó con dificultad la patente con la última letra borrada.
La puerta fuelle del ómnibus se abrió y de ella descendió el muchacho delgado vendedor de caipiriña. Se acercó hasta Mara y la tomó del brazo para ayudarla a ascender al colectivo.
Subió los escalones con dificultad y al mirar hacia el asiento del conductor vio que en el lugar del chofer estaba el hombre de baja estatura que la había estado espiando en el viaje de ida.
Antes de sentarse se miró en el espejo del que pendía el peluche y vio el rostro de una anciana.
Escuchó el ruido de la puerta plegadiza que se cerraba a sus espaldas y el motor del ómnibus que continuaba la marcha. Por debajo de la franja de tela y lana amarilla y azul pudo ver las luces del micro que se abrían paso entre la oscuridad de la calle desierta.
Sobre la autora
Mariana Noel vive en la ciudad de Tres Arroyos y es Profesora de Literatura, de Teatro y Lic. en Psicología. Su relación con la escritura comenzó a través de la poesía y posteriormente en teatro, área en la que se ha desempeñado como actriz en distintas obras y como dramaturga en algunos proyectos, entre ellos la obra infantil “No muerden” y la pronta a estrenarse “Las hijas de Sarmiento”.
También ha participado escribiendo críticas y reseñas de espectáculos teatrales en nuestra ciudad y en la ciudad de Mar del Plata.
Su vinculación con la narrativa se hace más estrecha a partir de su participación en el taller literario de Sandra Staniscia. El cuento “El método Horbing” fue seleccionado como finalista en el Premio Internacional Anubi.