Vía Tres Arroyos te presenta una nueva edición de Pinceladas Literarias en esta ocasión con un cuento de Marcela Reynolds.
Descubriendo América
Barre la vereda porque su madre se lo pide, los de la municipalidad estuvieron arreglando un caño y dejaron en el cordón cuneta esa mugre pegajosa que le recuerda al fango de las orillas de la laguna de Monte. Apoyada en el cabo de la escoba se pierde en esas tardes de verano.
Cuando eran chicos, los domingos salían con otras familias del barrio buscando el verde que le gustaba a su madre. No era tan lejos; un rato en auto, sin hablar. La diversión era pasarse unos a otros tocando bocina, chicaneándose, jugando carreras: los padres haciendo alarde de su habilidad para manejar; las mujeres sentadas al lado conduciendo sin volante, haciendo los cambios con los pies.
Luego se acomodaban debajo de un árbol, ponían sobre la mesa de camping los vasos de metal y los platos de madera. Competían por la mejor manera de apilar las leñas y alentados por las primeras brasas acomodaban unos chorizos sobre la parrilla, ellos. De fondo se escuchaba la radio del auto transmitiendo un partido cualquiera.
No sale la mugre, está pegada a la vereda.
Aquel día, navegaban por la orilla en un bote que casi siempre se enredaba entre los juncos. No sabían remar así que daban vueltas sobre sí mismos.
Ella no quería bajarse del bote, no podía soportar la idea de tocar levemente ni con la punta de los pies, la arcilla del fondo. No resistía la sensación de quedarse adherida a esa tierra húmeda que en el borde dibujaba grietas secas. Prefería el ruido de la tierra crujiente. Se sentía más segura, le encantaba imaginar que habían descubierto América. Ella jugaba a ser la adelantada. En cuanto la orilla estaba cerca, saltaba y los esperaba; los del bote llegaban luego, pero ya habría plantado bandera, como la colonizadora.
Los chicos se aburrieron de remojar la caña en el agua, decidieron atar el bote a unos juncos y salieron a caminar por ahí. Se perdieron entre las plantas y escucharon que los llamaban. Las voces se desdibujaban ahogadas por el ruido de las olas pequeñas. Sandra y Carlos se dieron la mano instintivamente, como los hermanos perdidos en el cuento de Hansel y Gretel. Ellos no dejaron pan en el sendero para que los encontraran.
Estaban solos, no muy lejos. Apretados contra un árbol, vaciaron el aburrimiento, reconociéndose con apuro, apagando la sed, borrachos de luz. Sus mejillas ardientes, sus bocas secas como una fogata avivada por el viento. Escuchaban que los llamaban a bocinazos. Tenían que volver. Después de los mates prepararon el tráiler con el bote y levantaron todos los bártulos, la despedida fue como el humo que queda cuando se apaga un fósforo en la noche.
El camino de vuelta se sintió cargado como el aliento de una noche intensa.
Aquella tardecita, hubo roces, no palabras de amor, solo supieron seguir el impulso de la sabia, como el árbol.
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Cierra la puerta y va a buscar el balde de 20 litros con agua limpia, le da impulso como a las hamacas para llegar bien lejos y una ola transparente se deshace en la vereda. Empuja la mugre, la amontona en la calle y parece un volcán como los que se arman en la arena.
Una gota de barro le salpica la cara y se desparrama despacito hacia la camisa, rápido la refriega, pero sigue ahí. Se va al lavadero arrancándosela y la pone bajo el chorro de agua fría. Recuerda que en internet leyó recetas magistrales y las aplica: sal, bicarbonato, soda, un poco de limón y el sol.
Mentiras baratas: la camisa no sirve más. A lo sumo podrá usarla con algo que tape la mancha; el barro se te mete debajo de las uñas, en la trama de las telas más delicadas, no hay remedio.
Piensa en deshacerse de la camisa. Blanca, no va a volver a ser nunca, sin embargo, la saca del cordel. Adquirió la manía de cuidar las cosas, de transformar por ejemplo la camiseta vieja en un trapo para limpiar los vidrios. Esta camisa no sirve ni para eso.
Se da cuenta de que son cerca de las doce y tiene que salir a hacer las compras, apurada manotea la camisa de la silla y trata de esconder la mancha con una chalina. Toma el camino de siempre y se encuentra con la gente como cualquier día. El negocio de la esquina está lleno, tendrá que esperar.
Se muere de rabia por tener que estar ahí en la fila y le duele la mirada furtiva de la vecina de enfrente. Sus ojos de amargura eterna la penetran, se imagina que le clava las agujas de tejer y le advierte por lo bajo que tiene algo en la blusa, le señala más con la mirada y el tono, que con palabras y agrega:” che vos estas más gordita”
Se dio cuenta de que nunca podrá borrarla, de que tendrá que inventar excusas. La mira fijo a los ojos, la incendia, se da vuelta y se vuelve a casa sin las compras y sin palabras.
Resbalan las lágrimas por su cara, pero la camisa no se limpia, no son agua bendita y su panza chiquita se sacude con el ahogo de un llanto amontonado como pilas de papeles en un escritorio. Arrastra la bolsa vacía, busca la llave y ahí detrás del portón se apoya como contra la madera del árbol esa tarde.
SOBRE LA AUTORA:
Marcela Reynolds expresa que: “Escribo desde que tengo memoria, pequeñas cosas cuando era chica, allá en Morón ,Bs As: canciones, poesías, participaciones en revistas estudiantiles, concursos: algunos ganados. Después por falta de tiempo mientras desarrollé mi profesión docente en el Nivel Inicial. Estas inquietudes quedaron guardadas.
Me acerqué a la literatura nuevamente con curiosidad y avidez ahora con más tiempo y a partir de la participación en el taller literario de ADATA, me aproximé a la escritura de cuentos breves.
Participé en la antología de Expedientes en letra, primera edición. Publicaron algunos textos en el diario local”.