Hacía un calor espeso en la Ciudad de Buenos Aires y mi presión sobrevivía a base de caramelos masticables. Subí al auto a la altura del Cementerio de Chacarita y la mochila ya estaba en el baúl. La noche anterior la había armado sin pensar: una malla, ojotas, el jean negro de siempre y tres remeras. Ni siquiera doblé la ropa, fue fugaz, un pensamiento que estaba automatizado.
La ruta dos estaba vacía e hicimos el trayecto en menos de 5 horas. Siempre me pareció una locura la función “velocidad crucero” en los autos. ¿Cuál es la diferencia con manejar un karting? Elegís a cuantos kilómetros por hora querés ir y listo, te lleva solo.
Mar de Las Pampas es un sueño. Su tranquilidad y el perfume de la pinocha es envidiable. La casa estaba metida en el medio del bosque, sus paredes eran todas de vidrio con hormigón y tenía una cocina diseñada para ahorrar tiempo. Para la hora de la merienda una máquina incrustada en el mueble nos hizo café con leche y otra preparó pan casero para las tostadas. Nos sorprendía ver como los pájaros bajaban a buscar las miguitas que les tirabamos en el pasto. Encontramos horneros, carpinteros y alguna que otra torcaza.
A la noche, antes de dormir, nos pusimos la malla y decidimos zambullirnos en la pileta. Las luces lograban salir de abajo del agua y reflejar sus colores en el techo. Hicimos un par de largos, jugamos a ver quién aguantaba más la respiración y cuándo nuestros dedos ya parecían pasas de uva, salimos.
La semana había sido como esas películas donde creés que no pasa nada, hasta que todo se da vuelta de repente. Mi cabeza tocó la almohada y en ese momento entendí lo cansado que tenía el cuerpo.
Me pasa que no puedo dormir si antes no abro Twitter y me posiciono en uno de los dos bandos que genera algún debate muy poco trascendente. El de esa noche era Chat GTP, una inteligencia artificial que “interactúa de forma conversacional”. Mi novio se entusiasmó y le hacía todo tipo de preguntas ridículas al robot: “Escribime un proyecto de ley sobre el Aborto Legal”, “Armá un discurso en contra de la venta de órganos”, “Prepará una clase sobre suma y resta”. Las respuestas del otro lado tenían una precisión quirúrgica.
“Por favor, escribí una carta para una amiga que acaba de morir”, le pedí. Y me obedeció.
“Es difícil encontrar en este momento las palabras adecuadas para expresar lo que siento”, empezó a tipear el bot. “Sé que querrías que compartiera mis sentimientos con vos. Siempre fuiste amorosa e incondicional. Estuviste ahí para mí, sin importar lo que estaba pasando. Me diste fuerza para seguir adelante y lograr mis metas. Aunque no estás conmigo físicamente, sé que vas a estar en mi corazón. Te voy a recordar por siempre. Ahora, descansá en paz”, respondió. Y quedé helada.
Había estado todo el día intentando evitar este duelo, el hecho de dejar rastro escrito de mi dolor. Y una inteligencia artificial, con piel metálica y una tuerca por corazón, había logrado hacerlo por mí. Intenté desafiarla, pensé que iba a fallar, pero me ganó.
¿Cuándo pasó que un puñado de palabras se volvieron universales para describir una experiencia tan real e intransferible como la tristeza?