Hay una escena política que la Argentina no puede eludir. Esa escena es el mundo que habita, donde la desglobalización de la gobernanza es proporcional a la globalización de sus conflictos. La ilusión de una globalización pacífica se derrumbó a comienzos de este siglo y sigue sin ser restaurada. Los expertos hablan de un regreso a los tiempos de la geopolítica. Con nuevos modos y métodos, pero con un mismo objetivo: dirimir liderazgos. Entre varios frentes de conflicto donde se observan esas disputas hay dos, de primera magnitud, en plena evolución. Una guerra convencional en las barbas de Europa y una escalada bélica que intenta borrar del mapa a Israel.
Estados Unidos, el país más poderoso del hemisferio occidental no tiene una mirada común frente a esos conflictos. Las elecciones de este año pueden generar virajes importantes. El candidato republicano Donald Trump está hablando de una mediación entre Rusia y Ucrania más que de un soporte que el país invadido por Vladímir Putin reclama con desesperación. El candidato demócrata Joseph Biden ha comenzado a cuestionar la estrategia militar del israelí Benjamin Netanyahu, si bien mantiene su apoyo ante la amenaza de un ataque por parte de Irán.
América Latina no es ajena a esas oscilaciones. Ha vuelto a los tiempos de las dictaduras sangrientas. Nicolás Maduro y Diosdado Cabello se encaminan hacia otra farsa electoral en Venezuela donde han proscripto a toda la oposición. Es tan evidente la estafa que incluso sus aliados regionales como el colombiano Gustavo Petro y el brasileño Lula Da Silva intentan tomar distancia.
Gabriel Boric, presidente por la coalición de izquierda que gobierna Chile, ha denunciado el asesinato de un opositor a Maduro en territorio chileno, en manos de sicarios del régimen venezolano. Una intrusión aún más grave que la del ecuatoriano Daniel Noboa, que violentó el derecho internacional al invadir la embajada de México para detener a un exvicepresidente de su país condenado por corrupción.
En ese contexto, el presidente Javier Milei ha resuelto impulsar, según sus palabras, una nueva doctrina de política exterior para nuestro país. El enunciado formal de esa doctrina se concretó en un viaje a Tierra del Fuego -que no tenía previsto- en el que acompañó a la general Laura Richardson, jefa del comando sur norteamericano. Milei insinuó que una base conjunta en ese vértice del territorio argentino proyectará su impacto geopolítico hacia Malvinas y el territorio antártico. Complementó esa movida con el anuncio de una revisión de la base que tiene autorizada China en Neuquén.
Milei fue más a fondo: anunció que Argentina pediría la incorporación como “socio global” a la alianza militar más potente de Occidente, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Tras lo cual viajó a Dinamarca para concretar la compra de 24 aviones de guerra. En ese mismo marco de anuncios, Milei ratificó que Argentina mudará a Jerusalén occidental su embajada en Israel.
AMIA: imprescriptible, inalienable
Las novedades de impacto global no sólo provinieron de Milei. Saldando una deuda histórica, la Cámara de Casación Penal emitió un fallo contundente sobre uno de los casos más controversiales de la justicia argentina: el referido al peor atentado terrorista de la historia nacional, perpetrado en territorio argentino, contra ciudadanos argentinos. El atentado contra la AMIA, impune desde hace 30 años. La definición del tribunal es de una enorme significación jurídica: atribuye la responsabilidad a Irán como estado terrorista y a su milicia Hezbollah. Calificó esas acciones como delitos de lesa humanidad, imprescriptibles e inalienables.
La sentencia derrama consecuencias externas e internas. Durante el kirchnerismo, Argentina había resuelto consagrar la impunidad en la causa Amia mediante un acuerdo diplomático con Irán, tejido por el excanciller Héctor Timerman. Por ese tratado, los ideólogos y ejecutores del atentado quedarían absueltos de hecho, mediante el subterfugio de una “comisión de la verdad” donde los jueces argentinos debían preguntar a los asesinos -en Irán- si estaban amigablemente dispuestos a admitir sus culpas. Ese pacto fue denunciado como encubrimiento por el fiscal federal Alberto Nisman, que apareció muerto antes de explicar sus motivos ante el Congreso de la Nación.
Que Cristina Kirchner -la presidenta que firmó aquel pacto, la misma que fue denunciada por encubrimiento y en cuyo mandato apareció muerto el fiscal Alberto Nisman- quede ahora a la espera de las consecuencias jurídicas de un fallo que establece al atentado como un delito de lesa humanidad es un hecho que impacta en la escena política interna. Cristina viene desarrollando una estrategia opositora de bajo perfil. Sus votos en el Congreso son la base numérica de la obstrucción más intransigente al Ejecutivo nacional, pero ella dispensa sus opiniones en dosis homeopáticas, a la espera de que el ajuste económico le pase factura al nuevo oficialismo.
Milei especula con ese repliegue, pero su audacia, lanzada ahora a los riesgos de la nueva política exterior, tampoco parece estar fundada en algo más sólido que la alianza entre sus convicciones y un estado de opinión pública que por el momento le es favorable. Por el contrario, mientras el Presidente se arrojaba a las aguas agitadas del conflicto global, su propio bloque estalló en el Parlamento.
Se sabía que el mileísmo había armados sus listas legislativas con personajes ajenos a la experiencia política, pero la improvisación y la frivolidad con la cual administra el poder en el Congreso no deja de sorprender. Nada menos que la comisión de Juicio Político de Diputados -el patíbulo que algunos destituyentes sueñan para Milei- quedó al albur de salvajes pujas internas.
Hay una paradoja cuya literalidad se le torna insostenible al Presidente: la de decir en términos dogmáticos que usará el Estado para hacerlo desaparecer. De a poco (en el mejor de los casos) la literalidad libertaria deberá convertirse en pragmática liberal. Mal que le pese en el santoral a Murray Rothbard. Pero también puede empezar a agotarse otra contradicción de Milei: la de gobernar mediante el desbole político, mientras apuesta a crecer -interna y externamente- aumentando su propia fragilidad.