El edificio en el que trabaja la Corte Suprema de Justicia se erige como un templete umbrío, apenas a resguardo de la siesta porteña. Formales y cautelosos como monjes de clausura, los funcionarios que fatigan sus pasillos no suelen detenerse mucho tiempo en nada. Pero en el cuarto piso, donde cavilan los supremos, los abogados caminan ahora señalando un pasacalle imaginario: los fallos no se negocian.
Esa consigna fue enunciada durante la semana por el presidente de la Corte, Horacio Rosatti, ante un pleno de magistrados y es una convicción compartida por todos los miembros del máximo tribunal. Al final de un año aciago, la cabeza colegiada de la Justicia parece ser la única institución de los tres poderes constitucionales que se resiste a paralizarse frente a la crisis política.
Los hechos de mayor impacto sistémico están llegando desde los tribunales. Fue la Corte Suprema la que garantizó a la ciudadanía la posibilidad de un juicio oral en el que se examinó el comportamiento de los funcionarios investigados en la causa Vialidad. Y es también la Corte la que acaba de dar por concluido un debate vetusto al ratificar la condena a Milagro Sala, una erupción violenta del sistema político, alimentada irregularmente con fondos del fisco y cuotas de impunidad bendecidas a mayor gloria de Dios.
Bloqueos ajenos
El impulso de la Corte no se limita a evitar la parálisis que los otros poderes le proponen imitar. También a eludir el bloqueo que le intentan imponer. Hace un año inició un camino necesario y tortuoso, al declarar la inconstitucionalidad de la ley que regula el funcionamiento del Consejo de la Magistratura.
Hay sobre ese Consejo un debate intenso, entre quienes defienden su existencia conforme a la última reforma constitucional y quienes lo critican por su ineficiencia. Lo cierto es que la Constitución dispuso su funcionamiento. Las burocracias políticas de distinto signo han intentado desde entonces manipularlo para incidir en la administración de justicia. Desde diciembre de 2021 la Corte decidió recuperar el mandato constitucional y buena parte de la política entró en neurosis.
El frente gobernante optó entonces por la estrategia más irresponsable. Convencido de que ya no podrá manejar con sus enjuagues la selección y el disciplinamiento de los jueces, resolvió dejar tierra arrasada: intervenir para que el Consejo de la Magistratura no funcione. El método de parálisis elegido fue bloquear la integración de los representantes de las dos cámaras del Congreso.
La Corte Suprema advirtió esa intención evidente y después de amonestarla, dando un tiempo prudencial para que se corrija desde la política, destrabó esta semana la conformación del Consejo con una decisión propia. Nada que objetar. La administración de justicia no puede detenerse porque la política prefiera desertar de sus obligaciones.
Congreso congelado
Lo curioso del caso es que para bloquear la actividad judicial, el Gobierno recurrió a paralizar también el Congreso, cuya actividad necesita al menos para cubrir demandas esenciales, como la sanción del blanqueo que está pidiendo el ministro de Economía, Sergio Massa. Así como el oficialismo no leyó tras la derrota de 2021 los cambios que se venían en la Justicia, tampoco se las arregló para gobernar con los números ajustados que le quedaron en las dos cámaras del Parlamento.
Como dicen con ironía en los tribunales, el kirchnerismo tiene sus problemas de psicoanálisis resueltos: siempre la culpa es de otro. Un día los jueces, al siguiente la oposición, siempre los medios de comunicación. Bastaría con observar las señales que el propio Gobierno emite para entender que la parálisis afecta grave y originariamente al Poder Ejecutivo.
El Presidente armó un acto para celebrar los tres años de gobierno. Juntó a un puñado de funcionarios de segunda línea al lado del helipuerto de la Casa Rosada. No estuvo la vicepresidenta, ni el ministro del Interior, ni el de Economía, ni los gobernadores de las provincias afines. En su discurso, Alberto Fernández se enojó con quienes lo destratan por débil. Mientras, ofrecía por decisión propia la imagen de una fuerza política que cabría con holgura en un patio cervecero.
Liderazgo ofendido
Es que luego del enésimo repliegue catártico de Cristina Kirchner, el Gobierno se ha quedado otra vez con su principal liderazgo ofendido en el desván. En esa carencia de conducción parece imitar la dinámica más objetable de la oposición. Pero en desventaja. Porque, a diferencia de sus adversarios, carece además de candidatos competitivos.
Con su celebración de un índice de inflación mensual del cinco por ciento, Sergio Massa dió una señal para esa grilla vacía. Entre aplicar un programa serio de estabilización económica y alentar una candidatura posible, tiende a inclinarse por lo segundo. Su argumento es que “inflación mensual de cinco es mejor que inflación de siete”. Un razonamiento kaczkiano: está mal, pero no tan mal. Nada más funcional para una parálisis macroeconómica.
Los pueblos no siempre tienen los gobiernos que se merecen, pero suelen tener gobiernos que se les parecen. Acaso la política esté reflejando a su modo una parálisis más amplia de toda la sociedad. Porque cuando el país amanezca al final de su última morfina deportiva, no será un sol pascual el que la espere, sino un podio de frustraciones.
La inflación cuya baja festeja el Gobierno es la cuarta más alta del mundo. Antes sólo Zimbabue, Venezuela, El Líbano.