Cristina Kirchner ha dejado embretado a todo el frente gobernante en un ataque de amplio espectro contra el Poder Judicial. Que cuestiona, más que su funcionamiento, su legitimidad democrática. A instancias de la vicepresidenta, el Frente de Todos decidió combinar tres hechos: la media sanción de una ley para modificar la integración de la Corte Suprema de Justicia; un alegato político impugnando el juicio oral en el que la vice está acusada, y la vinculación sin pruebas del accionar judicial que la investiga, nada menos que con el intento de asesinato del que fue víctima.
Atrás quedaron las misas y las invocaciones místicas, las insinuaciones reflexivas sobre la conveniencia de un diálogo político que encauce los conflictos exacerbados de la polarización. La convicción restauradora del consenso dejó paso a una ofensiva donde queda expuesto el hueso del pensamiento oficialista.
El Senado de la Nación inició la sanción de una ley para cambiar la Corte de Justicia, pero tanto el contenido de lo aprobado como la falta de consenso para su aprobación dan cuenta de un despropósito.
El texto del proyecto comenzó a tomar forma cuando los gobernadores oficialistas firmaron en papel de embalar un pronunciamiento reclamando un vocal en la Corte para cada distrito. Sin que medie explicación (a menos que haya disminuido, sin que nadie se entere, la cantidad de provincias) ese proyecto fue enmendado para acotar el tribunal chavista de 25 miembros a 15.
El arrebato fue minimizado porque lo podría detener la Cámara de Diputados y el Gobierno tampoco tendría los dos tercios necesarios para designar a los nuevos jueces. Pero la condición testimonial de ese proyecto constitucional de una fracción no mengua su desmesura. Así como la bala inerte en la recámara del agresor de la vicepresidenta no disminuye en ningún sentido la gravedad de su tentativa, la democracia republicana tampoco puede quedar sujeta a ninguna amenaza institucional.
Asociación ilícita y alegato político
La segunda instancia de la ofensiva oficialista fue el alegato de Cristina Kirchner en la causa por los desvíos de fondos destinados a la obra pública. Los abogados de su defensa técnica deben haber sentido alivio cuando dejó de hablar de derecho: el cuestionamiento que Cristina quiso hacer contra la figura de asociación ilícita de la cual la imputan la dejó más vulnerable que la acusación de los fiscales.
El núcleo argumental de su alegato fue insólito: “Los gobiernos somos elegidos por el pueblo y no podemos ser nunca una asociación ilícita”. Nadie la está acusando por haber integrado un gobierno legítimo. Sino por haber coludido desde el Estado para enriquecerse, organizando y disponiendo las prerrogativas que dispensa el poder público en beneficio de un empresario que le devolvió esos favores con dinero.
La vicepresidenta no pudo desmentir que Lázaro Báez creó su empresa 10 días antes de la llegada de la familia Kirchner al poder nacional. Que en la década subsiguiente esa empresa se benefició con contratos millonarios en una magnitud que sólo podía inducir el Estado nacional. Y que ese contratista benefició a la familia Kirchner en sus negocios privados.
Esa línea probatoria tan simple y neta fue remarcada por el jurista Roberto Gargarella, para quien cabe en este caso la figura de asociación ilícita. A quienes reclaman poco menos que el estatuto firmado de una colusión ilegal, Gargarella les recordó que el derecho está acostumbrado a lidiar con figuras que no vemos (una sociedad comercial, una asociación de hecho). “No estamos buscando la ‘metafísica’ de la asociación ilícita, sino simples y comunes hechos que nos ayuden a verificar su existencia”.
Más grave que la falacia ad nauseam elegida por la vice para su defensa fue el argumento político que expuso. A su estilo (sin pruebas, pero sin dudas) Cristina Kirchner, vinculó el atentado del que fue víctima con el accionar de los fiscales y jueces que la investigan. Y, en un plano más difuso todavía, con las fuerzas de oposición. “Es como que desde el ámbito judicial se da licencia social para que cualquiera pueda pensar y hacer cualquier cosa”, dijo la vicepresidenta, mientras aludía a la banda de desgraciados que la atacó.
Es curioso el giro interpretativo: Cristina reniega de la autoría mediata de los hechos que se le imputan en el juicio que está en curso. Reclama que le muestren su firma en el decreto inexistente donde aparece aprobando el testaferrato de Báez. Pero para poner en autoría de los jueces nada menos que la instigación de un homicidio, le basta con la autoridad de su propia presunción.
Heredera del siglo XX, la vicepresidenta dejó al desnudo que su pensamiento permanece encandilado con aquella penosa novedad que su época trajo: los autoritarismos que nacieron entonces propusieron una conciliación imposible entre poder legítimo y poder arbitrario. Para eso apelan a la vigencia de una supuesta legalidad superior: leyes que presiden el movimiento de la Historia, con mayúscula.
Como la Constitución es un contrato ajeno a esa ideología, la desmerece como una norma menor. La Justicia que esa Constitución establece, es impugnada como lawfare contra los líderes populares. Y un juicio oral y público que los tenga como acusados, no configura otra cosa que derecho penal de autor.