Todo niño conoce la historia de caperucita roja.
Es una buena manera de hacerles comprender los riesgos de perderse en lugares desconocidos y peligrosos como el bosque.
“No te salgas del camino”.
“No hables con extraños”.
Son dos de las conclusiones que pueden sacarse del relato.
Pero nadie les avisa a los niños que la peor manera de perderse es hacerlo internamente.
Esa que se da al levantarte un día, verte al espejo y darte cuenta de que si bien por fuera estás igual que siempre, adentro todo es diferente.
Tranquilo, que esto le pasa hasta a los más sabios.
Es difícil eso de andar por un bosque sin salirse jamás del sendero.
Sin equivocarse.
Sin tentarse de seguir consejos de algún forastero.
Que a veces, en la vorágine de la rutina, renuncias a partes de vos mismo.
Te dejas ir de a poco.
Y, de pronto, no podes reconocerte en tu reflejo.
Lleva años sonar como uno mismo y se pierde en poco tiempo.
Alto, no te preocupes.
Mientras seas capaz de darte cuenta, todo puede solucionarse.
Que el problema de perderse siempre fue encontrarse.
No te asustes.
Tal vez no sepas quién sos o a dónde vas, pero si podes saber quién fuiste antes de perderte y de dónde venís.
Pues, aunque no lo creas, eso es un gran punto de partida.
Cuando te encuentres perdido.
Cuando no sepas quién sos.
Cuando tengas miedo de mirar tu reflejo.
Respirá hondo.
Tenete paciencia y no te culpes.
Pensá en las razones que te trajeron hasta el lugar en dónde estás.
Reconocé las cosas que necesitas cambiar.
Lo que querés recuperar y todo lo que sea mejor perder que volver a encontrar.
Que, si no fuera algo corriente, no les contarían a todos los niños la historia de caperucita.
Darte cuenta de que te soltaste a vos mismo es doloroso.
Y es largo el proceso de reencuentro.
Pero vale totalmente la pena.
Pues, cariño, a veces, solo al perderte lográs realmente encontrarte con lo más profundo de vos mismo.