Cuando aún no se discutía si las mujeres tenían derechos -allá por principios del siglo XIX- ella, con 14 años, se negó a casarse con el pretendiente que sus padres querían imponerle. Y fueron tan convincentes sus cartas y pedidos, que un virrey y un obispo la escucharon y así se casó con el hombre que amaba desde la infancia: su primo segundo -el que luego sería coronel- Martín Jacobo Thompson, un buen mozo de aquellos que llamaban la atención de las "niñas" cuando entraba en un salón.
El destino la dejó viuda del hombre que amaba, pero tuvo el valor necesario -sin ser infiel al recuerdo de su primer amor- para volver a casarse con un emigrado francés, Jean Baptiste de Mendeville. Sin embargo, en cuanto éste -que tenía un carácter controvertido- se convirtió en un estorbo, no dudó en dejarlo de lado y seguir con su vida. Es probable que no haya estado entre las que criticaron a Camila O´ Gorman por sus pecados de amor, puesto que alguna vez escribió: "Mujer que tiene pasiones tiene méritos, y sea en la clase que sea, tiene corazón, y es lo que aprecio." Años después, para escándalo de muchos, luchó para salvar a Clorinda Sarracán -a quien habían casado muy joven y contra su voluntad- de la pena de muerte, acusada de haber sido instigadora y partícipe en el asesinato de su marido.
Condescendiente con las pasiones humanas -se entiende, con las de las mujeres, puesto que las de los hombres eran aceptadas- escandalizó a su hija al escribirle: "De las mujeres impecables tiemblo: son perversas; pero no digas esto, hija, porque me tendrán por bandolera, pero es que yo entiendo la virtud por otra cosa." Y rozando los 70 años, escribió: "¿Quién diablos inventó el matrimonio indisoluble? Es una barbaridad atarlo a uno a un martirio permanente." Siempre estuvo junto a los perseguidos -en sus cartas se aflige por la situación de las comunidades indígenas del país-, los exiliados y los jóvenes, a los que brindó su casa, presentó a sus amistades y ayudó con su poder social. Y cuando fue necesario, ella misma marchó al exilio.
Siendo una porteña orgullosa de su patria, anhelaba partir hacia tierras lejanas y no le faltaron caballeros que quisieran servirle de escolta. Nunca pudo alejarse del Plata.
Era una anciana para el canon de la época, pero su corazón no tenía edad y se enamoró de un hombre más joven -Echeverría- a quien la unió un amor espiritual e idealizado. Tenía por confidente un naranjo, del que hablaba con sus nietas, cuya sombra cobijó sus juegos infantiles, los encuentros fugaces con el primer amor, las tertulias de su juventud, las de su madurez y los años de ancianidad.
Dicen que el día que María Josefa Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velazco y Trillo, dos veces viuda y casi centenaria, murió en la casa amada que heredó de su madre, aquel árbol añoso se derrumbó de dolor. Quizás, a pesar de ese anhelo de alejarse que nunca concretó, pensaba como el poeta Ataliva Herrera: Feliz quien nace y muere Bajo la mansa luz del mismo cielo: Si en los zarzales el dolor le hiere, Sus lares le propician el consuelo.