¿Qué se siente al bailar en el escenario del Colón? Esa es una de las primeras preguntas que surgen cuando se está frente a una de las bailarinas del legendario teatro de Buenos Aires. Y las respuestas rara vez varían: “Es algo mágico”. Sin embargo, la primera vez que uno entra al imponente edificio resulta difícil encontrar algún elemento maravilloso. Aquellas zonas del teatro que nadie ve, y que tanto misterio guardan, sólo generan la sensación de estar en un laberinto: muchísimos pasillos blancos, pisos de mosaico, escaleras y puertas de metal todas idénticas. Los camarines son habitaciones blancas, con largos espejos y algunas sillas en cuero negro. Nada parece romper ese ambiente estático hasta que, sin quererlo, el laberinto nos para frente a una pesada cortina de terciopelo.
Una vez atravesado el umbral, los sentidos entran en un mundo de fantasías. Toda la sala brilla como si fuera de oro puro: palcos dorados, butacas color carmín, cientos de candelabros y una tenue luz ambarina que ilumina hermosas figuras pintadas en el techo. El enorme escenario es el centro de atención, con sus pisos de madera oscura y el telón rojo que cae a los costados. Es imposible no imaginarse parado allí arriba, frente a una sala llena de espectadores. ¿Qué se sentirá bailar en el Colón? Tiene que ser algo mágico.
Y es por esa sensación, por el cosquilleo que genera danzar frente a tantas personas en ese prestigioso teatro, que muchas jóvenes dedican sus vidas a ello. Tal es el caso de Virginia Solís, Melina Hojman y Agustina Flores, tres adolescentes que dejaron desde muy chicas sus ciudades en el interior del país para poder estudiar ballet en la escuela del Teatro Colón de Buenos Aires. Una rutina llena de sacrificios y perseverancia, un camino que las acerca un poco más a su sueño de ser bailarinas.
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Melina era una nena inquieta. Ya a los 4 años, debido a su exceso de energía, su madre había decidido llevarla a hacer diversas actividades. Empezó gimnasia artística, ballet, inglés y comedia musical. A Melina no le molestaba estar todo el día ocupada, corriendo por no llegar tarde a sus compromisos o faltando a fiestas de cumpleaños para ir a sus ensayos. Pero con el correr de los años, había algo que le fascinaba sobre el resto de las cosas, y eso era el ballet. Comenzó a tomar más clases y sus profesores notaban que tenía condiciones. Cuando su Paraná natal le quedó chico, su madre le propuso prepararse para ingresar al ISA, el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón. Con tan sólo 10 años Melina viajó a Buenos Aires y se presentó a las pruebas. Fue una semana en la que debió atravesar primero un examen físico donde médicos y maestros tomaban medidas, pesaban y examinaban los cuerpos de las chicas. Quienes superaban esa etapa se presentaban a dos exámenes de danzas donde se evaluaba la técnica. Finalmente tenían que rendir francés y música. Melina fue una de las tres chicas que ingresaron en su nivel. Una privilegiada, si se tiene en cuenta que de 200 aspirantes que se inscriben por año en el Colón, sólo unos 40 logran entrar.
“Cuando me enteré de que me habían aceptado volví a Paraná, le avisé a toda mi familia y me vine a vivir a Buenos Aires con mi mamá. Es una ciudad muy distinta pero no fue difícil adaptarme porque era lo que yo quería, entonces no me costó tanto dejar a mis amigos y mis cosas. Yo quería bailar y lo demás no me importó mucho”, recuerda Melina siete años después. Hoy ya es una estudiante del último año y en febrero próximo se mudará sola a Montevideo, donde fue seleccionada para ser bailarina del ballet que dirige Julio Bocca.
Como ella, muchas otras chicas se ven obligadas a dejar sus ciudades si quieren avanzar en el mundo de la danza. Un sacrificio individual, pero que requiere el esfuerzo y la ayuda de la familia. Esa es también la historia de Virginia, oriunda de Metán –una localidad de Salta– quien se mudó a Buenos Aires a los 14 años luego de haber entrado como becaria en el Colón.
"Cuando me aceptaron en el teatro mi familia no me dejaba venir porque decían que yo allá tenía todo: la escuela, mis amigos, mis parientes", cuenta Virginia. "Yo les debo todo a mis abuelos. Me sacaron el pasaje a escondidas y me vine con ellos. Dijeron que se hacían cargo. Dejaron su casa, todo, y se vinieron a vivir a Buenos Aires por mí".
Pero aunque el gesto era hermoso, no todo tuvo color de rosas en los comienzos. “Estuvimos como una semana en un hotel sin conseguir departamento. Un lío porque no nos aceptaban la garantía por ser del interior, estábamos apretados económicamente. A la mañana iba a mis clases y a la tarde los ayudaba a buscar. Ibamos por todos lados, yo dormía en el piso en un colchoncito. Recién a los 10 días pudimos conseguir un departamento y estar un poco más tranquilos”.
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6 a.m. El celular suena fuerte y a la misma hora, como todas las mañanas. Virginia se levanta, se cambia y va hasta la cocina a poner la pava para el mate. Luego entra al baño y comienza la preparación: recoge su pelo castaño en un rodete prolijo, se pone corrector de ojeras y un poco de rubor para disimular el cansancio en el rostro. Después de desayunar arma la mochila y sale rápido de su casa a tomar el colectivo 39 hacia el Colón, ya que a las 7.30 comenzarán las clases de ballet. Después tendrá un tiempo libre, pero a la tarde deberá regresar al teatro para comenzar los ensayos.
“Ahora tengo un poco de descanso, pero cuando iba al colegio no paraba un segundo”, explica Virginia. “Mientras el Colón estuvo en reparación, en 2008, teníamos nuestras clases en Villa Luro. Fue un año en que tomaba el colectivo a las 6 de la mañana, llegaba y tenía clases hasta el mediodía. Como entraba al colegio a las 13, me tomaba el colectivo de vuelta, comía ahí arriba, dormía un poco y me bajaba en la puerta de la escuela. Salía y entraba a ensayar. Ese año fue durísimo. Llegaba el viernes y me quería morir”.
Hoy Virginia tiene 20 años y hace ya 3 que egresó del colegio, requisito indispensable para que el Colón otorgue su título a las bailarinas. Sin embargo, el teatro no obliga a que sus estudiantes vayan a la escuela de manera presencial. “Yo decidí rendir las materias de forma libre. Lo hago en un colegio del Ejército que permite esa modalidad”, aclara Agustina, una joven marplatense de 17 años que se encuentra en 6to. año de la carrera. Cuando no está en el teatro, Agustina toma clases particulares de danzas y va a pilates, para no perder el estado físico. Si no tiene que estudiar para el colegio se junta con sus amigos, pero siempre prefiere elegir planes tranquilos: “Creo que no saldría a boliches, aunque me gustara, porque sé que tengo que cuidarme y estar descansada. Además el sábado a la tarde y el domingo son los únicos días que descansás y te da ganas de realmente usarlos para eso”.
Y es que en la mente de las bailarinas, las prioridades no son como las de la mayoría de las adolescentes. "Yo creo que la persona que hace danzas es distinta a las demás", reflexiona Virginia. "Por ahí sos chiquita, te invitan a una fiesta de cumpleaños y preferís faltar para ir a ensayar. Uno ya tiene una mentalidad distinta, lo que te gusta es bailar. Sé que estoy acá para eso y voy a intentar hacerlo lo mejor que pueda".
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Cuando se piensa en ballet, inevitablemente se piensa en el cuerpo. Uno, como espectador, observa sobre los escenarios a esas figuras estilizadas y ágiles, que parecen de pluma y hacen sentir que todo es fácil. Las piruetas, los aplausos, el fin. Pero nadie puede ver lo que pasa cuando cae el telón.
"El tema del físico es constante en una bailarina. Acá te dicen si tenés que cuidarte o adelgazar. Pero solamente vienen y te dicen eso y uno tiene que controlarse sola. A mí me lo dicen todo el tiempo, es como una tortura constante. Hay veces que me pongo muy mal y hay otras en las que entiendo que tienen razón y que me tengo que cuidar. Además la danza es una carrera muy egocéntrica, uno está todo el tiempo mirándose y aunque no quieras terminás siendo egoísta", confiesa Melina.
Hay otras chicas, como Virginia, que no sufren el tema del cuerpo, aunque saben que para bailar deben tener buen estado y alimentarse correctamente. “Gracias a mi genética nunca me tuve que cuidar. Igual una tiene que estar bien alimentada, no podés dejar de comer para bajar de peso y, si lo hacés, los profesores lo notan”.
Pero ser bailarina no implica sólo cuidar el cuerpo. Requiere también una personalidad fuerte y con confianza para poder sobrellevar la competencia del ambiente. Melina aprendió la lección un caluroso diciembre, cuando debía rendir el examen final para pasar al próximo año del Colón. Su madre ya le había comprado las zapatillas de punta, el arma imprescindible para poder pararse en el escenario en puntas de pie. Pocos días antes del examen, Melina fue a buscar sus zapatillas al vestuario y vio que una había desaparecido. Les preguntó a sus compañeras pero todas desviaron la mirada. Las zapatillas de punta son muy caras, y su mamá no pudo comprarle otras. El día de la prueba tuvo que rendir con un par viejo que tenía guardado.
“Yo, para soportar todo, intento no demostrar cuando estoy mal. Delante de los maestros o de mis compañeras”, cuenta Melina. “Mi mamá es mucho para mí, ella me escucha todo el tiempo. Llego a mi casa y me desahogo con ella. Está en uno intentar hacer oídos sordos y no dar importancia a lo que te dicen. Aunque a veces se hace difícil. Muy difícil”.
Agustina sufrió una suerte similar cuando en la función de fin de año, minutos antes de subir al escenario, desapareció el traje que tenía que usar. "Esas cosas me generan muchísima angustia, porque es horrible saber que estás compartiendo clases y ensayos con gente que el día que vos te lesiones va a salir a hacer tu parte sin ningún tipo de piedad. Uno sabe que es así. Pero hay que dar lo mejor y no compararse con el resto. Es la única manera de poder seguir".
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Son las 9 de la mañana y hace más de una hora que Melina, Virginia y Agustina comenzaron su clase del día. Con un pianista tocando un adagio de fondo, la imagen recuerda a uno de los mejores cuadros de Degas: una fila de rodetes perfectamente peinados, cuerpos delgados ceñidos por mallas brillantes y piernas musculosas que se mueven con armonía, siguiendo el compás de la música. Estamos entrando en diciembre y falta muy poco para la función de fin de año, ese día tan esperado en el que todo el esfuerzo se compensa cuando las chicas se suben al escenario del Colón. Los nervios se sienten durante los días previos. Ensayar más seguido, probarse los trajes, comprar las zapatillas de punta. Para una bailarina del Colón todo es incertidumbre. Actualmente el teatro tiene su cuerpo de ballet cerrado a las audiciones, lo que significa que las estudiantes deberán buscar su futuro en otro lado, ya sea en algún ballet de Argentina o en cualquier parte del mundo. La competencia es ardua, y en las etapas finales todos tienen muy buen nivel.
Pero nada de eso importa el día de la función. Las bailarinas esperan con nervios tras bambalinas, hasta que finalmente llega el momento de salir al escenario, dejarse fluir y simplemente bailar. Para Virgina –como para todas ellas– ese momento es mágico.