Pinceladas literarias en Vía Tres Arroyos: “Primer Plano”

Un nuevo cuento de Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias en Vía Tres Arroyos: “Primer Plano”
Pinceladas literarias en Vía Tres Arroyos: "Primer Plano"

Valentina Pereyra nos vuelve a deleitar con un nuevo cuento de su autoría, en esta oportunidad “Primer Plano”, cuento presentado en el Gran Premio Banco Provincia - Literatura 2024.

Primer Plano

Rosa se levantó temprano para prepararle el desayuno a su hijo antes de que se vaya a trabajar. Hizo tostadas y café bien cargado que cortó con un chorro de leche como a él le gusta.

Lo llamó varias veces a pesar de la insistencia del despertador. Sacó la vianda de la heladera y la envolvió con una bolsa doble para evitar que manche el buzo que le puso adentro de la mochila. Lo despidió, terminó de repasar el baño, la habitación de su hijo, y a las once y media enciende el televisor que está en el living.

A las doce en Crónica pasan los números de la quiniela. Antes de empezar con los menesteres culinarios se para frente a la pantalla que muestra los disturbios en Plaza de Mayo. La Policía Montada reduce a los manifestantes y un grupo de moteros protege con sus máquinas y cuerpos a las Madres que hoy no caminan en círculo. Apoya la cola en la punta del sillón, Rosa clava los codos en sus rodillas y ensarta la cabeza entre las manos.

Esta mañana habló con su vecina por teléfono mientras mateaba, las dos se aliviaron de vivir a tantos kilómetros de la revuelta, y se prometieron intercambiar información. La televisión brama furia a través de las cámaras: policía con escudos antibalas, carros de ataque, balas de goma, caballos al galope sobre la plaza; manifestantes en cuero, caras tapadas, hondas cargadas con pedazos de veredas, mujeres y hombres golpeando cacerolas exigiendo los ahorros de su vida.

Rosa deja la tele y se concentra en lo que le importa: tener el almuerzo listo para cuando llegue su hijo. De tanto en tanto se asoma al living para ver qué pasa en la Plaza de Mayo.

Como cada mañana, pone la mesa antes de que la comida esté lista. En una punta el plato de su hijo y enfrente el suyo. En el centro apoya la botella de gaseosa azucarada y el pan blanco arriba de su servilleta. Apura el tuco para que esté listo al mediodía.

Rosa tira los aros de cebolla que caen al aceite hirviendo, agrega el tomate y unas ramitas de romero. Pone a calentar el agua y busca en la alacena el último paquete de fideos. La música de las placas rojas de Crónica la alertan y pispea desde la cocina las imágenes de corridas, gritos y periodistas heridos que hablan de “la revolución del hambre”.

Crepitan las cebollas y Rosa se seca la frente con el delantal. No es la primera crisis que atraviesa desde que quedó viuda y tuvo que pagar el crédito que sacaron en dólares durante el uno a uno. Los pocos ahorros que pudo tener los guardó en el cajón de las bombachas y le alcanzaron para que su hijo se compre la moto y trabaje por su cuenta.

Sube el volumen de la tele y sigue con la comida, levanta las hornallas, revuelve el tomate y lo separa del fuego, “el tuco siempre espera a la pasta”. Rosa fue modista antes de casarse, cocía las sábanas para los ajuares y las toallas para el Hotel La Bienvenida, las cortinas para el restaurante del gallego Muñoz y las mortajas para la funeraria de los González.

El esposo insistió para que deje el trabajo porque ya tenía un hombre en la casa y ella obedeció. Tomaba algunas costuras de vecinos y parientes que le dejaban unos pesos para ayudar a su hijo en los estudios o para las salidas cuando el padre no le tiraba ni un mango. Se mantiene con la pensión y con la costura que mermó por la compra de ropa importada que si se rompe, se descarta.

Antes de que las burbujas rompan el hervor vuelve al living, ¡pobres diablos! dice mientras el periodista desde el estudio del canal de TV anuncia la renuncia del ministro de economía Domingo Cavallo. El notero informa que el presidente tiene las horas contadas.

Salta de canal en canal, pero en todos dan la misma noticia, que la cosa está brava, que la policía reprime, que el pueblo quiere comer. Las cámaras apuntan al cielo, un helicóptero despega de la terraza de la Casa Rosada con un presidente que decide su propia expulsión.

Pasaron quince minutos de las doce, se acerca a la ventana, las vías vacías, la calle despoblada. Pierde la vista en el horizonte de polvo y laureles de jardín. Rompe cuidadosamente el paquete de tallarines Molino, los que le gustaban a su esposo, y los empuja con cuidado hacia el fondo del agua hirviendo. Se retuercen de inmediato y cambian el color amarillo fuerte por uno algo más pálido, los meterá en el tuco cuando estén a punto.

Con el ir y venir de la tele a la cocina se olvida de agregar aceite al agua. Busca en la despensa la botella que le queda, la abre y descarga el líquido viscoso que flota entre las burbujas dominadas por la furia. Una gota la quema y le saca un quejido y una puteada. Se envuelve la mano con el repasador, mira el reloj de pared, faltan diez minutos para las doce. Los gritos de los manifestantes llegan desde la tele y se confunden con su propio grito de dolor.

Las cámaras de Crónica se pasean entre las patas de los caballos, se detienen en unos muchachos ensangrentados y enfocan a los heridos que arrastran hacia las ambulancias. El ruido del agua que cae sobre el fuego la devuelve a la mesada, lejos de la pantalla; busca el colador, retira la olla del fuego y vuelca el agua; junta los fideos con la espátula de acero y los deposita adentro del tuco. Su hijo debe estar por llegar.

La noticia a esta hora son los moteros, largas hileras de hombres en dos ruedas que circulan alrededor de la plaza y no dejan que la Policía Montada avance contra las Abuelas que hacen vigilia frente a la Casa Rosada. “Que se vayan todos”, grita la gente, ella se acuerda de las elecciones de octubre.

Sacude la sartén para que no se peguen los fideos y se asegura de que haya queso rallado suficiente para los dos. Se asoma a la calle, pero todavía no aparece su hijo. Regresa a la tele justo cuando las cámaras repasan los rostros de los caídos.

El olor a quemado la distrae y corre a apagar el fuego, le parece ver una nube de polvo que se acerca. Abre la puerta, pero es la Zanella del hijo de su vecina. La música de placa roja de Crónica TV la devuelve al living. Las cámaras enfocan a los heridos y un periodista relata agitado los últimos momentos de las víctimas.

Caballos, policías, motos, manifestantes, las Abuelas, los que hacen delivery, balas de goma, balas, balas, balas; heridos, ambulancias, veinte muertos, moteros muertos, imágenes sensibles, De la Rúa yéndose en helicóptero, inocentes, represión, no identificados…La cámara salta de un rostro al otro.

Rosa gira porque siente la puerta, es el viento. Una, dos, tres cabezas ensangrentadas, la cámara se queda con la cara de ojos fijos. Rosa apoya su cola en la punta del sillón e inclina el cuerpo. Reconoce esa mirada. El muchacho que ocupa la primera plana mira a su madre. Rosa apoya las yemas contra la pantalla, la rasguña, recorre el pelo pegoteado e intenta limpiarlo, trata de cerrarle los ojos.