Valentina Pereyra nos presenta un nuevo cuento en nuestra sección Pinceladas Literarias en Vía tres Arroyos en esta oportunidad:
La mancha roja
El concejal irrumpe la reunión de la Comisión de Obras Públicas con un fibrón en la mano. Busca el plano de la ciudad que cuelga descolorido sobre un fichero gris metalizado en la pared. Apunta a uno de los sectores de la ciudad y marca un punto rojo, justo en la intersección del arroyo del Medio con el camino de Cintura. Acá tenemos que abrir una calle, dice. Es un despropósito seguir manteniendo este terreno cerrado. El punto rojo se agranda y se extiende en el espacio a otros terrenos linderos formando una mancha roja.
Una concejala opositora le recuerda que en ese lugar vive la familia González y que tienen sus ranchos en la zona desde hace años. El concejal marca un gran círculo y el plano escupe cuadrículas y un enorme triángulo sin población aparente.
Los otros seis concejales que conforman la comisión siguen con la mirada el trazo rojo y esperan la explicación pertinente. El concejal se sienta en la punta de la mesa de madera caoba y prepara el discurso final.
-Necesitamos que la calle Olavarría continúe hasta el arroyo. Enfrente van a hacer un barrio privado y este lugar quedaría librado a la desidia de esta gente que lo único que hace es acumular mugre, tener hijos y convivir con los chanchos y las cabras.
El presidente de la Comisión de Obras Públicas le pregunta si el tema que trajo está en el orden del día y le solicita que presente por escrito el proyecto para que emitan criterio: el ingeniero del área, los directores de obras públicas e infraestructura, los agrimensores, los especialistas en seguridad y tránsito, el abogado de la Municipalidad.
- Pero, eso es burocracia pura. Si querés decirme que no, mirame a los ojos y cantame la justa. Les digo que es un grano en el culo esta gente. La ciudad tiene que crecer, progresar y si no abrimos la calle para que el dueño de la inmobiliaria que está a cargo del nuevo barrio pueda lotear también ahí, estamos yendo en contra de la evolución.
La concejala opositora recoge el guante y se para entre el plano y la silla donde está sentado su compañero que le da la espalda.
-En este lugar vive una familia grande: abuelos, hijos y nietos; una granja y un emprendimiento de venta de chatarra que traen del basural. Tramitamos la luz para ellos después de la tragedia.
El concejal hace girar el fibrón rojo sobre la mesa y lo detiene intempestivamente tal cual el juego de la botellita. El capuchón apunta a su compañero de bloque a quien le pide que dé su opinión. Pero antes de que el hombre abra la boca, la opositora lo interrumpe.
-¿Vos con quién hablaste? ¿Quién te pide esta gestión?
En ese momento el secretario del Concejo Deliberante cercano a la concejala opositora le envía un mensaje de texto y señala su celular para que ella lo lea. La mujer rodea la mesa al tranco, levanta el teléfono que abandonó un rato antes sobre la pila de expedientes a tratar, es la secretaria de la Comisión, y abre el último WhatsApp: “Hoy lo vi entrar al despacho del intendente con el dueño de la inmobiliaria”.
La concejala se mete el celular en el bolsillo trasero del jean y arremete contra el plano por segunda vez. Vuelve a preguntarle a su compañero las razones por las que deberían abrir esa calle y quién estaría interesado en eso. La mesa calla.
El papel gastado del plano de la ciudad no absorbe la tinta roja que se desliza tomando cada vez más territorio. Los testigos, sentados alrededor de la mesa de la sala de sesiones, enderezan su cuerpo y pegan la espalda al respaldo de las sillas; cruzan las manos sobre carpetas vacías de ideas y repletas de compromisos y, esperan silenciosos a que se desate el vendaval. La concejala de pie increpa dos veces más al concejal y lo obliga a girar.
-Así estamos con gente como ustedes que apañan vagos. La gente necesita terrenos para hacerse la casa y nosotros tenemos todo esto (señala el plano) ocioso y se lo regalamos a unos tipos que no suman nada.
Del fondo de la sala uno de los periodistas que habitualmente cubre las reuniones de comisiones aventura una pregunta que desarma el entramado de preguntas sin respuestas y la posible recomposición de un plano que, olvidado por años, cobra protagonismo sin buscarlo.
-¿Esas familias son las que ayudaron el invierno pasado?
El secretario le pide al periodista que se retire y le dice que al finalizar el encuentro le darán información precisa sobre lo ocurrido. La concejala opositora hace circular su celular y todos miran una serie de fotografías.
- Ah, esta es la gente del tema del bebé.
- Me acuerdo que rechazaron las viviendas del barrio y se quisieron quedar en esos ranchos.
- ¿No fuiste vos la que estuvo en todo esto y les consiguió la luz? ¡Raro que no quedó nadie pegado!
La concejala opositora recupera su celular y se sienta frente a su compañero al que le pregunta qué opina.
-¡Qué sé yo! Fue una desgracia, un poco se la buscaron, podían irse a vivir a una casa de ladrillos y se quedaron.
La mujer se pone de pie, abre la puerta de la oficina e invita a la prensa, sin consultar al resto de los concejales, que ya está enterada de que adentro pasa algo interesante. Después se acerca al plano de la ciudad, lo descuelga y lo pone en el centro de la mesa.
-Acá, donde él marcó con su fibrón, debajo de la mancha de tinta roja, no hay líneas rectas, curvas, cuadrículas, rosa de los vientos. Acá, hay gente.
Vuelve a encender su celular y pasa por delante de los cinco periodistas de los medios más populares de la ciudad que apuntan todo, graban y sacan fotos desde el fondo de la sala. Esta imágenes son de algo que pasó el invierno pasado y lo que voy a contarles no es de película o la reversión caprichosa de alguna serie del sub desarrollo.
Mira de reojo al secretario del Concejo buscando algún gesto de aprobación, pero se da cuenta de que en ésta, está sola. Entonces adopta una postura entre solemne y lloricona. Inclina su cuerpo hacia el plano y señala la mancha roja que dejó la tinta del fibrón sobre los terrenos que van desde el Camino de Cintura hasta el arroyo en línea recta con la calle Olavarría.
Cuenta que una noche de julio del año pasado un remisero amigo le golpeó la puerta de su casa. Lo escuchó a pesar de que eran las diez de la noche y antes de irse con él entró a la casa y le encargó a su hijo mayor que terminase la cena. Para enfrentar la helada que caía se puso la campera, los guantes y la bufanda y fueron para el hospital. Ahí esperaron a que una mujer joven con su bebé en brazos subiera al auto.
La chica se secó las lágrimas con la mantita de lana que cubría la cabeza del hijo que llevaba a cuestas. Dijo que la habían mandado a su casa porque no tenían lugar en el Hospital para internar a su bebé y que ella misma podría darle oxígeno si durante la madrugada no respiraba bien. Eso explicaba que la chica le pidiera al remisero, antes de entrar al auto, que la ayudase a subir un el pequeño tubo oxidado que le habían prestado para las nebulizaciones.
El remisero agarró por la ruta 228 y después dobló a la izquierda en el camino de cintura; hicieron unos metros hasta que finalmente bajó por un camino entoscado que terminaba en un chorizo de ranchos inclinados hacia el arroyo. Las luces del auto permanecieron prendidas porque las casuchas no tenían ni un solo foco del lado de afuera.
Entraron a una de las viviendas tras atravesar una bolsa de arpillera. Adentro, en el único ambiente de la casa, el resplandor tembloroso de una vela le daba luz a la escena. Pegado a la pared de cartón del fondo, un catre repleto de ropa apilada y mal oliente; en el centro de la habitación una mesa de madera de tres patas se sostenía apoyada a una lata de pintura; dos latas iguales hacían las veces de banco; en un rincón, una salamandra renegrida sin fuego y arriba un cordel, atado a los laterales del rancho, sostenía una bombita eléctrica quemada.
La chica apoyó al bebé en una caja de manzanas sobre la mesa y encendió dos o tres velas más que ahumaron lo que quedaba de aire. El remisero acomodó el pequeño tubo de oxígeno mientras la mujer sacaba de una bolsa de mandados de tela negra una mascarilla y unas gomas que la enfermera del turno le había alcanzado.
La concejala le prometió ayuda; esperó a que la mujer le diera la teta al bebé que había vuelto a toser sin parar. La humedad de las paredes hechas con retazos de telas viejas, bolsas, chapas mal clavadas y cartones despedía el olor que queda después de mezclar pis con humo, humedad y mugre. El remisero se paró cerca de la entrada, la concejala acarició la cabeza del bebé y le acomodó al lao de la silla donde estaba sentada el tubo de oxígeno.
Antes de irse, le pidió que no encendiera el fuego y que controlara que las velas no se apagaran. La chica les dijo que no iba a moverse de ahí hasta que llegara su esposo del basural.
El plano yace en el centro de la sala y el concejal a cargo del fibrón lo destapa. La concejala opositora se lo arrebata y marca un nuevo círculo, esta vez, sobre la cuadrícula donde se emplaza la municipalidad. Baja la cabeza y apoya ambas manos sobre el borde de la mesa. Una voz que sale desde sus entrañas grita: ¡Lo mataron!
Se endereza, va hacia su compañero, le oprime el hombro y le cuenta que el bebé no pasó aquella noche bajo cero; dice que su padre llegó demasiado tarde para encender el fuego y que la chica se durmió sosteniendo la mascarilla sobre la cara del hijo. Después de eso, el secretario de acción social envió condolencias y se hizo cargo de un funeral de cajón blanco al que asistieron todos los González.
El concejal relojea la cara consternada de los periodistas. Se pone de pie y vuelve a colgar el plano sobre la pared. Empieza a nombrar las calles que rodean los terrenos que, según aclara, tienen dueño y no son los González.
Le pide a los concejales que traigan una opinión sobre los terrenos que se podrían lotear y le pide un trapo húmedo al secretario del Concejo.
Frota con ímpetu la rejilla sobre el papel del plano intentando limpiar la mancha que se hizo después que él marcase un punto. Refriega, le pasa la manga de su saco, refriega, repasa la superficie mojada con la yema de sus dedos. Siente la respiración agitada de la concejala que lo vigila. La mancha no cede, se agranda, empieza a chorrear tinta sobre la pared que sostiene al plano. Tira el trapo contra el piso, lo pisa y lo patea hacia la puerta.
La tinta negra, ahora se desdibuja, los nombres de las calles se vuelven ilegibles y, sobre los terrenos de los González sus ranchos tambalean y se borran.
Sobre la autora
Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.