Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias, en esta ocasión con el cuento “Cenizas” de Valentina Pereyra.
Cenizas
Llegué en el vuelo de las diez de la mañana. Tengo el ticket de regreso a las ocho de la noche, así que me da tiempo para llegar al hotel, dejar a mi marido en la habitación y volver para subirme al avión de vuelta a casa. Me acerco a un taxista que fuma apoyado en el techo de su auto y él mueve su cabeza indicándome que me suba. Me mira de reojo por el retrovisor cuando le doy la dirección: Hotel Grand Splendid.
-Señora, ahí no hay nadie, usted debe estar equivocada.
-Lléveme.
El hotel está a treinta kilómetros del aeropuerto por una ruta que zigzaguea entre palmeras. El sol, cerca del cénit, brilla y sube la temperatura. Aprovecho y me echo una siestita. El taxista prende el aire acondicionado y cierra un vidrio que separa su habitáculo de la parte trasera del auto. Me siento en diagonal a él y sostengo la cartera sobre mi falda para que no se tambalee con el movimiento del auto. Inclino la cabeza sobre la ventanilla y me duermo.
-Llegamos, señora.
Había visto las fotos que publicaron los diarios los días posteriores al incendio, pero es la primera vez que miro en vivo y en directo toda la destrucción que causó el fuego. El edificio de dos plantas, techo de tejas españolas rojas y paredes blancas está todo cubierto por enredaderas y pintado de hollín.
-Espéreme, por favor.
-Me quedo quince minutos, no más.
- ¿Está asustado?
-No, doña, pero acá hay fantasmas.
No le contesto, saco la urna de la cartera y la sostengo con las dos manos, bajo del taxi y camino hasta la puerta principal.
-Termino y me lleva de nuevo al aeropuerto.
El sendero que va hacia la puerta principal del hotel está construido de piedras de lajas azules cubiertas de yuyos que nacieron entre sus uniones y las taparon por completo. Aplasto el pasto a mi paso. Tres palmeras de un lado del sendero y tres del otro completan el paisaje que precede al ingreso.
Atravieso las cintas de seguridad que se descuelgan del hueco enmarcado por dos hojas tiznadas que penden de su dintel. Hay un enorme espacio, lo que fue el hall, y dos pasillos. Sé que la habitación que ocupamos la noche de nuestra boda está a la derecha, así que voy hacia ese lado. Avanzo pateando maderas quemadas, pedazos de cortinas raídas. Salto un montículo de mampostería del cielorraso que obstruye el pasillo que va hacia las habitaciones y esquivo una montaña de cagada de pájaros. Paso la primera puerta, esa no es, la segunda tampoco. Es la tercera.
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Entro en mi habitación. El olor a pis me hace fruncir la nariz. Es tan insoportable que me aprieto las fosas nasales con la mano que llevo suelta. Debajo del cubrecama de pasto de dos plazas está el somier. Es un césped muy verde y apretado, como una alfombra. Con ambas manos recorro la superficie de la que fue nuestra cama de noche de bodas. Me siento en uno de los sillones grisáceos, hay dos, yo elijo el que no tiene plantas crecidas en el asiento. Miro hacia la pared, me paro y camino con el índice apoyado sobre un mueble cubierto por los girones de un mantel. Lo recorro desde una punta hasta la otra. Llego a la masa negruzca retorcida que se parece al televisor. Me limpio la yema negra en el pantalón y vuelvo a hacer el mismo camino con el índice de la otra mano.
Rodeo la cama cubierta por las hierbas, voy hacia la ventana, toco las cortinas que todavía cuelgan a los costados, pateo el calefactor y levanto una mesa pequeña de mimbre que está patas para arriba al costado de la cama. Me agacho frente al mueble donde se apoya el televisor y rasco con las uñas los restos de cera de las velas que encendí a su lado.
El día del incendio el fuego comenzó en nuestra habitación y se propagó rápidamente por todo el edificio. Unas horas antes, había encontrado un mensaje en el celular de mi marido que me confirmó su engaño. Tuve varias pistas antes de casarnos como la madrugada que llegó a nuestra casa, después de una cena con amigos, con su camisa arrugada y el cuello manchado con lápiz labial. Sin embargo, tengo 38 años y poco tiempo para buscar nueva pareja, así que seguí adelante con los preparativos de la boda, pero atenta a otras señales.
La noche del incendio mi marido se fue al lobby a buscar unos aperitivos de naranja y Apperol con mucho hielo porque hacía calor. Se olvidó el celular arriba de la tele. No tenía clave, así que abrí el chat con el nombre “Amiga” y lo leí: “casarse no es el fin, te espero desnuda y caliente cuando vuelvas, como hace cinco años. Te amo”. Cerré rápido el WhatsApp y puse el celular donde lo encontré. Encendí todas las velas que decoraban la habitación, varias arriba del mueble donde estaba el televisor, otras en las mesas de luz, en el baño y en el marco de la ventana. Lo esperé, lo besé, agarré las copas con la bebida y, antes de apoyarlas sobre una de las mesas de mimbre, le di la suya de beber en la boca. Le conté que tenía una sorpresa. Él me preguntó por qué había prendido tantas velas. Le dije que quería tener nuestra noche de amor y sexo a media luz. Lo desnudé despacio, lo besé, lo conduje hacia la bañera y tiré en el agua las sales perfumadas. Le pedí que se hundiera en el agua, prendí el interruptor que encendió el burbujeo del yacusi y le dije que lo esperaba desnuda en los sillones.
Cuando lo vi adentro de la bañera con los ojos cerrados, esperé hasta que se durmiera. Trabé la puerta con el cerrojo de seguridad y metí en la cartera el frasco con los somníferos que eché en su bebida. Con una de las velas encendí la colcha que cubría la cama. Tomé mi copa y salí de la habitación hacia el lobby. Me senté en el jardín del hotel a esperar que el fuego haga lo suyo. Cuando los bomberos lograron apagar el incendio, las autoridades del lugar reunieron a los familiares de las víctimas y después de dos días de trámites, nos permitieron repatriar los cuerpos de nuestros seres queridos.
Los dueños del hotel cobraron el seguro, los inspectores de la Policía lugareña su coima por no buscar las explicaciones del caso y los bomberos señalaron el foco del incendio. Tuve que llorar a moco tendido y suplicar perdón por haber intentado tener una noche romántica en mi luna de miel. La puerta del baño de nuestra habitación era de bambú, la cerradura se fundió. Me creyeron.
De mi marido quedaba poco y nada, así que lo llevé a la casa funeraria de mi pueblo para que lo incineraran totalmente. Me entregaron sus cenizas en una urna de madera. Ese mismo día saqué el ticket para traerlas de vuelta al último lugar donde sonrió.
El taxi me apura a los bocinazos. Desparramo las cenizas encima de la plantita que creció en el medio de la habitación, dicen que es buen abono para la tierra, otro poco sobre la cama, y lo último arriba del sillón en el que nunca me senté desnuda. Tiro a un lado la caja con lo que resta del polvo gris y apoyo arriba del televisor retorcido el celular que salvé del incendio.
SOBRE LA AUTORA
Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.