Pinceladas literarias: “Cita”

Un cuento de Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias: “Cita”
Pinceladas literarias: “Cita”

Vía Tres Arroyos te acerca una nueva entrega de Pinceladas literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta oportunidad con un nuevo cuento de su autoría.

Cita

Llegó tarde a la cita en la confitería del centro. Él le había dicho al mozo que esperaba a alguien. Ni bien se sentó le agarró la mano y se la puso en el pecho. Ella sintió el galope del corazón, pero no se le movió ni un pelo. Sonrió, ensayó en su cabeza alguna palabra halagadora y dijo: “¡qué tierno!” ¡Tierno, cómo qué! Como un bife de chorizo cocinado a fuego lento, como el lomo a la crema de la receta de su abuela, como el matambre a la leche.

Él le hundió los dedos hasta casi tocarle las costillas y a ella le costó desenredarse de los pelos. A los gritos llamó al mozo sin dejar de dar pequeños saltos sobre la silla. Un vaivén de nalgas que rebotaban imperceptibles sobre las maderas rechinantes de las sillas viejas de la confitería. Se había puesto una camisa cuadrillé rosa y celeste y el jean negro que, según él, había comprado para la ocasión. Ella todavía tenía el uniforme del trabajo.

Se habían conocido en una cena del Día del Amigo. Él se sentó a su lado y le convidó una cerveza. Los dos movían la cabeza al ritmo de la cumbia y zarandeaban las piernas dando golpes suaves: punta de pie, talón, talón, punta del pie. Ella no lo miró hasta después de un rato. Seguía atenta los movimientos de un muchacho fornido, alto y con el pelo rizado bien cortado en la nuca. Por segunda vez él le preguntó si quería cerveza y, como le gritó, por fin giró y se lo encontró de frente. Cara redonda, ojos celestes, cachetes enrojecidos, pelo colorado. La sonrisa le ocupaba gran parte de la cara; la barba rala alrededor de los labios finos se entreveraba con el acné que resistió al paso de los años; la nariz ancha portadora de un arito.

Ella alejó su cara para tomar distancia como quien quiere ver de lejos el cuadro para apreciarlo o aborrecerlo. Agarró la botella de cerveza por el pico, la empinó y, después de eructar, la apoyó de un golpe sobre la mesa. Él le preguntó si quería otra y le extendió la mano. “Soy Pedro”, dijo. Ella levantó la pera y él creyó escucharla decir: “Hola”.

Ella había ido a la fiesta con un grupo de compañeras de la oficina. Trabajaban en el Centro de cómputos de la Municipalidad y el DJ era el técnico informático del área. Se enteraron por él de la fiesta y, para hacerle la pata, compraron las tarjetas por adelantado para pagar más barato y se pusieron de acuerdo para ir vestidas todas de negro.

Ella tenía un pantalón acharolado, un top con lentejuelas, el pelo recogido con una cinta de raso y botas con plataforma. Él le contó que era docente en la Escuela Técnica y que había ido a la fiesta con sus compañeros del área de taller. Mientras sonaba “que alguien saque a bailar esa morocha” ella, que ya tenía varias pintas encima, lo agarró de la mano y dijo: “vamos”. Sacudió la cabeza como un molinete, varias veces lo golpeó con el pelo atado a la cinta, lo tomó de las manos, bailó hacia su pecho, lo alejó, lo hizo girar. Apoyó el culo contra la bragueta de él que tenía la cara más colorada que de costumbre.

Al siguiente tema se fue a sentar y lo dejó solo en la pista. Le hizo señas a una de sus compañeras que estaba acodada en la barra que le trajera otro trago. Él volvió a sentarse a su lado. Le pidió el celular y agendó su número. Ella le convidó gin tonic. El DJ pasó temas de Rodrigo y ella salió meneando para la pista y se unió a sus compañeras que hacían un pogo destartalado. Él se unió a la fiesta ajena. Sacudió las caderas haciendo sentadillas y dio saltitos en el lugar con las manos arriba. La rodeó y se apoyó en sus hombros. Ella se dejó llevar por sus dedos flacos.

A las cinco de la mañana el DJ anunció que la fiesta terminaba. Ella se puso la campera de cuero, saludó de lejos a sus amigas y aceptó que él la llevase a su casa. Él le abrió la puerta de su Ford Fiesta y ella cayó como bolsa de papas encima del asiento del acompañante. Antes de llegar a su casa vomitó dos veces. Él dijo: “no es nada”.

El lunes en la oficina las compañeras le preguntaron si lo conocía y ella dijo: “ni idea”. Enseguida empezó la búsqueda en redes con el único dato de su nombre de pila. “Pedro, dijo que se llama Pedro y que trabaja en la Técnica”. El stalkeo duró unos minutos. Cada una de las amigas aventuró distintas hipótesis: “debe ser el maestro de los talleres, porque estaba con el profesor de uno de mis hijos que trabaja en ese sector”; “puede ser Pedro, el hermano de la chica que trabaja en la Veterinaria del Centro, me pareció, cuando te subiste al auto, que ví pegada en baúl una calcomanía de ahí”; “seguro que es el que da clases de Física particular, hay un Pedro famoso que da Física particular”.

Las cuentas de las redes de unos y otros se abrían y se cerraban. La búsqueda dio sus frutos. Las compañeras de la oficina ampliaron la foto que encontraron como contacto de un amigo de ellas y se la mostraron. No estaba segura de que fuera él, la oscuridad y el alcohol le habían nublado la conciencia, pero podía reconocer la sonrisa. La siguiente hora se la pasaron buscando más información en las fotos: “viajó a Salta; y también a alguna playa del caribe, mirá acá qué arena tan blanca; ¡qué hace arriba de un bote de malla y camisa!; ¡tiene una foto con vos!”

La última revelación la hizo saltar de su escritorio y manotearle el celular a la compañera que llevaba adelante la investigación. En primera plana, él meneando agachado casi hasta tocar con el culo el piso y ella apoyándole el suyo en su cara. Por qué subiría una foto así, que la baje, qué van a decir sus conocidos, quién se cree que es. Se acordó de que él le había agendado el contacto suyo y le mandó un mensaje amenazante: “¡Sacá ya esa foto mía de tus redes!” Varios minutos de silencio en la oficina. Ella con la mirada fija en un chat vacío, con una imagen de perfil del muñeco Gallardo y, en los tres puntitos que bailaban al ritmo de la palabra: escribiendo. “Hola, ¿sos la de la fiesta? No te enojes. Estás linda. La saco si venís a tomar un café conmigo, mañana”. “Sí, dale. Borrala ya. ¿Dónde te veo?”, dijo ella.

Las compañeras de trabajo no pararon de reírse por los siguientes cinco minutos. Ella revoleó su celular arriba de la mesa y les hizo jurar que en próximas fiestas no la dejarían emborracharse. Tendría que sacrificarse, así dijo, y encontrarse con ese nerd, así lo calificó, para recuperar su dignidad.

Más hablaba, más se reían sus compañeras del área de tecnología. El DJ, en ese momento técnico informático, le sugirió unos temas para que pusiera de ring tone de él y ella le tiró con una carpeta por la cabeza. Pasaron el día hablando del pelo de él, de su sonrisa, de la barba rala, de los hombros anchos y la cintura fina. Elucubraron sobre su vida amorosa y stalkearon sus redes. No encontraron fotos ni con perros, ni con gatos, ni con mujeres. Sólo paisajes, viajes, comidas.

Al día siguiente, unas horas antes de la cita, las compañeras le regalaron una Gillette femenina y una cartita que decía: “que se aproveche”. Ella soltó una risa y se la guardó en la mochila. Había aceptado encontrarse con él a las dos y media de la tarde. Le pareció un horario lo suficientemente incómodo como para que la charla terminase rápido y, la excusa perfecta para no tener que producirse para la cita.

Fichó a las dos de la tarde y cruzó la plaza para la confitería del Centro. Las compañeras le gritaron desde la puerta del Municipio que tuviera cuidado y que no entregara más de lo necesario a cambio de que él borre su foto en sus redes. Mientras lo decían se ahogaban en sus propias palabras cargadas de risa. Ella caminó con el dedo mayor en alto y no giró a ver la reacción de sus compañeras.

Llegó tarde. Las últimas dos cuadras las hizo a paso de tortuga. Se preguntó para qué quería encontrarse con él y qué le importaba a ella esa foto dando vueltas en las redes sociales. Qué podía hacerle una mancha más al tigre. Se pensó soltera, sin otra salida que la que hacía con su grupo de trabajo, sin novio a la vista. Miró el reloj, faltaban quince para las dos y media.

Decidió dar una vuelta a la manzana, pensar mejor; analizar si no le convendría dejar las cosas como estaban y no arriesgarse a una charla que no conduciría a nada y le haría perder una hora de su siesta. “Una hora”, pensó y más ganas tuvo de seguir camino a su casa. Entonces, supo que él sabía cuál era su casa. Sintió que le dolía la cabeza, que tenía que resolver ese asunto cuanto antes y que nunca más iba a bailar con alguien que no conociera.

Mientras pensaba, avanzaba. Sin darse cuenta estaba en la puerta de la confitería, dio vuelta a la esquina y en una mesa de dos, él la saludaba a mano alzada. No se había sentado que él le había tomado la mano y se la había llevado al pecho. “¿Sentís? Es mi corazón”.

El mozo trajo dos cafés y ella le pidió además de las palmeritas que hacen combo con la bebida, un tostado bien quemado. Tenía hambre, había tomado mate toda la mañana sin nada sólido. Le dolía la panza y la cita le daba retorcijones. A él la sonrisa no se le borraba y, cuando le soltó la mano a ella, se dedicó a sorber el café con un ruido aspirado y rechinante.

Las migas del tostado se desparramaron sobre la falda del pantalón de su uniforme azul y una más grande y negra le quedó colgando de la comisura. Él la sacó con una servilleta y la besó. Ella frunció la frente y alejó los pensamientos que le gritaban: ¡No podés ser tan boludo! Se concentró en terminar el tostado, tomar el cortado con más leche que café y dejar las palmeritas de postre. Pasó un chico que vendía medias y él le preguntó a ella si quería que le compre un par. “Dale, chica, dale. Necesito llevar a casa el pan. Elegite unas medias. El amigo te las regala”, dijo el pibito que ya había calado que la cara de estúpido que tenía él era directamente proporcional a vaciar la billetera sin restricciones. “No necesito medias, no hago deportes”, pensó ella justo antes de que él comprase dos combos de tres zoquetes cada uno de colores amarillo, rojo y naranja. El chico salió con su plata en el bolsillo y él le puso el regalo cerca de la mano que acababa de alzar la última palmerita.

Ella guardó los combos en la mochila y le pidió que fueran al grano. Usó esa frase y se sintió periodista. Le pareció que estaba buscando una primicia y que aquel hombre con figura casi humana, que estaba frente a ella, era su mejor informante. “Vamos al grano”, repitió en voz alta. A él se le borró la sonrisa, empujó su taza al medio de la mesa, agarró una servilleta y juntó las migas del tostado que estaban sembradas por todo el mantel de papel madera.

Puso su celular boca arriba. Abrió el Google Photos y señaló con el índice la que había publicado en redes. “Sacala, ahora”, dijo ella. A él no se le movió un músculo de la cara cuando hizo la siguiente revelación. No era la única foto que tenía. Deslizó el índice por la pantalla y le acercó el teléfono para que ella pudiera verlas mejor. En una se la veía haciendo el koala arriba de él, otra en la que le pasaba la lengua por el cachete; otra con las manos de él en su escote y la última en la que ella mostraba a cámara la marca de un chupón. “Esa no soy yo”, dijo.

Él le mostró el tatuaje de tres estrellas en las muñecas, el corazón detrás de la oreja derecha y el que tiene forma de anillo con dibujos geométricos circulares. Ella se miró las manos, giró las muñecas, revisó las fotos y apagó la pantalla con un golpe seco. Él pegó el torso al respaldo de la silla y la miró fijo. Le tomó las dos manos y las volvió a acercar a su pecho, le dijo que era la primera vez que una mujer lo ponía tan contento y que no paraba de pensar en ella. Le contó que había stalkeado sus redes. Sabía de su trabajo en el Municipio y también de que no había ningún novio o amigo muy íntimo en ninguna de las cenas o festivales de música a los que ella hubiera ido y subido a su Instagram. Ella le preguntó qué quería. Que no la iba a favorecer en su trabajo si él se la pasaba publicando sus fotos y arrobándola. Que dejaran las cosas así. Él volvió a llamar al mozo y le dijo que le trajera el menú del día. Ella se paró y le dijo que se iba, le tiró por la cabeza los combos de zoquetes y le volvió a exigir que borrase las fotos o, al menos, que no las subiese a sus redes. A él le volvió la sonrisa. “Ya nos estamos entendiendo. Mañana te espero acá, para almorzar. Traé una camisa más ajustada. Quiero recrear la vista mientras como”. Ella le tiró a la cara el agua que trajo el mozo con el café. Él se secó con las servilletas que había separado para limpiarse los restos del almuerzo. Levantó la barbilla, esbozó una sonrisa sin dientes, suspiró y le dijo que no se la hiciera difícil. La miró fijo, abrió nuevamente la pantalla de su celular y buscó la foto que le sacó arriba del auto cuando la había llevado a su casa. Se acercó con la imagen ampliada y ella volvió a sentarse con los ojos llenos de lágrimas.