Vivíamos casi en la normalidad, esta nueva normalidad que te exige que lleves barbijo puesto y que no te acerques demasiado a la gente. Pero era una especie de normalidad al fin. Café en la mañana, trabajo, sin temor pero con precauciones en el transporte público y alguna cena en un restaurante. Pero la burbuja sanjuanina cambió el 19 de agosto, el día bisagra en la provincia. Ese día arrancó un brote de coronavirus en Caucete que aún no se puede terminar de dimensionar y que cambió radicalmente la vida de la gente. Tras los primeros positivos, vino el aislamiento de algunos barrios donde se detectaron casos y luego, la cuarentena estricta en todo el territorio.
A mí me tocó vivir en un barrio aislado, el Centro Empleados de Comercio, un complejo habitacional tranquilo ubicado en la zona céntrica de Santa Lucía. Cuando te enterás por las noticias de que tu barrio está siendo vallado, te agarra una angustia grande por todo lo que no sabés aún y por el temor de que algún ser querido se haya contagiado con este virus que nos obliga a ir de atrás siempre. El bloqueo del barrio tras los positivos arrancó el 21 de agosto. Los accesos al complejo quedaron vallados, con control policial. "Todo el que entra no puede salir durante una semana", repetían los uniformados a todo aquel que intentara entrar al barrio. Sólo los trabajadores esenciales de la salud y de las fuerzas de seguridad tienen permitidas las salidas.
A pesar de lo que implica quedar encerrado, y de tener la posibilidad de quedarme en otra propiedad, decidí aislarme en el barrio. Creo que fue una especie de sentimiento de responsabilidad ciudadana el que me llevó a tomar la decisión. Tengo un padre que se dializa, que corre riesgos cada vez que va al hospital. Sentí que si existía una mínima chance de que me hubiera contagiado, lo mejor era pensar en mi papá y en los miles de Juan Carlos Caballero que forman parte de los grupos de riesgo. Así que salí de mi lugar de trabajo y opté por quedarme en casa, en la casita tranquila del barrio Centro Empleados de Comercio que mis suegros compraron en 1972.
Adentro del barrio no vuela ni una mosca. Sólo sale la gente cuando tiene que abastecerse con alimentos en los supermercados que también quedaron dentro del vallado. Entre ellos, un almacén y un súper más grande de donde también se puede sacar dinero. Si alguien necesita remedios, desde el Ministerio de Salud se los acercan. En este barrio vive mucha gente mayor, ellos son los más asustados y quienes no salen ni a la puerta de la casa.
Lo primero que hicieron las autoridades fue un censo casa por casa. Luego desplegaron un mega operativo de testeos masivos, éste se realizó en la plaza del barrio, sobre calle 26 de septiembre. Tests rápidos para casi todos, hisopados para los trabajadores esenciales. A mí me tocó hisopado. No sé por qué razón pero no me dolió en lo más mínimo, solo me molestó un poco el ingreso de ese hisopo que te pone en contacto con partes de tu cuerpo que no sabías que existían.
En paralelo se montaron operativos de Desarrollo Humano para identificar todas aquellas familias sin trabajo, que necesitan alimentos para estos días. También se entregaron kits de limpieza en cada vivienda. Cada uno contiene lavandina, desinfectante, alcohol en gel y unos paños para usar en el aseo del hogar. Al principio en las casas donde hubo positivos se les colocó una faja de seguridad pero tras una serie de críticas, se dio marcha atrás con la medida.
Fue lindo. Un rayito de esperanza encontrar en los árboles que están en la puerta de una de las familias con positivos carteles de todo el barrio rogando por su recuperación y dándole fuerzas a todos los que están combatiendo con este virus dentro de sus cuerpos. Se me vino a la cabeza ese sol grande que tenía uno de los carteles. Ese sol grande que es también una luz en el final del camino. Porque estoy convencida que de esta no salimos separados, sino todos juntos.