Hace 50 años ocurrió un episodio que marcó al mundo: la llegada del hombre a la Luna. Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins pisaron por primera vez el satélite luego de viajar durante cuatro días en el Apolo 11.
Aunque las condiciones de viaje dentro de la nave habían mejorado en comparación a las cápsulas utilizadas anteriormente y los astronautas podían soltarse los cinturones de seguridad, flotar por la cabina e incluso dar alguna voltereta, lo más incómodo seguía siendo la cuestión de cómo comer, beber y hacer sus necesidades.
A bordo del Apolo no se llevaba agua potable: lo que bebían los astronautas era un subproducto de las pilas de combustible en las que se generaba electricidad haciendo reaccionar hidrógeno y oxígeno. El resultado era un líquido inocuo e insípido, parecido al agua destilada y lleno de burbujas de gas, que les produjeron a los hombres gases en el estómago durante todo el viaje.
La comida, por su parte, había mejorado notablemente en comparación a años anteriores: disponían de una variedad de platos como pavo en salsa, cóctel de gambas, pastas y pastel de chocolate. Para ahorrar peso, toda la comida a bordo iba en forma deshidratada y envasada al vacío o cortada en porciones que pudieran tomarse en una cucharada. Cada plato estaba en una bolsa de plástico con una boquilla por donde agregar agua, el contenido se mezclaba durante tres minutos.
Diferentes eran los menús preparados para consumir en la Luna: sopa de pollo, estofado, fruta seca y jugos. Además, por si el viaje en el espacio aumentaba las ansias de comida de los astronautas, tenían a su disposición pan y ensalada de jamón, envasadas en tubo para esparcirse fácilmente sobre la tostada.
Comer era una tarea, relativamente, cómoda. No lo era el proceso opuesto. Todos los astronautas, odiaban el sistema de eliminación de residuos, en especial, los sólidos. Ir de vientre podía suponer tres cuartos de hora de preparaciones: abrir el traje de vuelo, seleccionar una bolsa de plástico adhesiva, adaptarla a las nalgas y utilizarla confiando en que hubiese quedado bien sujeta.
Luego, los astronautas debían echar una pastilla germicida en cada bolsa de heces y amasar bien su contenido. El paquete se guardaba en un cajón hermético, en la confianza de que su contenido no fermentase y produjese gases que podían reventarlo. Si esto sucedía, el compartimento disponía de un sencillo sistema de alarma.
Por otro lado, el manejo de la orina era más simple. Una manguera provista de un adaptador intercambiable para cada astronauta. El líquido se expulsaba directamente al exterior a través de una válvula y un tubo de descarga. Como en el espacio la orina podía congelarse y obstruir la tobera de salida, esta iba calefactada. Y, para garantizar un buen flujo del calor, estaba recubierta con una fina capa de oro, el mejor conductor de temperatura.