Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias en esta ocasión presentamos “Rabia” de Valentina Pereyra.
Rabia
La hilera de escaladores le sacó una hora de ventaja. Le faltaba el aire y tuvo miedo de abrir la boca y que le saliera espuma. Podría esperar a su esposo agazapada detrás de una roca y, cuando él pasara, morderlo. Respiró con el diafragma y soltó el anhídrido carbono en tres soplidos, tal como había visto en un Reel de Instagram.
Había entrenado tres meses dos veces a la semana. Subidas al banco, vitalizaciones, fortalecimiento de tobillos, propiocepción, bíceps, tríceps. Dos veces a la semana a las siete de la mañana se entregaba a los ejercicios torturantes, por amor, quiso creer que fue por amor.
Pasó la pendiente que bordea la montaña y el precipicio; subió por el pinar hasta que un claro de pasto amarillento le devolvió el alma y el aire. A cien metros la esperaba una pared de piedras enormes que tendría que trepar en cuatro patas.
Simuló atarse los cordones para evita las preguntas incómodas de los otros escaladores que la pasaban sin complicaciones. Refunfuñó para adentro de sólo pensar que tendría que responder si se sentía bien o si quería un vaso con agua o unas frutas secas o una banana. Durante todo el trayecto pensó en pedirles que se metieran, banana incluida, todas sus buenas intenciones en el culo.
Había experimentado antes el sentimiento de ira. Un fuego que subía desde la panza hasta la garganta y la ahogaba. No odiaba a los escaladores por ser más rápidos que ella; los odiaba por estar ahí por su propia voluntad.
Los bastones que llevaba para apoyarse se le atascaron entre las piedras. Ni fuerza para sacarlos. Inclinó la espalda sobre ellos y los hundió hasta que la punta del agarre se le clavó en el pecho. El marido recorría varios metros más que ella y, luego, volvía sobre sus pasos para preguntarle cómo la estaba pasando.
_ ¿Me querés, matar; ¿no?
_ ¡Vos, seguí, déjame que puedo!
Ella levantó los anteojos hasta la frente y le lanzó una mirada inyectada de sangre como los de las víboras. Se refregó los ojos con los guantes y le dio sentido al ardor que crecía con la humedad y la fricción de sus manos. Cien metros adelante ella se paró con ambas manos sobre sus rodillas y la boca abierta.
_ ¿Me querés, matar; ¿no? Vas muy bien, muy bien.
La hilera de escaladores le pareció de hormigas. La cima la superaba en mil metros y ya pasaba el mediodía. El marido volvió por enésima vez a ver cómo estaba y ella le pidió que ocupara su lugar en hilera de hormigas. Él la miró con signo de pregunta. La conocía bien y el tono de su voz era el de la rabia, el que ponía cuando él le pregunta si quería ir a caminar o la estimulaba para ir al gimnasio. Las palabras le salieron lentas y entrecortadas, antes de hablar suspiró y juntó las frases en una que no se le entendió.
_ Vos, ¿no te enojás; ¿no?
Ella agachó la cabeza y largó los bastones contra una piedra, señaló la cima y casi sin aliento le pidió que siguiera, que tenía que alcanzar a la hilera. Lo vio convertirse en hormiga, como los otros.
Sacó de su mochila el sanguche de jamón y queso que él le había preparado la noche anterior y lo devoró como si fuese un puma hambriento frente a una oveja tiesa e indefensa. Los dedos de los pies le latían, pero no se sacó los botines especiales de tracking hasta que se devoró el sanguche y se chupó los dedos de las manos. Sin interrupción comió la banana y constató que le quedara la barra de cereal de chocolate. Tomó agua y se descalzó.
Dejó los pies libres a merced de las víboras o los alacranes. La uña del dedo gordo, violácea por el golpe contra la punta del botín, destacó entre los pastizales. A pocos metros de ella, el precipicio.
El marido amaba a su cuerpo más que a nadie o nada en el mundo, pero decía que quería verse bien por cuestiones de salud. Ella pensaba que podía ser cierto. Nunca lo había visto coqueteando, ni haciendo galas de sus pectorales o de sus bíceps bien marcados. No tenía vida nocturna ni llamados telefónicos a deshora. Le gustaba sentirse bien, estar sano.
Ella quería quedarse en cama leyendo, se agitaba al segundo paso que daba y en el gimnasio se la pasaba mirando cómo los minutos no avanzaban más que por sesenta segundos.
Lo había conocido en Sierra de la Ventana. Sus amigas habían organizado una escapada que incluía comidas autóctonas: jabalí, cordero, queso con aceite de oliva y vinos de Saliqueló. En una de las fondas a las que fueron, el mozo, un veinteañero que puso cachondas a sus amigas con su cuerpo de atleta y su pelo rubio, las convenció de subir hasta el Abra de la Ventana.
Él les podría hacer de guía. Les cobró como medio aguinaldo de sus trabajos y les prometió una vista increíble. Ella insistió en quedarse en la hostería a leer. Hacía talleres de literatura y le habían dado varios textos para analizar. Ella había empezado por “La lotería” y no podía dejar de pensar, lo bien que le vendría en ese momento apedrear a más de una de sus amigas.
Se levantaron a las seis de la mañana y cargaron las mochilas con dos litros de agua por persona, fruta, semillas y una empanada cada una. Lo de las empanadas no convenció al mozo, reconvertido en guía de montaña, pero no había tiempo para preparar alguna otra comida más nutritiva.
En la recepción de la garita de Turismo les dieron el mapa y dos itinerarios: uno corto y más empinado y el otro, largo y con varias planicies. Las amigas eligieron el corto porque querían demostrar la productividad de las horas de gimnasio. Ella hizo cien metros y ya no podía respirar.
Las piedras grandes lloraban el rocío de la mañana y se derramaba sobre las más pequeñas que tapizaban el camino. Después del segundo resbalón agarró un palo largo que alguien más había dejado debajo de un pino.
Logró con ese apoyo rodear el monte y sostener la respiración para no mirar el precipicio a pocos centímetros de sus pies. Las amigas no tuvieron la contemplación que le tendría su esposo muchos años después. Siguieron su camino y ella quedó varada entre una piedra que hacía de mirador y un pino. Su marido la encontró en ese lugar, a punto de que ella terminara de leer el cuento que llevaba en la mochila.
_ ¿Ya bajaste? ¿Qué tiempo hiciste?
_ Sí, sí. Buen tiempo.
Su marido, que todavía no lo era, la invitó a bajar con él y ella lo siguió sin chistar. Coquetearon y se pasaron los números de teléfono. Quedaron en encontrarse a tomar un café. Los dos vivían en la misma ciudad, pero nunca se habían visto.
Él la invitó a su grupo de escalada, pero ella dijo que justo en ese mismo horario ella tenía sus clases de filosofía. Esperaron a que sus amigas bajaran tomándose un café en la proveeduría del Parque Provincial.
Se casaron un año después. Él le había dado el anillo en una excursión que hicieron al monte Piltriquiltrón, en El Hoyo. Ella había logrado subir quinientos metros hasta el primer refugio y le había dicho que necesitaba inspiración para escribir su próxima novela.
Le contó cómo el susurro de los pinos le hablaba al oído y cómo el paso de los zorros completaba la imaginación para la próxima historia de su novela. Él le preguntó al encargado del refugio por el tiempo que le quedaba para llegar a la cima.
_ ¿Vas a estar bien? Dijo y cuando ella asintió partió hacia su destino.
Al regreso, sacó de la bolsa de nylon en la que guardaba las semillas, un anillo de cintillo y le ofreció casamiento.
No tuvieron hijos. Él pensó que serían un impedimento para hacer todos los picos que había anotado en el itinerario colgado de la heladera desde el primer día de su convivencia. Ella no lo desdijo. No podía imaginarse una vida encerrada con un crío al que iba a alimentar, acunar, entretener, sola, porque su padre, siempre iba a tener una cima nueva a la que llegar. Su marido tenía razón. Ella escribía para el diario local y él trabajaba de administrativo en un juzgado.
Habían sacado un crédito hipotecario para hacerse la casa. El auto lo tenía él de soltero. Dos años después de casarse, ella sacó un crédito y lo cambiaron por otro, pero cero kilómetros. Iban a las cenas del gimnasio y del grupo de escalada. Los domingos sacaban a pasear a su perra por los caminos vecinales para que corriera y, él la seguía para entrenar, de paso, como le decía a ella cuando renegaba de que no podían ni siquiera conversar cuando salían a pasear.
Él la escuchaba cuando ella le hacía reclamos respecto a las pocas horas que pasaban juntos o por qué ya no salían a tomar un café, o a los ronquidos que no los dejaban dormir, a ninguno de los dos. Prefería pensar que ya se le pasaría o que pasarse el día leyendo historias de cuernos, asesinatos, malas relaciones matrimoniales, les afectaba a sus sentimientos.
Dejó de decirle te amo a los dos años de casados y no repitió: “yo también” o “te quiero” desde que la escuchó hablar por teléfono con una de sus amigas. Se reían de la anécdota del viaje a Sierra de la Ventana y de cómo su marido se había creído que ella era montañista.
Pero, no sólo dejó de decirle palabras amorosas, sino que la invitó a cuanto evento de montañismo había, le recomendó entrenar de manera profesional y le compró bastones, casco protector, medias de tracking, botines especiales y campera Montaigne con pantalones haciendo juego.
Ella sufrió la caída de dos uñas de sendos dedos gordos, ampollas en los talones, en los tobillos, callos en las palmas de las manos, debajo de los dedos, dolor de lumbares y tres esguinces. Él siguió subiendo y subiendo.
Ahí estaban de nuevo. Él y la hilera de hormigas yendo a la cima de los Tres Picos y ella con todos sus atavíos deseando que el viento soplara tan fuerte que la moviera directo a la boca del precipicio. Con los dedos al aire y la panza llena de relleno de empanada se tiró hacia atrás con la espalda pegada a la piedra que le hacía de apoyo. Le vibró el celular en el bolsillo. Él le mandaba la foto del paisaje de la ciudad, estaba despejado y, desde la cima, se podía ver hasta Bahía Blanca. Había conquistado a la montaña más alta de la provincia de Buenos Aires. Mil quinientos metros de paraíso, como escribió en el epígrafe de la foto. Abajo otro mensaje: me gustaría que estuvieras acá, la vista es mejor que la que tuviste en el Abra de la Ventana.
Ella estaba segura de que después de tantos años, él había escuchado alguna vez la historia del viaje con sus amigas, del mozo y de su excursión fallida a la montaña. Pero siempre que se hablaba del tema a él le gustaba recordar el amorío de una de sus amigas con el mozo/guía que terminó en una revolcada entre un matorral de la montaña.
Si por lo menos a su marido se le hubiera ocurrido cogerla entre los yuyos, tendría algo que contarles a sus hijos. Claro, pero si no tuvieron hijos, por eso él no la agarró aquel día, porque sabía que nunca iban a contárselo a nadie y para qué tener un secreto incontable.
El viento empezó a soplar más fuerte y ella le mandó un mensaje:
_ ¿Todo bien? No hubo respuesta.
Miró el reloj y empezó a preguntarle a los que iban bajando por su marido. Todos lo habían visto en la cima. Una de las chicas que bajó corriendo se paró a pedirle un poco de agua. Le dijo que su amiga se había quedado ayudando a su marido porque en la bajada por las piedras grandes que separan la cima del descanso más alto, se había doblado el tobillo. Pero que seguro pasarían por ahí en un rato. Le recomendó empezar a bajar y esperarlo en el refugio.
Con las piernas frescas, las uñas a resguardo de las alimañas, empezó el descenso. Le mandó un mensaje a él: voy bajando.
Las hileras de hormigas avanzaron. Le sacaron cientos de metros, pero ella siguió despacio. Las piedras del camino, húmedas y resbaladizas y en las zonas más llanas, cubiertas de pastizales altos; el pedregullo suelto le doblaba los tobillos cada dos por tres; la última trepada empinada se fue agarrando de las pajas bravas. En una de esas, quedó a poco de deslizarse por el precipicio. Las lágrimas le corrían por debajo de los lentes de sol y los empañaban. Se juró que esa era la última vez, que ya no iba a seguir atrás de su marido y que, si él no le creía, le iba a contar el malentendido del día en que se conocieron.
Daba diez pasos y tenía que parar para respirar. El corazón le golpeaba tan fuerte el pecho que pensó que podría desmayarse sólo por el miedo que le daba escuchar ese ruido. El eco de sus pensamientos insultando a su marido le daba algo de fuerza, pero las piernas le temblaban y las rodillas no lograba sostener el peso de su cuerpo.
¡Cuándo le diría a su marido que odiaba la montaña, a los escaladores y a los días perdidos subiendo a mirar desde arriba las vidas ajenas de las ciudades que no querían ser vistas! ¡Cuándo iba a dejarlo! O cuándo iba a pensar en si era su deseo no tener un hijo. Había soñado dos noches seguidas con un bebé entre sus brazos. Ella le leí un cuento y paseaban por la playa, lejos de la montaña.
Llegó al final de la última trepada y empezó a bajar de cola. Los demás escaladores se alejaban en sus vehículos después de anunciar en el refugio su llegada.
Ella esperó sentada en uno de los bancos de madera fuera de la proveeduría. Pidió un termo y un mate prestados y se compró una medialuna. Vibró su celular en el bolsillo. Cuando lo abrió era una foto de su marido. Una cola redonda acorazonada en primer plano y, debajo, reconoció sus medias de tracking.