Pinceladas literarias: “La Maga”

Un nuevo relato de Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias: “La Maga”
Pinceladas literarias “La Maga”

Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas Literarias, con un nuevo relato de Valentina Pereyra, en esta oportunidad:

La maga

Mi mamá hace pasteles y los vende en el andén. Tiene clientes fijos: el novio de la señorita Inés González, la madre del maestro Olivera, los hijos de la señora María Espinosa y el almacenero, que se lleva varias docenas, para venderle a los que matean después de la siesta.

El pueblo se revoluciona durante las fiestas. El resto del año no anda ni un alma, poca gente va y viene por el andén. Las visitantes, potenciales compradores de pasteles, llegan los domingos en el primer tren que pasa para Tandil y se van en el último. En la semana, los hombres del correo traen las bolsas con la correspondencia. Papá custodia su contenido hasta que el encargado del Correo Argentino las pasa a retirar. El ayudante de la oficina postal carga en un carro, que tira con su bicicleta, el bulto de tela de arpillera con la correspondencia.

Papá es el jefe de la Estación Vázquez y nuestra casa queda a continuación de las oficinas que dan al andén.

Cuando le llegó la carta del traslado él solicitó por escrito que lo dejaran en Tres Arroyos, su último destino. Pero no tuvo suerte. El intendente municipal había pedido el puesto para un sobrino suyo.

A la Estación de Vázquez llegamos en un camión; mamá y yo viajamos en la caja junto a los muebles y papá de acompañante del conductor. ¡Por suerte mi hermano Alberto estaba en la panza! Nos recibió un hombre bajo, encorvado y sin dientes que se presentó como el anterior guarda del lugar. Le entregó a mi papá la chaqueta, el pantalón y la gorra. La visera tenía un escudo bordado con hilos dorados que decía: Ferrocarril Roca y abajo, otro de la República Argentina.

Mientras ellos charlaban de cosas de trenes mi mamá me llevó a recorrer la casa. Pasé por el comedor entibiado por una estufa a leña que decoraba uno de sus rincones. Los ventanales verdes tenían los postigos abiertos y la luz tenue del invierno pasaba por los vidrios esmerilados. Después de un pasillo largo y oscuro, las habitaciones. En la mía había un catre y al lado, mamá puso la cuna que ocupó Alberto cuando nació. La torre del molino, al lado de la estación y en el patio trasero, un aljibe y los tutores pelados que dejó la glicina seca. El corredor trasero era tan grande que no pude cerrar la boca durante el recorrido, tanto que me entró una mosca. Una de esas que se escapan del frío.

La vía divide en dos al pueblo. Lo corta por la mitad como a un queso. De un lado los que son de Tres Arroyos y, del otro, los de González Chaves.

Mamá, papá y yo somos de la ciudad que llega hasta el mar, pero Alberto es vazquense.

La línea de eucaliptus que sigue de lejos a la vía remonta viaje siguiendo uno de los arroyos que desemboca en el sur. La línea de casas bajas de adobe, desparramadas, va para el norte. La Estación está justo en el medio. Corro para un lado y veo la punta de los árboles, salgo para el otro y distingo el techo de chapa de la casa más antigua del pueblo y, en la misma cuadra, la escuela, la comisaría y el correo. Alrededor, terrenos.

En tiempos de Navidad hay más movimiento en el andén y a mamá no le gusta que caminemos entre la gente. Nos pide que nos quedemos cerca de ella. Me subo a un banco y le alcanzo los talonarios mientras vende los boletos. Las señoras me saludan y de vez en cuando ligo algún caramelo. Cuando Alberto era un bebé mi mamá me mandaba a cuidarlo. Tenía que avisarle si lloraba. Cuando venía la abuela, ella lo cuidaba.

Papá trabaja todos los días desde que amanece hasta que el sol se derrite entre las ramas de los eucaliptus. Mi abuela dice: que como un esclavo. Ella es la mamá de mi mamá, viene todos los años a pasar las Fiestas con nosotros. Nos trae caramelos y pan dulce de La Perla, una confitería de las más lindas de Tres Arroyos.

Los días previos, mamá limpia la casa más de la cuenta. Repasa la boletería, lustra los picaportes, saca el polvo que se junta en las hendijas de las persianas. Barre la cocina, lava el mantel y lo pone justo un rato antes de que llegue la abuela.

En las Fiestas papá transpira más de la cuenta. Se la pasa en el andén: picando boletos o anotando los nombres de los pasajeros en el libro que le mandan los del Ferrocarril. Encera la campana y engrasa el timbre que está sobre el mostrador en el hall donde descansan los pasajeros.

Mamá no lo llama para tomar mate, nunca lo hace cuando la abuela nos visita. Ella nos ayudó a armar el árbol de Navidad. Nos trajo uno de su casa. Hicimos bolas con papeles viejos que pintamos con la tinta que papá usa para los sellos y pusimos unas guirnaldas de tiras de telas de colores que nos regaló la abuela. Mamá cortó unas velas en varios pedazos y las sujetó con clavos a las tapas de las latas de arvejas.

Mamá hace un trato conmigo para que duerma la siesta y no le dé charla a mi hermano: salvarme justo unos minutos antes de que la abuela, que duerme con nosotros, empiece a roncar más que la locomotora.

Entre las sombras nos chista para que salgamos. Mi hermano y yo no pegamos un ojo esperando el chapuzón. Una vez en el patio trasero Alberto se queda en calzoncillo y yo en bombacha. Saltamos a destiempo, pero con fuerza. Nos encanta cuando rebalsa el agua de las dos palanganas de lata. La casa es fresca, pero cuando el sol arrasa, no hay alivio en ningún lugar. Alberto ya camina y a mí, el agua me encanta.

Las ventanas abiertas dejan pasar la música de mi programa favorito: “Paleta de Colores”. A mamá le gusta escuchar la radio, pero le baja el volumen para que la abuela descanse y, también ella.

Alberto y yo, uno en cada palangana, salpicamos para todos lados, hundimos la cabeza hasta quedarnos violetas y cada tanto, nos paramos para echarnos como baldazos con las manos. En una de esas, mamá nos hace callar. Quiere escuchar a una mujer que habla por la radio: “Yo sé que es muy triste despertar una mañana de Reyes y no encontrar en los zapatitos aunque sea un pequeño juguete. Mi corazón desea que hoy, en esta fiesta de los niños del mundo, todos los de mi patria por lo menos, puedan sonreír con la felicidad del juguete que soñaron”.

Alberto me tira agua en la cabeza. Capaz a mamá le caen unas gotas porque le corren algunas por los cachetes de su cara. Saludamos a la abuela recién levantada. Antes de saludarnos, ella le baja el volumen a la radio hasta que no se escucha nada. Levanta su mano y mira muy seria a mamá. Las dos salen al patio con la pava y el mate. Completan las palanganas casi vacías con agua que sacan del pozo.

La galería guarda algo de fresco de la mañana y los mosquitos zumban. Debe ser por eso que la abuela está tan enojaba. No para de decirle a mamá algo de los chupasangres y de los que desangran a papá. A mí eso no me preocupa porque el uniforme tiene las mangas largas y los pantalones le llegan hasta el piso. No hay un lugar que le quede descubierto, no lo van a poder picar.

Sobre la cocina de fundición Istilart hierven dos gallinas y en la mesada, adentro de una compotera, los tomates que cosechamos con mi hermano. La familia que vivió antes en esta casa había construido un corral para los chanchos y una jaula enorme. Ahí criámos a las gallinas. Al costado de la vía de desembarque hicimos una huerta. Por eso en verano comemos verdura fresca.

La cena de Navidad está casi lista cuando nos meten en la bañera. De eso se ocupa la abuela mientras mamá termina con los preparativos y se asoma para ayudar a papá con los pasajeros. A la abuela le da risa que la piel se nos haya puesto como pasa de uva. Nos echa agua tibia con un tarrito y nos enjabona. Mientras nos viste nos cuenta que vivimos en la Estación por casa y comida, gracias a que papá es el jefe.

Cuando pasa el último tren, papá cierra la ventanilla de la boletería y corre la reja verde de hierro que separa el andén del hall de entrada. Se mete al baño para cambiarse para la cena. A la hora del brindis pone sobre la mesa dos botellas de sidra y un pan dulce. La abuela dice algo feo por lo bajo de la mujer que hablaba por la radio. Mamá le pide que no hable así adelante nuestro. Mi papá destapa las botellas y, después de servir, las saca de la vista de mi abuela. Lo mismo hace con el pan dulce: se come el primer pedazo, pone otros trozos en un plato y abolla el papel que lo envuelve. A mí me gusta el dibujo de la mujer linda de rodete que tiene la etiqueta, pero mi abuela no quiere ni verla.

Después de año nuevo, la abuela se vuelve en tren a Tres Arroyos. Papá le pica los boletos, pero no le cobra. Nos despedimos en el andén justo un rato antes de que mamá haga sonar la campana de partida. Antes de subir, la abuela me pide que ayude a Alberto a escribir la carta para los Reyes Magos y que le pongamos la dirección de su casa en Tres Arroyos.

Hace dos días se bajó del tren un empelado de la intendencia. Traía un bolso marrón con la correa descolorida cruzada sobre su pecho. De un salto dejó el vagón y mientras se sacaba la frente con un pañuelo bordado, entró por un poco de sombra. Atrás de la ventanilla por la que se vendían los boletos estaba la oficina de papá: un escritorio, una silla, la lámpara de kerosene, los libros del Ferrocarril y colgado sobre la pared frente a la puerta de entrada, un mapa en el que se indicaba el recorrido del Roca.

El señor de la municipalidad ocupó la silla de mi papá y desplegó un papel escrito en tinta china que sacó del bolso. El jefe del correo y el de la estación tenían el listado con los apellidos de todos los vecinos del pueblo. Aprendí a leer antes de Navidad así que me entretuve repasando los nombres y contándolos. Llegué hasta mil.

El hombre le preguntó a mi papá si tenía hijos. Sacó otro sobre más grande y retiró dos vales. Después tildó en el papel los nombres de los hijos de nuestros vecinos, de mis compañeros de la escuela y separó vales para todos ellos. Se paró y marcó en el mapa otros pueblos. Calculó las distancias y le preguntó a mi papá en cuántas horas podría tener todos los vales repartidos. Pidió que le indicase dónde quedaba la comisaría y el correo.

Yo pintaba en el comedor, cerca de la puerta que daba a la boletería. Pensé que el señor quería llevarse a papá preso y me levanté de un salto, fui a buscarlo y lo agarré fuerte de los pantalones. El señor de la municipalidad se sonrió, me acarició la cabeza y me dijo que disfrutara de la sorpresa. Papá le dio una limonada, lo acompañó al andén donde lo esperaba un policía en bicicleta. A él le entregó los vales que había separado y un sobre con el listado. El pito del tren sonó y el hombre desapareció entre los vagones.

Ayer a la mañana terminamos las cartas para los Reyes. Mamá nos dijo que enviaría una a la casa de la abuela y que la otra la dejásemos sobre los zapatos. Nos mandó a buscar yuyos para los camellos y armamos un altar atrás de la puerta de la cocina. Pusimos las botas que uso cuando llueve y las zapatillas viejas de Alberto, los yuyos en unos platos cachados y dos latas de sardinas con agua.

En la cena papá sacó otro pan dulce, esta vez, no arrancó la etiqueta. Después de comerlos nos mandaron a la cama. Alberto me preguntó si los Reyes nos dejarían lo que pedimos. Le dije que sí, pero no estaba segura. Lo escuché resoplar y dar vueltas toda la noche, los resortes de su catre rechinaban más que sus dientes cuando soñaba con monstruos.

El amanecer aparece por el ventanal que da al andén, mamá se olvidó de cerrarlo anoche. El naranja pinta el cielo y el campo se ilumina. Parece más verde los días antes de la cosecha. Alberto decide dormirse justo en ese momento. Me siento de un salto en la cama. Estoy segura de que papá ya anda barriendo. Me asomo y lo veo. Silba y hace bailar a la escoba. Tira hacia las vías los papeles que trajo el viento y los que tiraron los pasajeros. Mamá le ceba mate.

Corremos hasta el patio trasero y vemos que los camellos se alimentaron muy bien anoche. No dejaron nada en los platos y se habían tomado toda el agua. Buscamos entre los zapatos y debajo de una de las latas de sardina, se asoma un sobre. Leo bastante bien para mi edad, así que le cuento a Alberto que los Reyes nos dejaron dos vales para ir a buscar los regalos al correo. Papá se saca el uniforme, se pone la camisa a cuadros que usa los domingos para ir a misa, se peina con gomina y se calza la bombacha de Grafa azul y las alpargatas. Mamá nos viste de cumpleaños.

Caminamos cinco cuadras hasta llegar al correo. Al pasar por la comisaría nos saludan otros nenes. Van de la mano de sus padres que charlan debajo del tinglado. La cola llega hasta el almacén de Nelsi Morresi que convida rosca y vasos con agua. Mala suerte que nos tocó el correo, la crema pastelera es mi preferida.

Nos ponemos en la cola. El policía que anda en bicicleta saluda a papá con una venia. A medida que llega la gente, los acomoda. Nosotros tenemos varios adelante. Alberto se suelta de la mano y corre a jugar con el perro de nuestro vecino que está unos lugares adelante. Yo me inclino hacia la puerta y trato de pispiar. El pecho se me acelera cuando veo a Margarita, mi compañera de banco, con una muñeca abajo del brazo. Le tironeó el brazo a papá y él me sonríe.

El policía nos hace entrar. En la oficina de correo hay bultos apilados hasta el techo. La señora del jefe lo ayuda a alcanzar los paquetes a medida que los padres entregan los vales. Mientras espero, juego a adivinar qué hay adentro. Mientras tanto, un chico de boina y tiradores me alcanza la revista “Mundo Infantil” y me dice que tengo cara de que me gusta leer. La aprieto contra el pecho.

Papá lo llama a Alberto que entra con el perro. Estira los vales sobre el mostrador del correo y me mira. La señora me da una muñeca bebota vestida con un bombachón marrón de terciopelo y camiseta haciendo juego. A mi hermano le alcanza un triciclo que tiene una enorme rueda delantera y dos más chicas atrás. Nos dice que como nos portamos bien, y mi papá tiene asistencia perfecta, nos mandaron un tren de madera para los dos.

Alberto sube al triciclo y el perro lo sigue. Le doy la revista a papá y abrazo a la bebota. Él lleva la caja con el tren debajo del brazo. Los chicos rezagados, llegan a la comisaría y al correo, con menos preguntas que nosotros. Algunos me piden que les muestre la muñeca y otros, señalan a mi hermano como si hubieran visto a un animal salvaje. Es que Alberto pedalea a toda máquina, las ruedas de su triciclo se tambalean entre las piedras.

Mamá está en la punta del andén. Levanta el repasador y lo mueve de arriba para abajo. Nos abraza cuando llegamos. Alza a mi bebé y la besa, acaricia la cabeza de Alberto y pule con el puño de su saco el manubrio del triciclo. Recibe la caja y la lleva al comedor. Entorna las persianas y deja que entre la luz. La destapa y arma el tren sobre los tablones de madera. Juega sentada.

Papá saca del horno la rosca de Reyes que mamá hizo mientras nos esperaba. Hace más limonada y nos sirve un poco. Se escucha el pito del tren, debe estar en el cruce. Alberto gira alrededor de la mesa y mamá acomoda los vagones uno detrás del otro. La ventanilla de la boletería se abre, la puerta del hall repliega sus hierros y el andén se cubre de hollín y polvo seco.

- Gracias, mami por los regalos

- No fuimos nosotros, fue la maga.

SOBRE LA AUTORA

Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.