Vía Tres Arroyos presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias, la sección a cargo de la escritora Valentina Pereyra, en esta ocasión con un cuento de su autoría.
Escondite
Antes del laberinto, la mejor atracción del Parque Cabañas era el viejo puente colgante. Al nuevo lo ubicaron unos metros más adelante: luce como los que aparecen en los cuentos. Los tablones danzan con el paso de los transeúntes y los tirantes de alambre de acero sostienen una arcada que se alza a una decena de metros sobre el arroyo Orellano.
Los senderos que nacen en el camino principal se internan barranca abajo hasta la orilla. Los distintos tonos de verdes, el pasto recién cortado, las ramas de los sauces llorones moviendo su melena al compás del viento, terminan de componer la postal del parque.
En invierno las tardes se acortan cuando a las seis suena la sirena que anuncia el cierre del parque. Los patos nadan en círculo; las garzas anidan arroyo abajo y los perros callejeros o con dueños husmean cerca de la orilla.
Los más jóvenes llegan hasta allí con las bicicletas: se asoman por las barandas del puente colgante y, desde ahí, eligen el mejor lugar para tirarse sobre el pasto a disfrutar del cielo tan celeste.
El arroyo Orellano también es el lugar preferido de los pescadores que esperan el pique del día abajo de los álamos. Los domingos el movimiento del parque es familiar: niños en bicicleta, fogones encendidos, picaditos en las canchas. Es diferente a los días de la semana que, como hoy, se tiñe del color de los trajes que usan los ciclistas y los corredores: calzas con inscripciones, remeras rojas, amarillas, verdes: flúo y estridentes; cascos negros, blancos, grises y lentes oscuros o tornasolados que ocultan toda identidad.
De tanto circular entre la barranca y la orilla las bicicletas hicieron un camino que sube y baja hasta el recodo del arroyo. Luego, sigue barranca arriba el sendero de los abedules y continúa su trazo entre plantas añosas y arbustos ralos.
Dos ciclistas, un hombre y una mujer, cruzan el puente colgante, aunque sólo está permitido para caminantes. Bajan por el sendero de los sauces hasta que un tronco caído los obliga a dejar las bicicletas apoyadas y seguir a pie hasta la orilla. Bajan de costado: un pie adelante y el cuerpo inclinado; el otro atrás de apoyo. Dejan en el pasto los lentes y los cascos; se echan de espalda a contemplar la forma de las nubes. El hombre inclina el torso hacia el pecho de la mujer y le toca la nariz con la punta de los dedos. La recorre desde la boca hasta la cintura y se acerca para besarla. Ella no le devuelve el beso, tampoco abre los ojos; sigue quieta como si solo quisiera sentir la brisa sobre ella.
— ¿Qué pasa, Flor?
— Dejame
— ¡Vamos, no es tan grave!
— Negro, no quiero seguir con esto.
— Falta poco, en unos meses arreglo lo mío y podemos hacerlo.
— Ya fue, no soporto más jugar a las escondidas. Se terminó.
— Esperá, tené paciencia.
- Ya está, tema cerrado. Tuviste mucho tiempo para arreglarlo.
La mujer lo empuja con las manos y él queda de espaldas: suspira. Ella junta las piernas y las lleva al pecho; él le pasa el brazo por los hombros. El olor a transpiración de los cuerpos se funde con el del lodo y la caca de las palomas.
La mujer estornuda y a él se le escapa la risa. Ella lo mira entrecerrando los ojos y se levanta en un solo movimiento, al mismo tiempo que se sacude el pasto que le quedó pegado en la campera. Él la mira desde el suelo y se tapa los ojos con la mano en visera poder ver la cara de la mujer que el sol recorta en el cielo. Ella sube la barranca y busca la bicicleta; él la sigue dando zancadas largas para poder alcanzarla.
La mujer agarra la bicicleta y le hace señas de que la siga. Pedalean por el sendero donde las ramas se entrelazan y la luz no llega. Él se le pone al lado y le pide que deje de llorar. Le suplica que pare debajo de la sombra de los eucaliptos. La mujer lo empuja con la pierna y él pierde el equilibrio, cae y cuando se está levantando ella es un punto multicolor al final del camino.
Dos mujeres sesentonas charlan y acomodan la matera sobre un banco de madera en la barranca cercana al puente colgante. Parecen suspendidas, inclinadas como haciendo reverencia al arroyo. La gramilla pinchuda se les mete por los tobillos desnudos y los cardos, que dejan semillas escondidas entre los penachos más verdes y las hojas más anchas, las obligan a no descalzarse.
Detrás de ellas las flores doradas del aromo destilan la fragancia dulce que se destaca entre los árboles que esperan a la primavera para florecer. La fila de álamos acompaña al camino y la sombra de los pinos cobijan a los bancos. Palomas, estorninos, loros y algún colibrí de vez en cuando deleitan el descanso de las mujeres que miran hacia el arroyo.
Una de ellas busca debajo del aromo una rama o un palo que le sirva para clavar la empuñadura de la correa de su perra salchicha. Le da a su compañera un ramillete de flores doradas al mismo tiempo que intenta sostener a la perra que aúlla como si la ahorcaran.
— Anchoa, pórtate bien, no tironees, acá no puedo soltarte, es peligroso.
— No sé por qué no dejaste a esa perra en casa. Estás más preocupada por ella que por relajarte un rato. ¿A qué vinimos, Anita?
— Me sacaste tan de raje que no pude agarrar la otra correa, la que tiene el mosquetón más cerrado y ajusta mejor; tengo miedo que se muerda el collar y se la saque.
— Querida, ya es hora de que ese animal se haga un poco a la vida. ¿Cómo sobreviven los que andan por la calle?
— ¿Por qué no preparas el mate y dejas de renegar? Con razón cada vez tenés más arrugas.
— ¡Tu abuela!
— ¡Vas a quedar tan arrugada como el Shar Pei que trae aquella señora!
— Graciosa.
— Pina, empezá el tuyo con azúcar, ya sabés que yo la tengo prohibida.
— Nosotras estamos prohibidas.
— Anchoa, déjame tomar mate. Alcanzame un pedacito de pan que le voy a dar algo para que se entretenga.
— Cambiá de tema.
— Hasta que se muera mi madre, éste no es un tema, Pina.
— Tomá el pan, Anita y endulzate un poco con un alfajor de maicena.
— Más dulce si me lo das en la boca.
Cientos de ligustros serpenteantes dibujan caminos sin salida. Crecieron lento, muy lento, esperaron su tiempo. Las ramas cortadas a la misma altura y las arcadas hechas con las ramas flexibles entrelazadas. Una única entrada, y otra única salida. No hay que perderse para encontrarla.
Una mujer cuarentona sentada con las piernas cruzadas como indio le ceba mate a un veinteañero. El chico hace gestos ampulosos, se ríe rompiendo el silencio del lugar y cuando se cansa de hablar prende un pucho. Juega con las arandelas de humo y acepta todos los mates que ella le sirve. Eligieron un claro del predio, lejos del palmar que flanquea el camino de ingreso, sobre los montículos de ladrillos desechos que quedaron de los fogones viejos. El veinteañero apoya las manos sobre la gramilla amarronada e inclina el torso hacia atrás. A unos metros, un hormiguero amenaza con explotar.
— Tomá rápido, Nahuel o se va a lavar
— ¿Viste que al final quedó un día hermoso? ¡Y vos que no querías venir!
— ¿Qué le dijiste a tu mamá?
— Que veníamos al parque a repasar la lección. ¿De anatomía? Ja.
— No es gracioso, el director no aprueba que hablemos con ustedes.
— El director que se meta en su casa, no estamos en clase, ¡qué me importa lo que diga!
— ¿Se lavó?
— No profe, está buenísimo. Como usted.
— No te acerques tanto, hay gente.
— No des bola. Vamos al laberinto, dale, levántate.
— Dame tiempo, guardo el termo y voy
— Te juego una carrera a ver quién llega primero a la salida.
— Dale
— Si perdés te doy un beso
- Dale
El sol sigue camino hacia el oeste, los loros se esconden de a dos en las cuevas de la barranca; los pinos alzan su punta hacia el cielo: rezan; los eucaliptus pierden las hojas largas, finas, delicadas; las palmeras desperdician espinas por doquier y cubren con su larga cabellera lo que resta de luz.
Una sirena anuncia que son las seis, hora de irse. Tiempo de cruzar el puente, tiempo de romper barreras, tiempo de salir del escondite y tiempo de encontrarse para no perderse.