Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias en esta oportunidad con un nuevo cuento de Valentina Pereyra.
Prendete uno
Elegí hacerme fumadora. Pensé en demostrarle a mis compañeros de la escuela primaria de que no era ninguna tonta.
El aroma a tabaco Virginia: dulce y suave, invadía el living de la casa de mis abuelos. La pipa y el sobre con las hebras aromáticas, cuidadosamente guardadas adentro de un cenicero sobre la chimenea, invitaba a fumar. Algo poco frecuente en una niña de doce años, pero no imposible.
El abuelo resguardaba los discos de Gardel del polvo y de las manos inquietas de alguna de sus tres nietas. Por eso el tocadiscos, frente a la chimenea, siempre estaba cerrado. Sólo se abría los sábados a la noche cuando empezaban las clases improvisadas de tango. A su lado, el sillón forrado en gobelino floreado sobre fondo beige: el preferido de mi abuelo. Y encastrado en su brazo de madera: una mesa de arrime. Ahí apoyaba el vaso de Gancia mientras se preparaba para mirar Malevo por la televisión, todavía en blanco y negro.
En el mueble donde estaba la bandeja de los discos de pasta había una radio empotrada. Los sábados el dial se clavaba en los Grandes Bailables. Cuando era mi turno para alcanzarle el vaso de Gancia, me sentaba al lado del abuelo en una silla que tenía respaldo de madera y asiento rojo. Él me daba la tarea de llevarle su pipa y el tabaco. El ritual empezaba cuando desenvolvía el papel plateado, estiraba las hierbas aromáticas y las frotaba entre sus dedos; olía el tabaco, aspiraba profundamente y, al final, lo dejaba caer adentro del hornillo de la pipa. Luego sacaba del bolsillo de su pantalón una caja de fósforos Tres Patitos y echaba a nadar adentro del oscuro mar del Virginia la llama anaranjada. Pitaba, sacaba círculos espesos que se disolvían antes de caer. Cuando el humo caía para mi lado, puede ser que el abuelo lo hiciera a propósito, yo abría la boca y lo cazaba.
No había mucho para hacer los sábados. Mi mamá no nos dejaba invitar amigos a casa porque decía que ese día y, el domingo, eran de la familia. A mí esa regla no me importaba para nada porque nadie en la escuela hubiese aceptado mi invitación para jugar.
A los doce años mi mundo se repartía entre las clases de guitarra, inglés y la escuela. Los torneos Inter escolares le daban algo más de sabor a la semana. A los doce años leía a escondidas fotonovelas, tenía prohibido tocar los D´Artagnean que mi abuela guardaba para los varones de la casa. A los doce años las muñecas quedaban chicas y las salidas al centro, grandes.
Mi mamá tenía pocas reglas y todas las aplicaba los sábados. Mi hermana y yo dormíamos en el primer piso y mi prima, que vivía con nosotros después del divorcio de sus padres, en la habitación de al lado. Cada sábado, cerca de las diez de la mañana, mi mamá nos llamaba a los gritos desde la planta baja de nuestra casa. Nos mandaba a hacer las camas, repasar el baño y a hacer los mandados para el almuerzo.
Le gustaba amenazarnos con mi padre y le daba a él la potestad de los castigos. Antes de las doce del mediodía la mesa estaba puesta. El menú sabatino incluía entrada, comida principal y postre. Mientras mis padres y abuelos, vivíamos todos juntos, hablaban en la sobremesa de la política lugareña y de lo poco que iba la gente a la cancha, con mi hermana lavábamos los miles y miles de utensilios que mi madre usaba para cocinar. Después nos mandaban a dormir la siesta.
Subíamos al cuarto y ahí elucubrábamos: robarle los caramelos que el abuelo guardaba en la mesa de luz; sacarle el Fanciful a la abuela y teñir a la muñeca que estaba semi calva; buscar en la terraza la cría de los gatos vagabundos para intentar convencer a mi madre de que las adoptara; sacar la colección de muñecas Puquis y jugar entre las sombras de una pieza diurna disfrazada de noche.
Una noche, embriagada por el aroma de la pipa de mi abuelo se me ocurrió la idea. En la escuela, mis compañeros no dejaban de atormentarme: por la pollera marrón que me sobresalía debajo del guardapolvo, por el dobladillo chingado; por la nariz muy grande para una cara tan atrasada y flaca; me cargaban por los huesos que sostenían mis zapatos y por las rodillas chuecas. No me gustaba leer, deletreaba. Las matemáticas no se me daban, tampoco la geometría. La caligrafía hostigaba a mis lapiceras que escupían tinta de puro asco nomás. Pero era la mejor jugando al vóley.
Durante las horas de educación física nos sacábamos el guardapolvo. Quedaba al descubierto lo que mi madre hacía conmigo y mi outfit. Mi padre, fanático de Adidas, cada vez que viajaba a Buenos Aires traía un conjunto nuevo. Ese año había ido una sola vez, por suerte, y por eso yo lucía el conjunto azul oscuro con las tres tiras bordadas en las piernas y en los brazos de la campera. Propiamente un fideo chueco envuelto con un papel muy refinado.
Las clases de vóley fueron las mejores, esa habilidad no la heredé de nadie, y me salvaron de mayores burlas, especialmente durante las Olimpíadas Escolares. Pero, de no ser por esa virtud, todo lo demás era para chiste. Mis compañeros esperaban el momento en que la señorita Tea me hacía leer. Empezaban a hablar por lo bajo hasta estallar en una risotada grupal antes de que pudiera terminar con el primer párrafo.
Cuando el profesor de matemática me hacía pasar al frente, mis compañeros esperaban el momento de las divisiones. A duras penas contenían el aire de la risa dentro de sus cachetes inflados. De no ser por el miedo que le tenían al maestro, lo hubieran soltado.
La oportunidad de fumarles en la cara me fascinó.
Un sábado entre la mañana y la hora del almuerzo me deslicé, con la ayuda de mi hermana que campaneaba, por la casa de mi abuela. Entré por el garaje, esa puerta siempre estaba abierta por si algún vecino necesitaba algo, pasé por la cocina, saludé a la abuela. Le dije que mamá me había mandado a buscar kinotos para hacer un postre que vio en el libro de Doña Petrona. Mi abuela, que siempre estaba sentada al lado de la cocina, no se iba a levantar para comprobar si yo hacía lo que le había dicho o no. Sus carnes flojas rebalsaban por el asiento de su silla y las úlceras, que devoraban sus piernas de a poco, la tenían postrada y presa en su cocina.
Me hizo señas con la mano para que entrase y dijo, en un italiano raro, que, si hacía algo malo, me pateaba el culo. Crucé el pasillo del living, pero en lugar de doblar a la derecha, hacia el patio, fui a la izquierda, hacia el living. Tomé el tabaco, pero dejé la pipa. Cuando volví, sin los kinotos, me apuré para mostrarle a mi hermana el tesoro y fui directo a buscar mi cartera marrón del colegio. Arranqué unas hojas del cuaderno Rivadavia, nadie se asombraría de que colgaran retazos de papel o que faltaran algunas hojas porque también tenía negada la prolijidad.
Ese sábado había doble función en el Cine Americano. Los grupos del colegio, de todos los grados, habían recibido a la salida del colegio bonos a mitad de precio para ver “Los Superagentes”. Mi madre dijo que no era una película para chicos, pero aceptó porque fue más fuerte el deseo de que, por fin una tarde, la dejásemos tranquila.
Después del almuerzo nos mandaron a dormir la siesta para estar frescas a la hora de ir al cine. No estaban dispuestos a invertir el precio de las tres entradas, mi prima iba con nosotras, para que, a la primera de cambio, empezáramos a cabecear hasta dormirnos. A las tres y media de la tarde nos hicieron bañar, poner los pantalones nuevos y el buzo Globito: el mío azul con rayas rojas y el de mi hermana rojo con rayas azules. A mi prima le pusieron el conjunto ADIDAS verde. A las cuatro y media de la tarde mi padre nos subió a su Dodge Polara y nos llevó.
Ya en el cine, nos instalamos en el centro de la larga fila del medio. Mi hermana traía los fósforos. Los chicos estaban a la expectativa. Antes de entrar, les dije a todos lo que haría. Mientras Mojarrita apuntaba a los enemigos, tirado de panza atrás de un peñasco, Tiburón asomaba la cabeza entre las ramas de un árbol que lo camuflaba y Delfín ordenaba el ataque. Una música infantil con melodía de programa americano de las tardes, supe después que era de Pocho Leyes, preparaba la hecatombe. En la siguiente escena, suspenso y acordes al tono.
Elegí esa tensión, era el momento. Mi hermana me pasó la cajita de fósforos, envolví el tabaco que llevaba en el bolsillo de la campera en la hoja del cuaderno de clase. Acerqué el puro prefabricado a la boca y lo encendí.
Mojarrita apretó el gatillo y el estampido se fundió con el “guauuu” de la sala que descuidó la película para atender a la gran llamarada que salía en medio de las sombras, en el centro de la sala. Minutos después un señor uniformado, bajo y de bigote, dirigió el haz de luz de su linterna directamente hacia mis ojos, encandilándome.
Sorteó las piernas de los que compartían fila conmigo y me arrastró del brazo hacia la puerta. Antes, supongo porque no lo recuerdo, apagó el puro mal armado. Los chicos aplaudieron y a partir de ese día no volvieron a molestarme con las matemáticas o con la lectura balbuceante. Mi hermana y mi prima guardaron honrosamente el secreto. Pero, diría mi madre, las mentiras tienen patas cortas.
Dos días después mi padre llegó a casa de su trabajo. Estaba prendido fuego. Gritó desde la puerta algo de incendiar el cine y que, si no me daba vergüenza, y quién me creía yo que era, y por qué arrastraba a mi hermana a mis pavadas y más puteadas que no recuerdo, o que tiré a la papelera de reciclado.
Lo que siguió fue ir a pedir perdón a los encargados del cine; prohibiciones insignificantes, dado mi poca socialización, pero efectivas porque me dejaron fuera de circulación hasta fin de año. Terminé mis estudios con buenas notas, la reclusión me sirvió para la práctica sostenida de la lectura y las cuentas; el puro me dejó en los anales del colegio para siempre. Aprendí que el tabaco salva vidas.
SOBRE LA AUTORA
Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.