Vía Tres Arroyos te presenta una nueva edición de Pinceladas literarias en esta oportunidad con un nuevo cuento de Valentina Pereyra.
La Estrella de Belén
Los que creen en los Reyes Magos escriben cartas para que cada 6 de enero ocurra la magia. En los años mozos de mis padres, la tradición se extendía a los y las jóvenes que ponían sus ilusiones en las manos, mejor dicho, en los zapatos de tres hombres disfrazados con barbas, coronas, turbantes, capas de raso y pantalones con botas.
Ni mi padre ni mi madre repararon en que era de cartón la estrella de Belén que presidia la procesión del año en el que se miraron con ganas por primera vez. La creyeron brillante y descendida de un cielo que, horas después de haberla dejado bajar a la tierra, se iluminaba con cientos de colores artificiales. ¡Qué costaba creer! Los jóvenes de principios de los ´60 también escribían cartas pidiendo regalos a los reyes que venían de Oriente, no de la localidad dorreguense, si no de Oriente Medio.
En Tres Arroyos, el padre Digiorno impuso una costumbre que persiste. Convenció a tres feligreses para que tomaran el papel de Melchor, Gaspar y Baltasar y se pasearan por la ciudad hasta llegar a un pesebre al pie de la escalinata de la Iglesia del Carmen. Antes de llegar pasaban por el palacio del malvado Herodes para despistarlo.
En la esquina del edificio de La Previsión, a dos cuadras de la Iglesia del Carmen, el rey los esperaba sentado en su trono que se apoyaba sobre una tarima arriba de tambores de lata. El detalle de que el Niño de Belén ya había nacido dos semanas antes y que seguía en el pesebre esperando a los Reyes no se explicaba demasiado y, con tal de que ocurriera algún milagro, grandes y chicos decidían, y deciden, no cuestionarlo.
A la estrella montada en la Rastrojera de la parroquia la seguía una caravana de pastorcitos, ángeles, tres Reyes a caballos (una vez pasearon en camellos que les prestó un circo que cayó al pueblo los primeros días de enero), el cura Digiorno, el intendente municipal y su esposa, los políticos de turno y las damas de la beneficencia. Los padres alzaban a sus hijos e hijas para alcanzarle a los Reyes las cartas donde pedían regalos que esperaban recibir.
Según las costumbres de cada familia podían entregarlos esa misma noche del 5 de enero al regresar de la plaza principal o al día siguiente (algo más explicable respecto al tiempo que se demorarían los Reyes en llegar desde el pesebre hasta la casa de cada chico o chica). Los que se portaban mal durante el año, recibirían carbón. Las jóvenes casaderas podían pedir un novio. ¡Para eso eran Magos y encima, Reyes! Me gusta imaginarme la escena de aquellas muchachas pudorosas yendo a la plaza San Martín con el único deseo de encontrar algún buen mozo que las cortejara. Era un buen momento para relojear y, elegir candidato. Las susodichas, si eran bastante agraciadas, recibirían la mirada furtiva de los galanes en vías de desarrollo.
Lo que les cuento es muy real en mi cabeza, pero sin dudas una gran mentira. No hay mejor cosa que recrear lo que te contaron e inventar lo que se guardaron por pudor. Pero, como la fecha lo amerita, qué mejor que narrar lo que escuché alguna vez detrás de la puerta de la cocina mientras mi madre y mi tía preparaban la masa para la rosca de Reyes.
Nebel, mi papá, descargó el querosene en la casa de la familia Lamas, mis abuelos. Bajó de la Rastrojera dos bidones y los volcó en el tanque que tenían en el patio. Antes de irse le agradeció a doña Teresa, mi abuela y dueña de casa, por el vaso con agua que lo ayudó a mitigar los treinta grados que hacían ese 5 de enero.
- ¿Te vemos en la plaza esta noche?
- Me gustaría, voy a preguntarle al patrón si me deja ir y me doy una vuelta.
- Bueno, pero si no te veo que tengas lindo día de Reyes y pasá por casa a comerte un pedacito de rosca.
- Gracias, doña Teresa. No le voy a hacer un feo, la rosca suya es famosa en el barrio.
El reparto de querosene terminó pasado el mediodía. Nebel y Pedro, futuro esposo de mi tía Mabel e hijo de los dueños del negocio de venta de querosene, dormían en un altillo arriba del local desde donde funcionaba la administración. Cerraron los postigos y trataron de mantener lo más oscuro posible para descansar sin sobresaltos. Pedro no paraba de hablar sobre la noche de Reyes, del padre de su amigo Néstor que se disfrazaba de Baltasar y de las chicas hermosas que verían esa noche. Nebel sólo quería dormir una siesta antes de tener que seguir repartiendo con el sol partiéndole la cabeza. Sonreía con las ideas locas de Pedro que proponía meterse entre la gente y agarrar a algún chiquito de la mano para tener la excusa de acercarse a los Reyes y ablandar el corazón de alguna pretendiente.
- Las chicas se hacen pis encima cuando sos tierno con los pibitos.
- Dejáte de joder y dormite un rato.
En la casa de los Lamas, Marta y Mabel, mi mamá y mi tía, hijas de Teresa y Héctor, terminaban de limpiar la cocina después del almuerzo. Si lo hacían rápido podrían lavarse la cabeza temprano e intentar hacerse rulos calentando la buclera. Hablaban tanto y tan fuerte que su padre las silbó desde la habitación, en el piso de arriba, para que se callaran y lo dejaran descansar. La madre les hizo señas llevándose la mano a la garganta en señal de cortársela y soltó un gruñido ahogado para que bajen la voz y se vayan al patio.
A pesar del calor que rajaba la tierra, Marta y Mabel salieron a juntar el pasto y a buscar algún tacho para poner el agua y así, alimentar a los caballos que llegarían seguramente agotados del viaje. Tenían 18 y 17 años. Sabían que los Reyes no existían, pero no estaban dispuestas, por nada del mundo, a cortar con la tradición.
Habían escuchado en el almacén a la madre de Pedro decir que esa noche la familia iría a la plaza a ver el paso de los Reyes Magos. Hacía meses que Nebel y Pedro les hacían la pasadita. La casa de los Lamas, mis abuelos, estaba en la esquina de la de los Rocha, los padres de mi tío. El camino era inevitable: ellos tenían que pasar por la casa de ellas para volver al negocio de venta de querosene y ellas tenían que pasar por la de ellos para ir al almacén. Marta y Mabel agachaban la cabeza cuando caminaban por la vereda del local de Rocha mientras Pedro les lanzaba piropos a pesar de que Nebel le suplicaba que no fuera tan grosero. Las chicas sonreían con disimulo y apuraban el paso.
Esa mañana de Reyes, doña Teresa las había mandado a comprar la harina y almendras, nueces, levadura y huevos para hacer la rosca. De regreso, se encontraron con Pedro que, parado a mitad de la vereda, con los brazos cruzados y los ojos fijos en ellas, les impedía el paso. Las chicas intentaron bajar a la calle de tierra y él movió su cuerpo para cortarles el camino. Ellas se agarraron fuerte del brazo y empujaron el aire para avanzar como diera lugar. Pedro movió su cintura y giró la espalda como haciendo olé a un toro y las dejó.
- Nos vemos esta noche, chicas. Felices Reyes.
Marta y Mabel se rieron ahogadas y salieron para su casa a riesgo de que los huevos estallaran con el movimiento brusco que les imprimía la corrida al zarandearse adentro de la bolsa de los mandados. No le contaron a su madre el episodio y siguieron con las tareas de la casa. Prestaron especial interés en la ropa que su madre preparó para que se pusieran esa noche y pidieron permiso para hacerse los bucles.
Después de juntar el pasto reseco y ponerlo en tres montículos perfectos delante de la chancleta de doña Teresa, de los zapatos de charol de Héctor, mi abuelo, y de los zapatos acordonados de ellas, cargaron agua en una palangana de chapa. La madre las llamó para que fueran a la cocina y la ayudaran con la masa y la cocción de la rosca de Reyes.
Marta puso en un bol grande 350 gramos de harina, hizo un hueco en el centro y agregó el azúcar, la levadura disuelta en el agua templada, el ron, la leche, la ralladura de naranja, el agua de azahar y la mantequilla. Mezcló ligeramente y añadió uno de los huevos que le alcanzó Mabel. Después agregó una pizca de sal y amasó. Cuando se unieron todos los ingredientes, llevó la masa sobre la mesa de madera de la cocina que, previamente, su madre enmantecó. Mabel se encargó de amasar hasta lograr una textura elástica. Luego separó una bola con la masa y le hizo un agujero en el centro. Doña Teresa fue la encargada de darle forma al roscón. Después de que levó, Marta lo metió al horno. El aroma a ron y azahar inundaba todas las habitaciones de la casa.
Doña Teresa mandó a Mabel a cargar un balde con agua que bombeó en el patio. Entre las dos hermanas lavaron los cacharros y repasaron la mesa y el piso de la cocina. Una hora después, la rosca estaba sobre la mesada lista para la decoración. La fruta escarchada, las almendras fileteadas y el azúcar granulado se mezclaron con otro huevo y un rato más al horno. Al finalizar, doña Teresa les dio permiso para ir a bañarse y empezar con los preparativos para la noche. El padre se fue a trabajar y les advirtió que estuvieran listas a las ocho.
- Toco tres bocinazos y salen.
Doña Teresa envolvió regalos que le hicieron sus cuñadas en Nochebuena con papeles de colores que guardó después de Navidad. Eligió uno para cada una de las chicas y le dejó la botella de grapa para su marido. Apoyó el paquete con la mañanita que le tejió la mujer de su hermano arriba de sus chancletas.
Marta y Mabel pasaron las siguientes tres horas en su cuarto, en el primer piso, planchando las enaguas, los vestidos, las mantillas, las medias; lustraron los zapatos sin puntera blancos; bajaron a calentar el fierro sobre la hornalla de la cocina. El olor a pelo chamuscado se mezcló con el de la rosca y doña Teresa les dijo que se dejaran de ser tan inútiles y que, si se quemaban el pelo, las rapaba. El susto las puso en guardia y no dejaron que el fierro se calentara lo suficiente. Por eso, ni bien llegaron a la plaza se les desarmaron los rulos por la humedad de la noche, el calor y los chorros de agua que tiraban los más graciosos con los pomos que les sobraron del Carnaval del año anterior.
Los tres bocinazos las advirtieron que era hora de salir. Montaron el Siam Di tella de su padre que estacionaron a tres cuadras de la plaza San Martín. Caminaron entre payasos que vendían globos, chicos de pantalones cortos que corrían desbocados y nenas con dos colas que se tironeaban los moños que las ataban. Marta y Mabel trataban de no rozarse con la gente para no arrugarse los vestidos. Cada tanto acomodaban las mantillas sobre sus hombros a la espera de que el cura Digiorno, después de recibir a los Reyes Magos, ordenara a las mujeres cubrirse la cabeza para recibir la bendición.
Pedro se había puesto el traje que sus padres le compraron para el casamiento de su hermana y su madre le arregló a Nebel un saco y pantalón que su marido había heredado de su abuelo. Se engominaron y lustraron los zapatos con bastante betún para que parecieran nuevos y llegaron a la plaza corriendo. El gentío no los acobardó y, a pesar de los refunfuños de las madres que atropellaban a su paso, llegaron a instalarse cerca del pesebre armado en el atrio de la Iglesia del Carmen.
La familia de las chicas y la de Pedro y Nebel eran amigas. Así que, a pesar de la rivalidad política: Los Lamas eran radicales y los Rocha peronistas, se llevaban bien en otras cuestiones como: pasarse recetas, hablar de los avances del barrio, de los partidos en Villa del Parque y de la carrera como boxeador que iniciaba Nebel. El día anterior, mientras la peluquera del barrio le ponía los ruleros a doña Teresa y, también a la mamá de Pedro, se pusieron de acuerdo para encontrarse en el centro de la plaza, debajo de la glorieta.
La estrella de Belén empezó a circular atada a la Rastrojera que el cura usaba para juntar donaciones. Melchor, Gaspar y Baltasar la seguían a caballo. La sirena de los bomberos y los cantos de las mujeres de la iglesia desafinados como los gritos de los nenes y las nenas que se negaban a darle la mano a los Reyes Magos, completaban la escena.
Los dos matrimonios se saludaron atentamente y enseguida empezaron a hablar sobre lo importante: ellas no reprimían críticas sobre los peinados de sus convecinas y ellos no dejaban de prestar atención a la cantidad de hombres que se bajaban de autos nuevos o semi nuevos y se quejaban de que, en Tres Arroyos, parecía que la malaria no existía.
-Mucha gente de campo, qué quiere que le diga.
- La primavera de Perón también les tocó a ellos.
Marta se alejó con la excusa de buscar un mejor lugar para poder saludar a los Reyes. Detrás del pino de San Lorenzo la esperaba Nebel que la recibió sacándose el sombrero. Ella agachó la cabeza y movió la cintura haciendo que la enagua le asomara por debajo de la falda. Miró hacia dónde estaban charlando sus padres y se aseguró de que no la vieran. Mientras tanto, Mabel que la seguía atentamente, pidió permiso para acompañar a su hermana a buscar un buen lugar alrededor de la plaza. Pedro la escuchó y salió detrás de ella. El tronco del árbol no era suficientemente ancho como para esconder a los cuatro, así que, Nebel invitó a Marta a caminar hacia el pesebre mientras le preguntaba por su peinado, ponderaba su vestido floreado y la blancura de sus zapatos.
Mabel se asustó cuando Pedro quiso besarla y corrió detrás de su hermana. Cuando la alcanzó, le pellizcó el brazo y la advirtió que si las vecinas se daban cuenta que estaban charlando con Nebel y Pedro se lo contarían a su madre. Marta se despidió a las corridas y las dos se pararon junto a las monjas del Colegio de Hermanas que, al reconocerlas, le hicieron un lugar en la fila de chicos que esperaban a los Reyes.
Después de que los Magos entregaran el oro, incienso y la mirra al bebé de doña Etelvina, la almacenera, que no paraba de gritar y llorar, el cura leyó a las apuradas algunas de las cartas en la que los niños pedían regalos y aseguraban haberse portado bien. Los Reyes saludaron a la multitud y el cura ordenó a sus peones que lanzaran las bombas de estruendo.
Marta y Mabel se unieron a sus padres y abandonaron cabizbajas la plaza. Una vez en su casa, doña Teresa las mandó a buscar sus regalos y ellas, se hicieron las sorprendidas, aunque recordaban muy bien que esos pañuelos bordados se los habían regalado a su madre para Navidad. El padre levantó la grapa que los Reyes habían dejado sobre sus zapatos de charol y la llevó para el comedor. Doña Teresa no abrió su paquete.
Marta y Mabel, cumpliendo órdenes, pusieron el mantel de lino y las copas de cristal de la bisabuela. También se ocuparon de cortar la rosca y dejarla en el centro de la mesa. Todavía no habían llegado los invitados. La voz de su padre resonó fuerte y una risotada llegó desde el porche de entrada. La familia de Pedro y Nebel siguió a doña Teresa hasta el comedor y los muchachos a ellos.
Marta se acomodó el único bucle que le quedó armado porque se revelaba sobre su frente. Mabel se acomodó el delantal con puntillas que su madre la obligó a ponerse para no ensuciarse su pollera de tafeta azul. El padre de Pedro las saludó con un beso en la frente y la madre en la mejilla. El padre de Marta y Mabel hizo las presentaciones.
- Este es Nebel, futuro campeón argentino de box. Y este flaco es el hijo de don Juan Rocha.
- Saluden chicas, o les comieron la lengua los caballos de los Reyes Magos.
En medio de las risotadas por la ocurrencia del padre de Pedro, Marta estiró su mano y saludó a ambos muchachos. Nebel se la retuvo unos segundos que la sonrojaron.
- Un gusto conocerla. ¡Qué raro, nunca la había visto por el barrio!
De la rosca sólo quedaron migas sobre el mantel, de los deseos escritos en las cartas a los Reyes Magos, dos candidatos. La estrella de Belén iluminó esos hogares hasta que estalló.