Vía Tres Arroyos y una nueva entrega de Pinceladas literarias en esta ocasión presentamos “Gauchito” de Valentina Pereyra.
GAUCHITO
Melitón Fierro cayó en desgracia después de que su mujer, la China Iron, lo dejara. La milicia le pisaba los talones y no le quedaba ni suela para hacerse una sopa. Escuchó en el ejército que en el Fortín Machado quedaban unos pocos resistiendo a los malones. Cuantos menos fueran, más comida. Cabalgó en su tordillo entre las pajas bravas y la tierra desgarrada por la sequía.
En las alforjas metió la capa de plumas de avestruz que usaba para dormir, el poncho, las bombachas, el chiripá, las botas de potro y el facón. Agitó las riendas y golpeó las ancas del tordillo a toda guacha.
La noche se le venía encima y el monte de álamos le pareció un buen refugio para descansar.
Antes de tirarse a la sombra llevó al tordillo a tomar agua y a la vuelta lo ató a una rama, recostó la osamenta contra un tronco y gritó. Fue tal el estruendo que los tordos levantaron vuelo. Qué más podía perder: los yeguarizos, los guríes, el trabajo. Qué más invisible que ser la luz mala atravesando campos. Cómo pudo la China Iron dejarlo por el primer tipo que le mató el hambre. De qué iba a trabajar si lo único que sabía era rascar la guitarra y marcar animales.
Qué podía ser peor que andar esquivando a Calfucurá. Tiró la alforja para apoyar la cabeza y se cubrió el lomo con la capa de plumas de avestruz.
Las lechuzas lo chistaron y los buchones anunciaron que clareaba. Montó y salió para el bajo, buscó en el arroyo el paso de piedras redondeadas y giró para despedirse de su rastro. Cabalgó por la vieja huella del camino de las postas. Confió en que el polvo de la historia no hubiera borrado, como a la indiada, de un plumazo a las pulperías. Frente a un monte de eucaliptus el tordillo se paró en seco. De la nada se les apareció una miniatura de madera, un rancho con techo colorado a dos aguas decorado por flores de plástico y manzanillas, velas y pañuelos. El caballo relinchó, rodeó el lugar y siguió al tranco.
Cerca del mediodía el humo de un fogón ahumaba el ambiente. No comía nada desde su partida y ya era hora de llenar la panza. Apeó, entró a pelo y se pidió comida y una grapa. El pulpero, un gallego que dejó de seña el ejército, le sirvió una sopa y un vaso con la bebida ardiente. Fierro engulló sin aliento y empinó el líquido que le quemó las tripas. Se secó la boca con el puño de su chaqueta y pidió otra vuelta, y otra, y más. A punto de desmayarse, apenas sostenido por el mostrador confesó, ante la insistencia del pulpero, que no tenía para pagar.
- ¡Qué gauchito! –dijo el pulpero.
Para sorpresa de Fierro, antes de que pudiera decir: ¡agua va! Una voz salió del fondo y gruñó:
-¿Qué dice don Ismael? ¡Gauchito, soy yo!
Entre las sombras apareció un tipo de porte alto, moreno como él, pero no tanto; bigotes tupidos, recios, pegados a los labios gruesos; una melena larga, sujeta por una vincha colorada, le rozaba el pañuelo rojo atado al cuello. La faja, también carmesí, sostenía el chiripá marrón que se amarraba a los calzones de tela blanca. Se acercó despacio, apoyó su espalda contra la reja del mostrador y lo miró fijo.
A Fierro se le movió la estantería. Lo escuchó atento y trató de sostener los pulsos de su corazón que galopaban más que su tordillo. El Gauchito le dijo que ahí no aceptaban vagos y que pensara cómo iba a pagar lo que se acababa de engullir. A Fierro no le salieron las palabras hasta que pispió una guitarra que colgada de una de las paredes. Se ofreció como payador.
-Los parroquianos se le están durmiendo, déjeme que les cante algo.
- ¡Qué gilipollas son esas! – dijo el pulpero.
-Desenvaine, paisano, acá no se fía a naides – dijo Gauchito.
Fierro, consciente del enojo del pulpero, se acercó a la guitarra, la descolgó y acodado al mostrador, la templó.
-¡Aquí me pongo a cantar al compás de la vigüela, que el hombre que lo desvela una pena estrordinaria, como la ave solitaria con el cantar se consuela! Y, como dice el pulpero: no sea gil ni tire pollas- entonó.
-¡Usté, no use mi apellido! Como que me llamo Gil, si no paga su deuda, es hombre muerto.
Gauchito se le fue al humo y lo enfrentó sin rodeos. Tan cerca quedó de Fierro que el olor a grasa de las botas de potro embriagó al gaucho más de lo que ya estaba. El pulgar del payador, gastado de tanto pelar cueros, redobló la apuesta y rozó las cuerdas. La vibración trajo al silencio y la clientela dejó de conversar.
-No quiero que corra sangre, este es un lugar tranquilo – dijo el pulpero.
Gauchito caminó hacia el centro de la pulpería, levantó el chiripá y desenfundó el facón. Miró fijo a Fierro y cabeceó invitándolo a pelear afuera.
La escena hubiera quedado ahí, pintada por Molina Campos, si no fuera por una china que salió de la cocina, levantó la reja y se plantó en el medio de los dos hombres. Olía a leña y puchero, tenía un delantal raído y mugriento que llevaba atado debajo de sus pechos, un pañuelo rojo escondía la cabellera negra enredada en una trenza sobre sus hombros. La mujer estiró ambas manos hacia los dos hombres en puja y les pidió cordura. A Fierro no se le ocurrió mejor idea que dedicarle una copla. No terminó de tocar la última nota que Gauchito se le abalanzó, facón en mano, al grito de:
- ¡Flor de gauchada nos hizo mandinga y lo trajo al pueblo! Negro ladino, si no se raja, ¡yo mesmo le doy el viaje!
Fierro reaccionó rápido y se cubrió con la guitarra que recibió la primera estocada. Gauchito pasó de largo y trató de sacar el facón que quedó enredado entre las cuerdas. Fierro se la tiró encima y tambaleó. Gauchito zafó y atropelló contra Fierro que cayó afuera de la pulpería. Se levantó más rápido que alma en pena y saltó sobre el tordillo, lo taloneó, mientras giraba para un lado y el otro, y salió al galope. La polvareda que levantó cubrió a Gauchito y el pulpero tiró al piso el trapo que llevaba al cuello lanzando rezos y maldiciones al viento.
Fierro cabalgó por la huella que había dejado atrás unas horas antes y no desmontó hasta que estuvo frente a la casita de madera con techo a dos aguas. La pintura colorada destacaba entre el verde pardo de la paja brava, la rodeaban flores y velas derretidas. Reconoció a Gauchito en uno de los dibujos que colgaban de las ramas de los eucaliptos.
El sol dejaba el horizonte y los últimos rayos pintaban la cera derretida entre la grama. Un crujido lo alertó y se resguardó atrás del pingo. Lo vio subir por la barranca. Divisó la vincha roja, la cara blanca y cuando logró ver su cuerpo entero soltó un suspiro que ahogó en el viento. Gauchito se acercó despacio con las manos levantadas. Fierro sabía de códigos: en la frontera, ese gesto, era de paz. Así que se asomó detrás de las ancas del pingo y esperó a que el otro diera el primer paso. Cuando estuvo a unos metros se animó a enfrentarlo.
Gauchito, con las manos en alto, se arrimó hasta tocarlo. Pecho con pecho, se rozaron. Fierro lo agarró de la nuca y lo forzó hacia su boca. Se fundieron en un beso profundo, largo. Los bultos se tocaron. Antes de perder todo el aliento, Fierro desenfundó su vaina y enterró el facón en el corazón de Gauchito que quedó colgado de su cuerpo y cayeron. Arrastró al muerto hasta el rancho que le habían preparado. Lo acomodó entre las velas y lo tapó con el papel que tenía su retrato. Despejó la frente y acomodó la vincha roja para dejar al descubierto los ojos muertos bien abiertos. Armó y decoró el altar a su alrededor y antes de irse, lo escupió.
-¡Tomá, Gil, flor de gauchito resultaste! ¡Hacete el santo!
SOBRE LA AUTORA
Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.