Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias con un nuevo cuento de Valentina Pereyra.
En esta ocasión presentamos El HORNO cuento que participó del concurso “Mar Abierto” de la editorial CEPES y obtuvo una mención para publicar en “Mar abierto. Antología de narrativa Breve 2022″.
El horno
Mi padre construyó su casa cerca del arroyo, entre el monte de chañar y los eucaliptos. Lo hizo para facilitar el acarreo de barro y paja desde la ribera del Orellano. Levantó cuatro paredes y el techo antes de que yo naciera. Puso un brasero en el medio y trajo una mesa enclenque de la casa de sus padres. Cuatro tortas del tronco de un eucalipto hicieron de sentaderas.
Aprendió el oficio de hornero en el rancho de los Luna y vive de eso. Cuando la paga no alcanzó para mantenernos, se largó solo. Alambró el lote trasero y cavó una fosa más o menos profunda de varios metros de diámetro.
Mi madre echa al pisadero baldes con lodo que saca de la orilla del arroyo y paja vizcachera que antes seca al sol. Mi viejo aplasta y mezcla el preparado de barro, bosta y paja a la que agrega agua para que agarre la humedad suficiente. Cuando empezó, lo aplastaba con sus patas, después con las del pingo manchado y cuando tuvo unos mangos, usó el tractor que le compró al vecino. Tapa el foso y espera a que tenga el punto justo. Para saberlo, mete sus manos en el lodo, lo estruja entre los dedos. A tacto se da cuenta si ya está para ponerlo en los moldes o hay que esperar.
A la tarde, mientras el viejo cruza el lote para darle de comer a los caballos, me cuelo para el pisadero y afano un poco de barro con el que esculpo mis estatuitas. Uso un balde viejo y las espátulas que fabriqué sin que me viera.
Debajo de los chañares tengo un pozo secreto que preparé hace un tiempo para mantener la mezcla húmeda. Y ahí se me vuela el tiempo, se cuela entre las manos, los ojos y las cabezas que esculpo con el lodo del Orellano. Cuando termino apoyo las esculturas en los troncos de los árboles para que el aire les suspire el alma.
Una de esas tardes, el viejo me cachó moldeando, y sin mediar palabra, las reboleó al medio del lote, sin reparos.
-¡Qué hacés con estas porquerías! El barro es para hacer plata, no pelotudeces. ¡Tenés manos de bataclana, la puta madre! -gritó.
Cada vez que me agarraba con las esculturas, puteaba y acusaba, de pasada, a mi vieja:
-Puto me lo hiciste al final. ¡Vos y tus revistas! –dijo.
Las mañanas no se discuten. Amanece y salimos con la vieja de raje para el arroyo. Ella lleva mi balde viejo y me señala qué lodo tiene mejor arcilla. Después, lo esconde debajo de su delantal y sigue con los demás baldes. Acarreamos todo hasta el horno. Entre los tres apilamos debajo de un tinglado los moldes rectangulares que rellenamos con la mezcla de la cancha del pisadero, cuando está lista. Con la ayuda del viento sur y del calor que baja desde las chapas viejas hasta el último poro de fango, se secan.
Cuando están listos mi papá arma el horno. Deja lugar para las chimeneas y amontona la paja reseca para encender el fuego. Mi mamá revoca las paredes de ladrillos con lodo, arcilla y bosta. Cuando está cubierto, mi padre prende el fuego que cocina ladrillos desde el corazón del horno hacia afuera.
Sin que el viejo se avive, meto por las chimeneas las esculturas que le vendí al Tulio, el mejor cliente del viejo. Cada vez que viene a buscar ladrillos se las muestro y me encarga alguna para decorar su quinta.
El calor hierve la tierra y revienta las cuevas. El Toby, bien amaestrado, se planta en la boca de los agujeros por donde salen los peludos. Cuando se les ahúma la cueva, los caza a la pasada. Hacemos dos por uno: los ladrillos se cocinan a fuego lento y, con la ayuda del perro, llevamos al bicho al asador.
El cielo se empaña con el humo que larga la lengua dañina de paja y barro. El viejo lo vigila día y noche, no sea cosa que se venga la tormenta y apague el horno.
Ya lista la partida, llama al Tulio González para que pase a retirar el lote que pagó por adelantado. Lo espero ansioso. Le hice la escultura de un gaucho florido de pelo bien largo que tallé con las ramas y las hojas enruladas de los sauces. Con una bola dura de arcilla le marque bien el bulto y lo tapé con un chiripá en el que esculpí las guardas pampas que le gustan tanto a Tulio.
-Cuando llegue el gringo baboso cargale los ladrillos y que se raje rápido –dijo.
Acomodo cada paquete en la carretilla y me paro ansioso en el medio del camino. La camioneta roja de Tulio González aparece envuelta en la nube de polvo que llega del norte. Apenas la trompa se distingue, pero el rugido del V8 es inconfundible.
Estaciona debajo de los eucaliptos que rodean la casa. Arrimo las carretillas y subo todas las pilas de ladrillos a la caja de la camioneta Apache. Mi viejo sigue en el pisadero.
Tulio me da charla mientras termino de subir la partida de ladrillos. Me pregunta qué obras nuevas hice y por la que me encargó. Baja la voz, pispea al viejo que se arrima al tinglado, y mueve la mano como empujando el aire, señal de que mejor nos callemos.
De espalda al pisadero, levanto el guardapolvo de cuero de vaca que uso cuando cargo los ladrillos. Me meto la mano en el bolsillo de la bombacha y le cabeceo al Tulio para que lo agarre. El gringo estira los dedos disimuladamente y rosándome la verija, manotea la escultura.
En un santiamén, el viejo se para a dos pasos de la camioneta y grita:
-Hijo de puta, gallego asqueroso de mierda -
Tulio se mete el gaucho de barro entre sus calzones.
-Rajá de mi casa, no te quiero ver más degenerado -le dice.
-¡Y vos! Andá pa´l ombú y no te muevas -me ordena.
Tulio salta al asiento del conductor y se aferra al volante. Gira la llave, arranca el motor, pero no alcanza a meter la pata en el acelerador. El viejo lo caza antes. Lo sujeta del cogote y lo tira, lo arrastra hasta la parte de atrás de la camioneta y le mete la cabeza en el caño de escape que echa humo negro. Tulio logra zafar, lo empuja e intenta llegar hasta la cabina. Mi viejo lo agarra de atrás y se revuelcan a las piñas. En una de esas, el viejo agarra un pedazo de ladrillo, uno que por roto descarté al costado de la camioneta, y se lo parte en la cabeza.
La sangre que le corre por la frente de Tulio, cuaja en la tierra recalentada por el sol del mediodía.
-Ayudáme gringuito -me dice.
Vuelvo sobre mis huellas y elijo no mirar.
-Traéme el cuero de la vaca que carneamos la semana pasada, está arriba del alambrado. Desatalo de las torniquetas -
Envolvemos el cuerpo de Tulio. El viejo cabecea, señala la escultura que le hice al gallego, asoma entre sus calzones cubiertos de polvo y meo. Me agacho, la tomo con fuerza y la reviento contra el piso, después, lanzo un escupitajo contra la jeta del Tulio, seco.
El viejo arrastra el cuerpo hacia la barranca. En esa parte del arroyo el agua baja mansa, hay muchas ramas y troncos caídos que la frenan. El fondo está cerca, las hileras de retamas, cardos en flor y espiguillas que cortan como cuchillo, acompañan el curso.
-Quedate ahí, me dice.
El viejo baja a los tumbos hasta los sauzales. Agacha el lomo y corta flechilla, grama salada y pasto lanudo. Desmonta ramas y ramas y ramas de sauce llorón. Hace un agujero en la tierra y hunde las manos. Revuelve y arma bolas de arcilla y lodo. Cuelga a Tulio de las ramas del sauce, envuelto en el cuero de vaca, y lo revoca con la mezcla. Amontona la vizcachera y prende un cigarro.
Me quedo atrás de unos tamariscos. Desde ahí lo veo tirar el pucho y salir barranca arriba. En el camino mete la pata en el agua y se enreda con las algas. Putea. Gira, me descubre y grita:
-Tirame para arriba gringuito -
Vuelve al horno, baja los ladrillos de la pick up, la monta y se raja corcoveando entre los alambrados que se juntan en un punto.
El sol abandona el horizonte. La colilla que tiró el viejo enciende la fogata y los sauces lloran sangre. La columna de humo se desprende de la enramada y el olor nauseabundo a cuero, limo, bosta, huesos y agua inunda el campo.
El viento sacude las plantas que dejan sudorosas su último suspiro sobre las chapas. En el pisadero, sólo el Toby anda.
SOBRE LA AUTORA
Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.