Casi todas las tardes de sol, según sus propias palabras, Marcelino se sentaba en el mismo banco de la plaza San Martín y por algunas horas dejaba descansar del peso de su cuerpo no solo a sus piernas sino también a un bastón de caña oscura tan gastado como su propia humanidad. Su primer gesto era siempre el mismo: se quitaba su gorra vasca y peinaba con la mano su cabellera blanca y abundante. Nuestro primer encuentro casual se convirtió en un hábito, a la tardecita en los días de calor y después del almuerzo en los meses fríos.
Era Marcelino casi siempre quien iniciaba las conversaciones. Nunca hacía preguntas y pocas veces las contestaba, simplemente, sin aviso previo, comenzaba con su monologo como el alumno aplicado, que frente al maestro, repite la lección en un examen oral haciendo el esfuerzo de recordar hasta los detalles más insignificantes. Era un hábil orador y un excelente contador de historias. Su voz suave arrastraba cierta melancolía pero no estaba exenta de entusiasmo.
Alguna vez me contó que jugaba al futbol con una pelota de trapo en el terreno baldío que estaba donde ahora se encuentra el ex Colegio Nacional, "era una pelota dura y pesada, cuando se mojaba parecía que pateabas una bolsa llena de arena. Apenas rodaba – recordaba -hasta que un amigo del barrio se ganó la numero cinco de cuero, el primer premio que le correspondía a quién completara un álbum de figuritas". Ese día corrió como nunca, lo único que quería era patear y sentir entre sus piernas el rebote de la pelota. Llegó a su casa con la suela de los zapatos despegada que tuvo que remendar con cola de carpintero porque plata para otro par no había. Decía que todavía podía escuchar los gritos de su madre y que el castigo fue una semana entera sin jugar a la pelota pero que él, por decisión propia, extendió ese castigo porque "era su único par de zapatos y había que cuidarlos." El sacrificio tuvo recompensa porque al poco tiempo la hermana de su madre le regaló sus primeras zapatillas deportivas.
Algunas tardes prefería el silencio y su mirada celeste, vidriosa y gastada viajaba lejos. Cada tanto abanicaba la mano frente a sus ojos como quién intenta espantar una mosca. Yo suponía que lo hacía para alejar algún recuerdo indeseable y traicionero que se le atravesaba por la mente y al cual no estaba dispuesto a dejar entrar.
La última vez que vi a Marcelino permaneció un largo rato en completo silencio con aquella mirada lejana que yo tanto conocía y que había aprendido a respetar sin perturbarlo. Tomó su bastón y con él me señalo un punto distante. "ahí mismo conocí a mi mujer, en esta misma plaza justo frente a la iglesia. ¿Sabes lo que era la vuelta del perro?" - preguntó de manera retórica -"Los domingos por la tarde la gente salía a caminar por la plaza San Martín, puras vueltas manzanas, un montón de vueltas daban, todos en fila como en una procesión, todos girando en la misma dirección. La mayoría eran mujeres solteras con sus madres o en grupos de amigas, también había algunas parejas que caminaban tomadas del brazo. Los hombres nos quedábamos parados en alguna esquina o dispersos por la plaza, éramos como ese público que se amontona para ver pasar a los participantes de alguna carrera y presentábamos nuestro respeto a la mujer que nos caía en gracia cada vez que pasaba.
Algunos hombres, también en grupo giraban en sentido contrario al de las mujeres, para cruzarlas una y otra vez durante el recorrido y en ese momento con una leve inclinación de cabeza o quitándose el sombrero "marcaban" saludando una y otra vez, a la mujer que les interesaba. A veces, se detenían y se presentaban, ofreciéndose para acompañarlas. Si la dama en cuestión iba con la madre, también a ella se le solicitaba permiso para acompañar a su hija; si estaba con amigas, ellas nos seguían muy de cerquita.
La primera vez que vi a Clara fue allí – y volvió a señalar con el bastón el mismo punto de referencia – Me enamoré al instante. Fue un flechazo, un rayo que me partió al medio. Era linda ¡Que digo linda, era preciosa! Elegante, fina, soberana. Casi no usaba maquillaje. No lo necesitaba. Era blanca como la nieve, tenía ojos curiosos color café. Pasaba y el asfalto se derretía. Me miraba de soslayo con una sonrisita picarona dibujada en sus labios finitos. Siempre alegre charloteando con sus amigas.
Yo tardé varios fines de semana en hablarle. Era demasiado tímido. Un día me animé y caminamos un largo rato. Era dactilógrafa en un juzgado. A la semana siguiente la invité a tomar un Vermut a la confitería Colón, que estaba ubicada en la es quina de avenida Moreno y calle Independencia, la que ahora se llama Hipólito Irigoyen, desde ese día no nos separamos más. 45 años de casados y hace 5 que me falta. La sigo queriendo como el primer día.
Esa fue la última vez que lo vi.
En algunos días de sol, a la tardecita en los días de calor o después del almuerzo en los meses de frío, he vuelto a la plaza San Martín para sentarme en ese banco en el que tantas tardes compartimos con Marcelino. Nunca busqué comprender sus silencios, nadie es capaz de comprender esa pausa sin tiempo a la que a veces sometemos al alma, pero si logré comprender que en esos largos silencios viajaba su mente, no así sus ojos; que su mirada en los últimos cinco años de su vida se había quedado anclada en ese punto exacto de la plaza, allí frente a la iglesia, donde cincuenta años atrás, se enamoró por primera vez… y para siempre.
La ciudad creció, la zona céntrica de la ciudad fue adquiriendo cada vez más vida, y como era de esperar "la vuelta del perro" se trasladó de la Plaza San Martín hacia el centro, pero ya nadie la realiza a pie, todos montan en modernos autos.
Recuerdo que cuando era niño salíamos con mi familia a dar la "vuelta del perro" en el Fiat 125 rural de mi papá. Tenía la sensación de ir en una procesión que nunca llegaba a su fin con un centro siempre iluminado por los carteles de neón que por las noches, permanecían siempre prendidos. Por Colón hasta Lavalle para doblar en la Estación de Servicio del ACA y avanzar por Moreno hacia la plaza. Algunos optaban por dar la vuelta por Rivadavia y pasar frente a la iglesia y la Municipalidad, otros cruzaban la plaza por el Pasaje Dameno y la mayoría giraba en Hipólito Irigoyen para volver a retomar por Colón. Otros de los caminos posibles era girar por Maipú para volver a girar y circular por 9 de Julio. Los domingos a la tardecita aún hoy en día se da esa peregrinación, que se trasmite de generación en generación y se convirtió en un clásico en la mayoría de las ciudades chicas del interior del país.
Era todo un desafío atravesar la calle Colón durante “La vuelta del perro”. Había tres opciones: la primera esperar que pase el último de la fila, cosa que era difícil debido a la larga y cercana fila de autos; la segunda ir “Metiendo la trompa” del auto poco a poco hasta cortar el tráfico y la tercera encontrar algún “gaucho” que nos cediera el paso.
Acuarela de las ciudades, que con variantes se mantienen con el paso de los años, nadie sabe en realidad por qué se llama La "vuelta del perro" quizás aluda a los giros que realiza un perro para atrapar su cola, aunque no sea del todo así, porque el perro , cada vez que gira tiene un objetivo: alcanzar su cola y nuestra "Vuelta del perro" no lo tiene objetivo alguno, ni meta, ni fin, más que despejar y combatir, por un buen rato, la modorra de los domingos.