El 31 de diciembre de 1989 quedó marcado a fuego en la mente y el corazón de todos los Tresarroyenses. Era un domingo caluroso, la ciudad se debatía entre la parsimonia del feriado y la vorágine por las últimas compras para las festividades. Nadie podía presuponer el drama que estaba a punto de desatarse.
Todos recordamos que estábamos haciendo o donde estábamos cuando nos enteramos de la desaparición y posterior violación y asesinato de Nair Mostafá.
Ese día, yendo a saludar a mis abuelos por el fin de año, cruce dos veces la vía, de ida y de vuelta, caminando por la calle Brandsen. Todavía hoy me estremezco al pensar que, quizás, a esas horas, el cuerpito inocente y mancillado de Nair, estaría allí, donde se lo encontró, a pocos metros de la calle, sobre esos matorrales que había por entonces en las vías del ferrocarril.
Luego la cena de fin de año, entre risas y alegría, ignorando todo lo que había sucedido, hasta que mi abuela prende la radio para escuchar los bailables de fin de año, pero no había bailables. Lo que se escuchaba al otro lado del receptor era dolor, angustia, incredulidad, bronca, indignación.
Y luego el caos, la indignación popular que crecía a medida que se iban conociendo detalles sobre el accionar policial en aquellas vísperas de año nuevo, durante más de seis horas en las cuales ignoraron el pedido de ayuda de una madre desesperada.
Los medios de comunicación nacionales se hicieron eco de la noticia, prontamente llegaron a Tres Arroyos, a filmar en primer plano nuestro dolor, nuestra indignación, haciendo más hincapié en las consecuencias de un pueblo asqueado que a la brutal causa que provocó aquella furia incontenible. Aquel día fuimos tristemente célebres.
Y un día, tan raudos como llegaron, se fueron. Cuando el dólar fue más importante que la búsqueda de justicia para una niña secuestrada, violada y asesinada, cuando la pelota de fútbol comenzó a rodar en los torneos de verano acaparando la atención de los espectadores por encima de nuestra aberración, se fueron y nos dejaron solos; solos con nuestro dolor, con nuestra impotencia, esa impotencia que se hacía cada vez más grande a medida que la justicia se nos iba escurriendo de los dedos, haciéndose cada vez más chiquita, mientras crecía en su lugar una nube negra que comenzaba a cubrirlo todo, la impunidad.
En un solo acto los tresarroyenses conocimos todas las miserias humanas: la corrupción, la negligencia policial, la burocracia de la justicia, la politiquería barata, la demagogia de los políticos de turno, la ineptitud y la inmoralidad de todo el sistema.
A los pocos días del asesinato de Nair Mostafá, una flecha blanca que apuntaba hacia abajo, apareció dibujada en un muro, señalando el lugar donde fue hallado su cuerpo, y aquellos matorrales, aquellas malezas que superaban la altura de las rodillas de una persona promedio, fueron cortados, perdiendo quizás, la posibilidad de hallar pistas o indicios concretos sobre los culpables de tal aberración.
Aquella flecha, permaneció mucho años dibujada en el muro, y se nos clavaba en el corazón, recordándonos de la manera más cruel lo sucedido. El paso del tiempo y las inclemencias climáticas poco a poco la fueron borrando y haciéndola desaparecer, como se nos iba borrando a todos nosotros, el recuerdo de Nair.
Se cumplen 30 años sin justicia, y como sociedad comenzamos a pagar la deuda que todos nosotros tenemos con Nair. En noviembre durante los actos por el Día Internacional de La No Violencia contra La Mujer, en el predio del Centro Cultural La Estación se inauguró un mural que la recuerda para siempre, como siempre debió haber sido.
Aquella nefasta y triste flecha fue reemplazada para siempre. Y desde ese mural, Nair Mostafá nos sigue observando, con esa casi sonrisa inocente dibujada en sus labios, con esos ojitos dulces, llenos de todas esas cosas que todavía, ningún desgraciado, le había arrebatado.