Ganarle a Nigeria... ¿para prolongar la agonía o para renacer? Este martes la Selección argentina, inmersa en un cuadro más desesperante del que pudo prever el peor de los pesimistas (o realistas), jugará la primera y quizá su última final de este Mundial Rusia 2018.
Ganar puede significar perder si no es con argumentos sólidos. Se puede ganar por un espasmo, por una acto reflejo, por un signo vital de un grupo de futbolistas altamente calificados y que deslumbran en sus clubes. Por un arrebato. Perder puede significar ganar. Para dar paso a una reconstrucción en serio, un resurgimiento de verdad, entre los escombros de los que sería la peor actuación argentina en mundiales.
Esa refundación podría haberse dado tras el fracaso del 2002. Y no ocurrió. Mismos vicios. No clasificar en este Mundial podría ser ahora sí el temido, y a la vez necesario, tocar fondo.
Una cadena de sucesos lamentables puso contra la pared a la Selección. Los escépticos que ya la condenaron y los creyentes, que aún en el desaliento todavía mantienen en pie girones de ilusión, confluyen en una idea en común: evitar que este papelón la deje más en ridículo todavía.
Derrotar a Nigeria de manera contundente (no sólo por el resultado) y obtener la clasificación puede reabrir expectativas, reverdecer esperanzas, rediseñar objetivos. Por esa ciclotimia tan argentina de pasar de sentirse los peores a inflar el pecho a lo campeón.
Sin embargo, ya hay cosas juzgadas. Jorge Sampaoli y su costoso (demasiado costoso) experimento en la Selección, concluirá apenas finalice la participación del equipo en este torneo. Ni siquiera un título, a esta altura quimérico, lo resguardaría en el puesto. Insostenible. Indefendible. Un yerro total su designación. Mamarracho.
Ciclo cumplido también para un grupo de jugadores de élite que por el dudoso mérito de haber perdido tres finales, se arrogan el derecho de manejar la Selección a su antojo. De Pekerman en 2006 hacia acá, ya se fagocitaron ocho entrenadores de distinta gama. Una "generación dorada" hasta aquí no avalada con títulos contantes y sonantes.
Empezando por Messi, en su versión más híbrida en Mundiales. Ni sus más acérrimos seguidores, ni su corte de aduladores, pueden explicar la manera en que se diluyó desde el penal malogrado. Sólo queda la letanía de repetir hasta el hartazgo que es el mejor del mundo. En el Barcelona, muy posiblemente. En la Selección, claramente aún no. No obstante, el plan de aferrarse a él es de lo poco que queda en pie.
Y queda el tremendo y estructural problema de la conducción, de la AFA del bochorno y la eterna sospecha. La del 38-38. La AFA que salió de Guatemala para caer en guatepeor. La que se obsesionó con Sampaoli y le paga siete millones de dólares anuales. La AFA de la inquietante presunción de que de un Chiqui Tapia puede sobrevenir un Angelici. La refundación empieza allí.
En todos hay una cuota parte. Incluso también en el periodismo y en ciertos comunicadores en esta sórdida batalla de intereses que embarró aun más la cancha. Pero que no sirva de excusa y a no confundirse. No son los periodistas lo que erran los penales. Y ningún comentario, por más mal intencionado, hace ganar o perder un partido.
Este martes la Selección pone en juego mucho. Sobre todo, un futuro que ya es presente.