Pinceladas literarias: “Sinfonía”

Un cuento de Valentina Pereyra

Pinceladas literarias: “Sinfonía”
Sinfonía

Vía Tres Arroyos presenta una nueva entrega de Pinceladas Literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión con un cuento de su autoría.

Sinfonía

Bajó la mirada hacia el volante y se quedó unos minutos en esa posición. La mujer en el retrovisor no se parecía a la que había visto en las fotos de los álbumes familiares. El aire espeso de la noche de junio entraba por la ventanilla. El agua congelada se acumulaba en la luneta trasera y los limpiaparabrisas despejaban los vidrios delanteros. Lo único que escuchó fue su respiración.

Maldijo. Ella tenía los ojos clavados en los suyos, pero lejos, como si lo atravesara. Maldijo. Por haber escuchado a su madre y a su tío. Por haber bajado al sótano. Por haber viajado a Tres Arroyos. Maldijo. La noche caía más helada y la ausencia de luz pintaba de negro la copa de los álamos. Pensó en las veces que se dijo que no tenía que hacer aquel viaje.

Su tío Esteban lo recibió en su casa esa mañana para pedirle que fuera a la estancia de Tres Arroyos a sacarle fotos a la propiedad. Quería completar el álbum familiar para donarlo al museo de Dorrego en su aniversario. Él no disimuló las pocas ganas que tenía de hacer cien kilómetros para sacar fotos de una casa y un galpón en ruinas.

Hacía más de cinco décadas que nadie habitaba el lugar y mejor quedarse con el recuerdo de las buenas épocas, pensó. Ya sé que viniste empujado por tu madre; si no me hubieran sacado el carnet de conducir iría yo, dijo. El tío Esteban se levantó con el mate en la mano y le tocó el hombro; trajo de su biblioteca un libro de tapas rojas: “Luxemburgueses en Argentina, historia de una inmigración”.

Cuando lo abrió en el capítulo dedicado a su familia el tiempo durmió entre sus manos. Era el menor de seis hijos, nunca se había casado. Como si una película muda se proyectara en su cabeza, empezó a subtitular con palabras lo que recordaba. Carraspeó al girar una de las hojas del libro y le puso nombre a la mujer retratada junto a la orquesta. ¿Será la soprano que enamoró al tío Esteban y desapareció antes de la boda? Pensó.

El tío Esteban se desplomó en el sillón matero en el que se sentaba a disfrutar del fuego de la salamandra. Del libro se cayó un recorte del diario “El libre del Sur” en el que se destacaba el titular en letras de molde: “Desapareció la soprano italiana de la sinfónica vienesa en la zona de Tres Arroyos”. El artículo decía que la habían visto por última vez tomando el tren en Retiro rumbo a Tres Arroyos. Y que, sus compañeros de viaje, declararon que la soprano iba a casarse con el joven Esteban Goudé en la Casa del Pinar.

Había escuchado a sus tías contar esa historia muchas noches de verano debajo de la higuera entre limonada y juego de canasta. A él la biblioteca de la Casa del Pinar le parecía una fiesta. Su madre le daba permiso para que leyera en la misma sala en la que ella y sus hermanas conversaban. Los secretos de familia que escuchó en la niñez, no los repitió ni en sueños. El tema preferido de las rondas de chismes siempre había sido la boda frustrada del tío Esteban y cómo el bisabuelo, después de llamarlo caprichoso y amenazarlo con desheredarlo, se lo había llevado con él a trabajar a la estancia de Dorrego. El tío Esteban le dijo a él que no podían morirse, y la tos constante le daba razones para pensar que faltaba poco, sin ver por última vez la Casa del Pinar. Antes de salir para la Ruta 3 buscó en el Google Maps la dirección de la estancia de Tres Arroyos.

La voz del GPS le anunció que su destino estaba a la izquierda. Un enorme arco de madera con la frase grabada en el travesaño superior: “Ons Hémécht”, “Nuestra Tierra” lo separaba de su niñez y la de sus padres. Se le erizaron los pelos de los antebrazos y tembló. Un candado con doble vuelta de cadena unía la tranquera con un palo de quebracho de gran diámetro. Atado al palo un cartel: “No entrar, propiedad privada”.

Con un salto limpio pasó para el lado de la estancia. Una hilera de pinos custodiaba el camino desde la entrada hasta la casa. Al final, un lote de trigo y un arco de material de estilo neocolonial. El graznido de las gaviotas le recordó los días de cosecha. También escuchaba sus palpitaciones. Todavía faltaban unas horas para el atardecer, pero la arboleda tupida no dejaba que se filtrara ni una gota de sol.

La casa estaba protegida por laureles silvestres y los ligustros degenerados formaban un muro adelante de la escalinata principal. La navaja Victorinox que siempre llevaba en su mochila fue una gran aliada para hacerse paso entre el enjambre de ramas y hojas secas. Las gotas de sudor se le metieron en la boca y el gusto salino le dio sed. Las puertas entreabiertas tenían todos los vidrios biselados rotos y la caca de las palomas alfombraban la escalinata.

Un allegro moderatto, del primer movimiento de la sinfónica que exalta el patriotismo luxemburgués, hizo eco en el descampado. Su familia escuchaba el himno del país natal para las fiestas patrias. Las tías y su madre le habían enseñado a cantarlo. Una voz de soprano se coló por el techo agujereado: “Mir Welle wat mir bleiwe sin”. Él se acopló a los violines y susurró: “Queremos permanecer como somos”.

Los crataegus ofrecieron la última resistencia a la entrada de la casa. En ese momento sonó el segundo movimiento. Las paredes temblaron al compás de los oboes, de los contrabajos, los violines, la trompeta y otra vez, la voz de la mujer: “An ‘t si keng eidel Dreem/ Wéi wunnt et sech sou heemlech dran/ Wéi as ‘t sou gutt doheem”. Las hojas puntiagudas y filosas de las palmeras entraban por las ventanas. No hay sueños huecos/Si vives en una casa así/ Qué bueno es estar en casa, cantó con un quejido afónico como si le apretaran la garganta.

El olor a caca de paloma, humedad, resina y bichos muertos, no lo dejaban respirar. Tuvo ganas de ir al baño. Agarrándose de las paredes llegó tambaleante a la cocina y encontró una escalera. Pensó que no podía dejar sus excrementos en el medio del comedor en el que sus tías habían jugado tantas partidas de buraco. Se acordó del sótano al que lo mandaban a buscar los jamones después de las carneadas. Más bajaba, más fuerte sonaba el solo de piano. El presto, tercer movimiento del himno, retumbó y, el sudor le empapó la espalda. Canta, canta, por la montaña y el valle/La tierra que nos dio a luz, gritó. Gesank, Gesank vu Bierg an Dall/ Der Äärd, déi äis gedron, cantó la soprano desde su voz de sótano.

En un rincón, el más alejado de la escalera, el esqueleto de una mujer en cuclillas le quitó la respiración. Una tela de araña sujetaba un cintillo de su dedo anular izquierdo.

Marcas de uñas recorrían el pentagrama pintado en las paredes. El eco de su voz rebotaba contra las estanterías vacías. La casa repetía el mismo concierto una y otra vez. El clarinete bajo y el fagot hicieron vibrar el cielorraso que cayó con las notas de los trombones. Los azulejos de la cocina marcaron el ritmo al derrumbarse. Las paredes del sótano se acercaron, los escalones se hundieron en las entrañas de los cimientos y cada nota, cada acorde, lo enterraba más.

Por qué su madre lo había mandado a esa casa que se lo estaba por tragar. Por qué su tío lo mandó a sacar fotos y no le habló del esqueleto. Qué otras cosas no le dijeron, pensó. Quiero cerrar mi historia, le había dicho el tío Esteban al despedirse esa mañana.

El adagio que tocó la casa le pareció una tregua. Cantó, gritó esa canción que su tío entonaba antes de brindar por la liberación de su Patria: Deja que la luz del sol de la libertad brille/ que hemos visto desde hace tanto tiempo. Se arrastró escaleras arriba y un prestissimo lo empujó a correr a los tumbos por el sendero cubierto por la luna que había ganado su lugar en las tinieblas. Tuvo que abrir la boca y doblar la espalda para no ahogarse.

La casa empezaba un nuevo concierto. Tembló de frío y de miedo; se escurrió las lágrimas y ahogó un grito que soltó cuando estuvo arriba del auto. La mujer que se reflejaba en el espejo retrovisor de su auto no le sacaba la mirada de encima.

Sinfonía
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