Vía Tres Arroyos y una nueva entrega de Pinceladas literarias en esta ocasión presentamos “Tamariscos” de Valentina Pereyra.
TAMARISCOS
Como cada año nuevo en Claromecó, una vez terminado el almuerzo familiar, bicicletee por la costanera vacía de muchachitos que a esa hora duermen la mona; disfruto recrear la vista con los culos redondeados y bikinis apretadas, cuerpos jóvenes recién bronceados ávidos de aventuras de verano.
En la desembocadura del arroyo me puse la bici al hombro y bajé hacia el lado del puente. La arena caliente me obligó a correr por la pequeña pendiente de piedras que quedaron sueltas después del último arreglo de la calle. Me persigné delante de le ermita que custodia la imagen de la virgencita Maris Stella y después de apoyar la bici me las arreglé para no hundirme en la arena.
Desde el puente, la fotografía del arroyo amarronado que abría la boca para tragarse el mar de un bocado. Del otro lado, en Dunamar, los agapantos decoraban la orilla del sendero que conducía al poblado y, de ahí, por la calle San Martín, hasta la playa.
El rato que pasé hundiéndome en el olor a pescado y la brisa caliente del primer día del año me dejó todo transpirado. Los tamariscos ofrecían su refugio de sombras generosas que no acepté. Monté la bici para para el lado del bosque, pero, cuando escuché risas ahogadas, de chusma nomás, hice equilibrio con los pies en el suelo y la bici entre las piernas.
Una pareja de pibitos, que no tendrían más de diecisiete, salía del túnel acomodándose, él la malla que la tenía a medio poner y ella tratando de hacer entrar sus tetas firmes y pequeñas en el corpiño del bikini desatado. Me hice el que revisaba el piñón y los dejé pasar.
Cuando desaparecieron detrás del camino de las acacias, cargué la bici al hombro por el túnel del que salieron los pendejos. Doblé el lomo para pasar, como hacía calor no llevaba remera y las ramas me rayaron la espalda. Cincuenta metros más adelante había una especie de cueva. Las retamas y los tamariscos ahuecaron el médano y lo que quedó se parecía bastante a una cama protegida del sol y de las miradas.
Me aseguré bien de que no hubiera ningún agujero entre las ramas desde el que se pudiera ver la calle. Algunas ramas hacían las veces de puerta corrediza. Que se quedaran fijas no iba a ser tarea difícil, me doy maña para los arreglos y, a pesar de ser oficinista, aprendí de mi padre a soldar, a hacer carpintería y trabajos de albañilería. Convertir esa cueva en reservado era pan comido.
La conocí en el gimnasio. Iba a las ocho de la mañana, la hora de las mamis. De entrada, me pareció una asquerosa, del tipo de las que no hablan con nadie, de las que no miran para ningún lado. El ceño fruncido, las arrugas ocupando lugares que, por su edad, no debían, los ojos apagados y los labios en actitud de defensa permanente.
Tardé dos semanas, un récord pésimo tomando en cuenta experiencias anteriores y el encanto que las mujeres me reconocen, para que me diera bola. La ayudé algunas veces a poner las pesas o a correr las mancuernas rusas. Aproveché la paja que suelen tener los profesores en ese horario para darle algunos tips de levantamiento y movimientos técnicos para no lastimarse.
De a poco dejó el ceño fruncido por palabras sueltas, cortantes y saludos fríos al entrar o salir del gym.
Fue el día que llegó con el ojo morado cuando me empezó a hablar. Le acerqué hielo del que dejan en la heladera por los esguinces habituales y lo aceptó sin decir ni “mu”. Me quedé con ella en el vestuario mientras se aplicaba el hielo con la excusa de ayudarla a reponerlo o a la que necesitara.
- Me golpee con una rama del árbol limpia tubos que hay en la puerta de casa
Asentí con la cabeza y me quedé en silencio hasta que ella me devolvió el hielo y siguió, como si nada, con su rutina. No te iba a decir la verdad, no pienses que te va a largar palabra. Es más cerrada que culo de muñeca. Tuve paciencia y, para el fin de la semana, el moretón le había aflojado y la sonrisa se le dibujó en el último ejercicio cuando me dio las gracias. No le preguntes por qué, dejá qué fluya.
Los tres meses siguientes cruzamos palabras relacionadas con pres de pecho, sentadillas, el movimiento de buenos días y el peso para mover mejor los abductores.
Llegaba pasadas las ocho porque antes dejaba en la escuela a su hija menor y se quedaba hasta las diez de la mañana, hora en la que abría la despensa del barrio El Nacional.
La invité al grupo de ciclismo, pero como no tenía bicicleta, tardó dos meses más en salir con nosotros a pedalear. Al cruce por los siete lagos no quiso ir. Dijo que tenía que atender el almacén los fines de semana porque el esposo salía a pescar con sus amigos.
El profesor la invitó a la travesía por el vivero y la playa entre el Faro y el arroyo. No te podés negar, qué vas a decir. Que tu marido pesque y vos andás en bici con nosotros. Ella aceptó y en diciembre tuvimos nuestra primera experiencia deportiva juntos.
Su familia veraneaba en febrero y, a mí, en ese mes se me terminaban las vacaciones. Me saltó el corazón cuando le contó al profesor que pasaría año nuevo en Claromecó. Sus hijos adolescentes no querían perderse los fuegos artificiales que el diario La Voz del Pueblo tiraría en la desembocadura del arroyo para darle la bienvenida al 2000.
En esos festejos no la encontré, seguramente los pendejos eligieron ver el espectáculo de mar y luces en la zona del parador más cheto. Cómo son estos nuevos ricos. Se llenan de guita vendiendo al doble la comida y anotando en la libretita. En los barrios la cosa funciona así y estos hijos de puta, se benefician.
El profesor nos citó el 2 de enero en el Faro teniendo en cuenta que, como era sábado, todos íbamos a poder estar al pie del cañón.
Ella llegó enfundada en una calza rosa tirando a fucsia furioso, un top azul oscuro y en la gorra blanca tenía bordado el nombre de la despensa de su familia. Cuando estuvimos todos, unos diez ciclistas, revisamos el itinerario que, esta vez, empezaba ahí, seguía por el camino que va hasta el Pozo de Alonso, unos cinco kilómetros al noreste y después, bici en mano hasta la orilla para arrancar la vuelta de veinte kilómetros hasta el arroyo.
El pelotón arrancó con la fresca, unos minutos pasados las ocho de la mañana. Parece que te hubiera pasado una topadora por encima, pedaleas lenta y no se te escapa ni una sonrisa. Hicimos el trayecto al compás de la música que cada uno llevaba adentro. El entrenamiento terminó con éxito y el profesor nos agasajó con una copa de sidra para cada uno y pan dulce que su esposa nos acercó hasta la meta. Bromearon sobre las calorías que recuperaríamos y ella dijo que más se gasta en el sexo.
El silencio recorrió la ronda de cuerpos transpirados sentados como indios en la arena. Alguno carraspeó, no reconocí quién, y otros optaron por apresurar palabras desalineadas, torpes, abrumadas por el comentario.
Minutos después, la frase de ella quedaba en el olvido y la cambiaban por estadísticas, tiempo de pedaleada y anuncios de próximos eventos deportivos.
Cerca del mediodía emprendimos la retirada y fue ahí, que me arrimé y le conté sobre el túnel. Levantó la vista nublada por la visera de su gorra y movió los hombros hacia arriba.
- Te sigo
Bordeamos bordear el arroyo por la zona del Náutico. Pedalee delante de ella y le hice señas para que se pusiera la bici al hombro cuando se metiera al túnel. Del bolsillo de mi mochila saqué una malla y un hilo. Me cambié atrás de un tamarisco, todavía no teníamos esa confianza, y até fuerte las ramas a un tronco para asegurar que nadie se metiera a la cueva.
Ella se sacó la gorra y se sentó. Yo a su lado. Tomé su cara con las dos manos y la besé con desesperación; recorrí su cuerpo con la lengua que juntaba la sal de su transpiración con mi saliva; ella tiró la cabeza para atrás, y levantó las caderas al cielo; le arranqué el top y ella hizo lo mismo con mi remera; la empujé y le caí con todo el cuerpo sobre el suyo; se quitó las calzas y la bombacha de encaje blanco le quedó enredada entra la rodilla y los tobillos; me dejó entrar y salir, abrió y cerró la boca al compás de mis movimientos ondulantes; me encorvé para darle espacio; una rama suelta enganchó la cintura de mi malla que empujé sin cuidado. La explosión le arrancó un grito fino y suspirado.
Al llegar a casa, tiré en el canasto de la ropa sucia la malla con un tajo en la pierna izquierda. Mi señora la cosió antes de lavarla. Hablamos de los caminos peligrosos que elige el profesor para andar en bicicleta y de que a la vuelta me había puesto la malla para no sufrir tanto calor.
El verano pasó sin pena ni gloria: sombrilla, mate y sillas, subir a las doce y dormir siesta para volver a bajar a las cinco de la tarde. Así por treinta días, mechado con asado por las noches y birra fresquita.
Ella participó de varias travesías por Orense, Reta y otras en Claromecó. Nos encontrábamos a la salida del gym en su casa o no íbamos si ella me aseguraba que no habría moros en la costa.
Un día la tuve que dejar. El marido la había seguido, me fue a buscar a la oficina, hizo un escándalo que incluyó: te espero a la salida y un revólver en su cintura. La llamé por teléfono y le dije que con locos como su marido no se jodía que mejor dejase el grupo de ciclismo o lo dejaba yo, daba igual y que, cambiaba el turno del gym para la noche.
Mi señora atendió el teléfono. Ella le contó lo nuestro y le dio detalles de cómo el tamarisco me rajó la malla cuando me la arrancaba el primer día que nos amamos con locura. Mi esposa buscó en el cajón de la cómoda y encontró abajo del todo la malla zurcida. Me la tiró por la cabeza y le confesé todo, igual que las veces anteriores.
- ¡Viste, cómo están las minas en el gimnasio!
- Es la última vez que te coso un enganche como éste.
SOBRE LA AUTORA
Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.