Un nuevo cuento de Valentina Pereyra en esta nueva entrega de Pinceladas literarias. Hoy te presentamos:
La pica por el pique
El Dientudo rumbeó para la laguna del Luján por conveniencia. Era fin de mes y la guita no daba para llegar hasta Claromecó o para inscribirse en el concurso de pesca del Club Echegoyen. Desde su casa eran unos cinco kilómetros y, hasta ahí, la chata y la nafta le daban.
Los domingos se le hacían eternos, no tenía mucho por hacer y la rompe pelotas de su mujer, como él la llamaba en silencio, se levantaba y acostaba con cara de culo. Cuando le daban permiso y el ánimo lo acompañaba aceitaba el reel, alistaba la caña, compraba temprano la carnada y preparaba el almuerzo para su día de pesca.
Llegó a la laguna el domingo a las seis de la mañana. El candado de la tranquera estaba abierto. Ni bien pasó el guardaganado el cuidador le hizo un gesto con la mano para que avanzara y después, con un movimiento inquieto de labios, le indicó dónde estacionar la chata.
Cada vez que se corría la bola de que había pique se infectaba de todo tipo de pescadores. Él los tenía catalogados: los que siguen de largo después de la joda del sábado, los que tienen permiso de las señoras una sola vez al mes, y eligen el día que saben hay pique, los que no se pierden ni un picadito, los que compiten así sea por quién saca la mojarrita más grande, los que van a practicar el tiro a los descampados, los que quieren un buen premio para tirar lo que resta de semana, los que les pinta pasar, como a él, un domingo en silencio, sólo él, su caña y la carnada.
Estacionó entre los tamariscos cerca de las retamas y los pajonales. Una vez instalado, pagó la entrada y charlaron algunas boludeces con el cuidador. Intercambiaron datos sobre cuál sería el mejor lugar para tirar desde la orilla y se pusieron al día con los resultados de los últimos concursos de pesca de la zona de Tres Arroyos. Sabía, no por leído sino por experimentado, que tenía que caminar hasta encontrar un remolino que le indicase dónde se juntan a comer los pejes.
Ni bien se bajó de la chata estiró los brazos a un costado, inspiró y dejó que el olor a barro y pescado podrido se le metiera por todos los poros. Se sacó la gorra y con una mano se masajeó la nuca que le dolía de los barquinazos del camino, bostezo y, una vez que bajó la carga de la chata, se armó el campamento. Clavó el haragán y la caña arriba de la paja brava, sacó la heladerita con la carnada y el banquito por si se cansaba. Se chupó el índice y lo levantó para sentir el fresco del viento. Con el equipo a cuesta bordeó la laguna hacia esa dirección, lote adentro, hasta que le pintó un buen lugar y desde ahí tiró.
El sol ya despuntaba por el este cuando escuchó el rugido de la V8 del Negro Benítez que estacionó la camioneta destartalada cerrando el círculo que formaban otros pescadores que habían llegado hacía un rato. “La puta madre”, pensó. Supuso, con razón, que el recién llegado andaría mamado como todas las veces que llega a pescar después del boliche. Le rompía bastante las pelotas los gestos ampulosos del Negro, la desfachatez con la que le subía el volumen a la radio de su camioneta y el poco interés que tenía por la pesca.
Ya otros domingos él le había dicho que se dejara de joder, que se dedicara al fútbol o a otra cosa más escandalosa. La respuesta que recibía siempre era la misma: “Yo pago como vos la entrada y me soba el bicho si no pesco”. En una evaluación rápida del panorama, decidió concentrarse en la pesca y dejar que el imbécil del Negro, como lo llamaba, cayera de culo al piso a dormir la mona. Pensó en que no podría volver a la laguna hasta dentro de un mes, él era de los que tenían ese permitido, y que no sabía si se iría a dar de nuevo un pique como ese. Abrió la guantera y sacó del botiquín el algodón con el que hizo dos bollitos y se los metió en las orejas.
Encerró el vaivén del oleaje que sacudía el viento contra la orilla, el graznido de las gaviotas y los salpicones de los anzuelos y se los guardó bien adentro. Lo que pasara afuera, estaba lejos del alcance de los algodones que lo protegían.
A mitad de mañana, se armó el mate, prendió la radio en la AM para escuchar alguna noticia y matar el rato. Encarnaba mojarra, tiraba, recogía y colgaba del haragán todos los pejes que picaban. Le pareció escuchar un crujido atrás suyo, se sacó el algodón de la oreja izquierda y giró. El único que andaba era el perro del cuidador que se la pasaba garroneando lo que fuera, tripas, cachos de pan, el hueso del churrasco, la cáscara de una banana.
Se sonrió de solo pensar en el chiste que le diría al hijo cuando volviera a su casa: “Me picaba el bagre, pero no había más que pejes”. Pensó en los cuentos que le haría a la vuelta y, para que le creyera, sacó fotos con su celular. Apretó el botón que inmortalizó al aro con los pejes y después los puso en fila en el piso. A lado, para comparar tamaños, apoyó la botella de Coca Cola que había llevado. Sacó unas cuantas fotos con las que demostraría el buen día de pesca.
En el campamento del Negro armaron la fogata, descargaron los churrascos y la leña, juntaron unas ramas del monte de eucaliptus que rodea la laguna y las apilaron arriba de dos piedras. El Negro buscó en el bolsillo de su campera el paquete de puchos y el encendedor en el pantalón cargo. Prendió un cigarro, pitó con ganas y mientras el humo le salía por los agujeros de su nariz lo arrimó para intentar encender las hojarascas. Se abrió de gambas, se inclinó hacia la hoguera y pitó varias veces hasta que las brasas consumieron el tabaco. Arrimó el pucho a los bollos de papel que, los pescadores que andaban con él, armaron debajo de la leña y hojarasca. Revoleó una patada que desparramó la pila cuando se dio cuenta de que del fuego ni noticias.
Se había pasado la noche acodado en la cantina del club dándole pico al fernet y a la grapa. Lo convencieron de que saliera a tomar aire de la laguna y le mostraron que por dónde había más pique.
El Negro caminó frente a él por la orilla y se paró al lado del aro donde colgaban sus pejes.
“Parece que tuviste culo, Dientudo”, le dijo mientras zarandeaba el haragán. “Sacá, tus pesuñas mugrientas de ái. Andá, a sacarte el pedo a otro lado”. El Negro se cagó de risa y trastabilló. El chirrido de los churrascos contra el disco a todo fuego que llegaba de su campamento le llamó la atención. Antes de irse movió su índice apuntador hacia el Dientudo y se lo pasó por la garganta. “Andá, Negro, no seas pajero, si seguís ahí te vas a cagar de hambre, ni carne ni pejes”, dijo el Dientudo y se empinó un tetra para enfriar el garguero que se le había recalentado.
El Negro caminó orillando la laguna sin caña y a los tumbos vociferando puteadas al aire. El olor a cebolla, morrón y ají molido se mezcló con el de barro pegajoso y pescado recién destripado.
Cuando el Dientudo terminó de comer el cansancio por el madrugón, los efectos del tetra y las milangas se le fueron directo a la cabeza. Antes de que se le cerraran los ojos vació la heladerita en el pasto, metió los pejes y subió el botín a la caja de su chata. Abrió la silla de playa y con el Piluso enterrado hasta las orejas se echó una siesta a la sombra de la retama. La mano en la que tenía el celular, colgaba del apoyabrazos. El aparato, a unos centímetros de la silla, cayó panza arriba.
El Negro, después de comer, se fumó un pucho, charló un rato largo con el cuidador de la laguna que lo anotició de la buena pesca que había tenido el Dientudo. Sacudió el hombro de uno de sus amigos y lo increpó por no haber pescado nada. “Si yo no hago las cosas, acá nadie se calienta”.
El Dientudo, dormido con la boca abierta y la baba corriéndole entre la comisura de sus labios y el hombro, tosió y se acomodó de lado. Ni el crujido de las ramas cerca de su chata le hizo abrir los ojos. El Negro, cuando estuvo cerca, caminó en cuatro patas hasta quedar entre la trompa de la camioneta del Dientudo y su silla. Agarró un palo largo para alcanzar el celular caído. Apoyó su dedo gordo en la pantalla que se abrió en las últimas fotos, apretó delete varias veces y tiró el aparato cerca de donde roncaba el Dientudo que durmió un rato más.
Se despertó por la transpiración que le caló los sobacos y los lengüetazos del perro del cuidador al que espantó como si fueran moscas y sacó carpiendo. El animal se le paró enfrente y sacudió el hocico como queriéndose sacar las pulgas de encima. Con la vista nublada todavía por el sueño no distinguió qué le mostraba. El perro llevaba un peje colgando de su boca y la heladerita estaba despanzurrada.
Puteó al aire, “qué mierda”, al mismo tiempo que corrió para la garita del cuidador. Intentó hablarle, con las manos en la rodilla, tratando de ganar aire. El cuidador confirmó que ya no quedaba nadie del campamento del Negro y le dijo que le dejaron buena propina antes de irse.
“Con todos los pejes que se llevaban se hicieron el día. ¡Y eso que no los vi encañar en toda la mañana!”
SOBRE LA AUTORA
Valentina Pereyra nació en Tres Arroyos el 1 de enero de 1965. Como redactora de La Voz del Pueblo de Tres Arroyos recibió dos menciones de ADEPA por las notas “Las Gringa” y “Las casas mueren de pie”. Obtuvo mención en los concursos Expedientes en Letras por “Salir de Pobre”, en el Concurso de la Fundación Banco Provincia por “La Cruz” y por “El horno” en el concurso “Mar Abierto”.