Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias con un nuevo cuento de Valentina Pereyra.
Dibujos enmarcados
La pieza silenciosa construida en el hueco del techo a dos aguas de la casa de mis abuelos guardaba todos los recuerdos de familia. Los años la habían llenado de olvidos. Mis hermanas vendieron la casa de mis padres y me heredaron dos cuadros: un dibujo de mis bisabuelos y tíos abuelos; otro de mi tatarabuela. Cuando los trajeron los apoyé contra un sillón, los subí a un armario, los colgué de los clavos que encontré vacíos. Me senté en el comedor con la pera entre las manos y los lentes de ver de lejos calzados en la punta de la nariz. Me pregunté qué carajo haría con esos dibujos. Nombres sueltos, tragedias compartidas, personajes ignorados.
La primera vez que los vi tenía quince años. Fue el domingo que entré sin permiso a la piecita, así llamábamos a la baulera gigante, de la casa de los abuelos. El cuadro de los bisabuelos y sus hijos colgaba tapado por un cortinado rojo oscuro de raso labrado que caía desde un riel asegurado a la cornisa de la misma pared. Por la penumbra supuse que eran fotos enmarcadas, pero al acercarme descubrí que se trataban de dibujos a lápiz. La oscuridad y sentirme una polizona en aquella piecita me hizo temblar cuando pensé que el hombre de bigote tipo mostacho me miraba. Estaba sentado en un sillón de hierro decorativo con las piernas cruzadas y el pelo aplastado por la gomina. La mujer a su lado, de la que heredé el nombre, tenía un vestido negro, el pelo recogido y una corona que el dibujante esfumó sobre su cabeza. Una cadena que terminaba en un escapulario colgaba de la mano junto con un abanico. Al lado del hombre: dos niños de pantalón corto y moño en el cuello, peinados a la gomina. Sobre la falda de él, una niña regordeta lucía un vestido blanco con alforjas. No supe hasta que encontré las cartas en la piecita que en la foto faltaba Jesús, el hijo menor. Al segundo escalofrío trastabillé y caí de cola arriba de varias valijas viejas.
Había encontrado sin querer, unos días antes de aquel domingo, la llave de la piecita en el cajón de la máquina de coser de mi abuela. Invité a mis hermanas a que me acompañaran a entrar y revisarla. No quisieron. Tenía bastante tiempo para investigar, los domingos el abuelo iba a la cancha de Huracán y se quedaba a tomar un vermut en la cantina del club. La abuela, que estaba postrada en una silla por propia voluntad y por úlceras en las piernas, sólo subía las escaleras cuando se iba a dormir. La puerta chirrió y mi corazón dio un vuelco. El foco colgaba de un hilo que pendía del centro del techo. La luz amarilla intentaba romper la costra de tierra que rodeaba la lámpara. El aroma a humedad mezclado con madera, papel amarillento y a pastillas antipolillas me hizo hacer arcadas. Al fondo de la piecita donde se achica la pared por el ángulo del techo había varios bultos tapados por sábanas y cortinados con flores. Levanté esos trapos para hurgar debajo.
Las miradas de los cuadros en blanco y negro me seguían. De un manotazo cerré el cortinado de raso bordado y las dejé atrás de ese telón. Elegí una valija de cartón decorada con estampillas de Argentina y de Uruguay. Repasé con los dedos una de 1960 con la foto del edificio de la imprenta nacional de Uruguay; otra de cuatro pesos del 150° aniversario de la Revolución del Año XIII; una de cinco pesos con la imagen de Belgrano y de Castelli; en la de cinco centavos, raída y amarillenta, se podía adivinar el escudo nacional; la de un peso con ochenta de Moreno y el Cabildo recordaba los 150 años de la Revolución de Mayo. Apoyé la valija en el piso para abrirla más fácil. Saltaron sombreros, carteras, mantillas y relicarios envueltos en bolsas de celofán. Encontré cartas y postales selladas en Colonia, Uruguay; un reloj con cadena muy finita, una lapicera, una libreta de ahorro con las correspondientes estampillas pegadas; un telegrama: “Me casé con Tona. Vamos Navidad” y un boleto de barco hacia Uruguay prendido con un alfiler a una carta que decía: “Héctor, te mando el pasaje, quiero que vengas con nosotros a Uruguay, vamos a hacer muy buenos negocios”. Puse la valija debajo del foco para revisar con más detenimiento cada objeto. Encontré otras cartas en las que Manuel le contaba al abuelo que estaba trayendo de Uruguay mercadería para vender en Argentina. En una hoja de la libreta el abuelo anotó: “Chucherías que Manuel dejó en su última visita a Tres Arroyos para que yo las vendiera”.
Cada aniversario de la muerte de su hermano el abuelo subía y se encerraba en la piecita y se quedaba ahí por un largo rato. Una tormenta en el Río de la Plata se llevó la vida de Manuel que viajaba en barco a Uruguay para comprar mercadería que vendería en Buenos Aires. Se había casado con Tona y no tenían hijos. Ella se parecía a Tita Merello y él era un hombre alto y muy elegante que siempre estaba de buen humor. Tona se salvó aferrada a una tabla de uno de los bancos que quedó flotando, todo lo demás se perdió en el fondo del río. Manuel no sabía nadar. Se fue con el resto del barco. Pasé la mano sobre las cartas de Manuel y no pude dejar de imaginarlo. Descorrí la cortina que cubría los cuadros. Lo busqué. No tenía más de diez años en el dibujo. Lo pensé extendiendo la mano tratando de agarrarse algún salvavidas o de un tablón o una valija que flotara. Sin cuerpo que velar mi abuelo había cerrado la valija y su historia. Revolví la valija un rato más. El último sobre que encontré tenía una carta que contaba la historia familiar que jamás había escuchado: Manuel le pedía a mi abuelo recuperar las pocas cosas que quedaban de Jesús. Según escribió su abuela Josefina las había guardado. Levanté las sábanas que cubrían los demás bultos. Un cajón de manzanas guardaba una batita tejida amarillenta, escarpines, un rosario y la invitación al bautismo de Jesús; el acta de su defunción a los dos años. ¿Se habrá enterado Manuel que el abuelo había encontrado las cosas de su hermano menor? Con la cabeza gacha y el pecho apretado, suspiré. Recordé las horas de terapia para superar mi miedo al agua; para entender mi obsesión por conseguir estampillas a cualquier precio; para aceptar mi imposibilidad de tener una pareja por mis continuos viajes. Cerré los ojos para imaginar al abuelo subiendo con su hermano Manuel al barco que los llevaría a Uruguay. Recordé a mi abuela contar la historia de cómo su tozudez impidió que el abuelo lo acompañara, cómo había salvado a la familia y por qué gracias a ella nacimos. Me senté en el respaldo del sillón y pasé los ojos de un cuadro al otro. Ellos me miraron, yo a ellos. Todavía no estaban muertos, ni asustados; todavía eran familia; todavía no sabían que los dejarían arrumbados.