"A Rosa la conocí en el patio del recreo "El Sueño Azul" durante los bailes de carnaval" – Don Raúl me miró buscando en mi rostro o en mis gestos algún indicio que le confirmara que yo sabía de lo que me estaba hablando; y cuando nada de eso sucedió simplemente ahondó en su descripción.
“El recreo El Sueño Azul” era un lugar de esparcimiento que estaba ubicado detrás de la Municipalidad – comentó para reforzar su relato – o frente al ex Colegio Nacional, como prefieras, donde hoy está la Plaza del Inmigrante con juegos para los chicos.
Seguramente vos recordarás que durante los años ochenta sirvió de depósito a los barrenderos, allí dejaban sus carritos y los elementos de trabajo una vez que finalizaban la jornada laboral; pero yo te hablo de mucho tiempo atrás - continuó.
En los años 30 y 40 era un espacio privado. Allí durante muchos años se realizaban los bailes oficiales de carnaval que estaban a cargo de una Comisión que trabajaba todo el año para llevar adelante las celebraciones durante los feriados.
Fue durante los carnavales del año 41 cuando conocí a Rosa. Ella charloteaba con sus amigas. Tenía el pelo negro y suelto, peinado “a lo Rita Haytworth” llevaba puesto un vestido azul y un antifaz de plumas largas que le tapaba la mitad de la cara.
¡Si ya sé, ya sé lo que estás pensando, Gabo, que me tiré a la pileta sin verla ni conocerla! Pero si vos hubieses visto su sonrisa me hubieras dado la razón. La vi sonreír y me cautivó, tenía y sigue teniendo una sonrisa maravillosa.
Yo andaba trajeado, no me había disfrazado ni nada. Me fui acercando a ella y me paré en un lugar donde pudiera verme. No sé si fue por el calor o qué, pero en un momento se quitó el antifaz, en ese momento descubrí que ella era mucho más que una linda sonrisa. Cruzamos un par de miradas y luego “cabecee” para invitarla a bailar. Bailamos un par de piezas, fue como flotar; y luego volví a dejarla con sus amigas.
Yo me fui hasta el puesto que había montado Manolo y le compré una vara de Nardos. Manolo era el vendedor ambulante más conocido en aquellos tiempos. Solía recorrer las calles del centro vendiendo todo lo que pudiese venderse: ballenitas para las camisas, peines, lapiceras; a veces iba de casa en casa cargando sobre el hombro escobas o plumeros que siempre ofrecía según sus propias palabras "a precio de regalo, señora" y durante las diferentes festividades siempre tenía algo alusivo para ofrecer: banderas argentinas para festejar la independencia, escapularios para semana santa y matracas y varas de Nardo para los carnavales.
Volví a donde estaba Rosa, le entregué las flores y luego la acompañé hasta su casa. Nos citamos para el día siguiente, en la esquina de Colón y Betolaza para ver el desfile de carnaval. Ella me vio primero y me recibió con un chorrito de agua sobre el cuello que salió de un pomito que tenía escondido en la mano.
En esa esquina empezaban el recorrido los corsos, sobre calle Colón se distribuían los palcos y los puestos fijos de venta y la calle estaba ornamentada de punta a punta. El carnaval era un acontecimiento multitudinario, todo el mundo salía a la calle a festejar, grandes, chicos; ricos, pobres, nadie se lo quería perder.
Había desfile de carrozas, carruajes, cabezones y un sinnúmero de personas disfrazadas o con máscaras y antifaces que pretendían no ser reconocidas por sus amigos o allegados por lo que, cuando se acercaban ponían “voz de mascarita” como se decía en aquella época cuando alguien impostaba o aflautaba la voz, poniéndola finita, todo bajo una lluvia de serpentinas y papel picado que parecía que nunca iba a terminar. En el recreo “El Sueño Azul” también se realizaba el desfile infantil, la elección del rey y la reina del carnaval y el concurso de mascaradas y disfraces.
A las doce de la noche se escuchaban las bombas de estruendo y desde ese momento había vía libre para tirarse agua ¡y a baldazo limpio, eh! Si estabas en la calle era imposible estar seco, apenas asomabas la nariz terminabas empapado.
¡Lindas épocas, che! Ya te digo, eran multitudinarios los carnavales, todo el mundo salía a la calle. Con el tiempo se fue perdiendo ese sentir popular. A inicio de los 50 o fines de los 40, fueron los clubes los que comenzaron a organizar los bailes de disfraces y fantasía: Costa Sud, Colegiales, Club Federal, Huracán, la confitería Colon; todos organizaban su propio baile exclusivo para socios, si no eras socio de alguna institución debías presentar una solicitud de ingreso por medio de algún asociado y así se empezó a perder lo popular de los carnavales.
Cada club organizaba sus bailes y contrataba a las diferentes orquestas. Había varias pero las más populares y solicitadas eran Los Llaneros, Los Dinámicos del Sud, Santa Teresita que era un quinteto típico, como se le llamaba a las orquestas de tango, paso-doble y música tropical; y la Alexander Band que era la más popular entre las orquestas.
Cada una tenía su público… ¡si hasta había rivalidad y todo! Era como un Boca –River o un Pugliese – D’Arienzo. Era cómico porque una orquesta tocaba en un club a una hora determinada y después de tocar cargaban los instrumentos y se iban “echando humo” a otro club. A veces se armaban unas bataholas bárbaras porque como cada orquesta tenía su hinchada, mucha gente la seguía hasta el próximo club y como no podían ingresar por no ser socios, se armaban unas roscas bárbaras en la puerta.
En fin - culminó Don Raúl – tiempo pasado, ya no queda nada de todo aquello. Ya ni se festejan los carnavales, como si la gente hubiese perdido la alegría u olvidado su verdadero significado, porque los carnavales, Gabo, eran mucho más que mojarse con agua, disfrazarse o parrandear por las calles; eran la unión de todos los pueblos, era el momento que las ciudades y sus habitantes dejaban de lado sus diferencias para festejar y divertirse todos juntos”.
Nos quedamos en silencio, él con sus nostalgias; yo con mis pensamientos. Fui yo quien rompió ese ritual cuando entoné con mala afinación aquella frase de la canción que popularizó Mercedes Sosa: cambia, todo cambia.
Es verdad, Gabo, todo cambia – me dijo Don Raúl – pero a pesar de eso hay costumbres que se mantienen, yo, por ejemplo, todos los años para los carnavales, todavía le sigo regalando a Rosa una vara de Nardos.