DÍA 5
Le pregunto a mamá si tuvo algún amor secreto mientras teje mirando el programa de la tarde que conduce Vero Lozano. Tiene los perros cerca, todos amontonaditos como si estuviesen sentados en un fogón de esos que la gente hace en la playa cuando se va de vacaciones. Mamá me dice que no. Pero ni siquiera intenta acordarse de algo. Le insisto, dale ma. Contame algo de vos de chiquita. Sigue tejiendo, recién ahora está pensando en algo. Tiene las cejas fruncidas. Yo llamaba a la casa de Juan, le digo, casi todas las tardes cuando volvía de la escuela para ver si atendía y escuchaba su voz. Después cortaba.
Juan era nuestro chico lindo. Todas estábamos enamoradas de él. Era uno de los más altos de la clase, tenía ojos verdes cuando estaba cerca del sol y marrones el resto del día. Además corría fuertísimo y jugando a la mancha nadie lo tocaba. Era inalcanzable. Algunas de mis compañeras le declaraban su amor en los recreos como un secreto al oído, yo no. Nunca le revelé la magnitud de mi amor. Me lo guardaba. Y en cambio, lo invitaba a casa y a jugar a la pelota con papá. Creía que podía tejer en el largo camino de la amistad, una especie de conquista. Subía a mi auto todos los sábados para irnos al club temprano. Atrás marchábamos los dos sentaditos hablando de la nueva bici que se había comprado o las figuritas que nos faltaban para completar el álbum del mundial de Corea Japón 2002. Ya íbamos tres semanas y a ninguno le había tocado la del Burrito Ortega.
Lo más lindo era su piel cuando estábamos transpirados y nos revolcábamos por el pasto alto del club llenos de jejenes y lastimaduras recién hechas. Gritábamos gol, gol, gol, excitados por la emoción de ganar un partido y nos abrazábamos en cualquier rincón de la cancha. Intentaba retener ese abrazo. Mis piernas no daban abasto pero igual seguía corriendo. Buscaba el momento justo para hacer un gol y otra vez, la corrida y el abrazo. Cuando teníamos sed, yo era la encargada de buscar una Pepsi grande en la cantina. La anotaba en la cuenta de papá. Me daban tres o cuatro vasos que a la vuelta repartía con paciencia a los otros chicos que estaban en nuestro equipo. Sin que nadie me viera, le pasaba la lengua al vaso. A todo el borde, y como no sabía cuál iba a agarrar Juan, me aseguraba y besaba todos. Después me sentaba a esperar hasta que él tocara el vaso con su boca. La Pepsi nos unía.
En ese momento no sabía nada del amor. Mis papás no se querían, o eso era lo que me demostraban día a día en casa. Les pedía siempre que se besaran. Que se dieran un piquito. Me ponía pesada y les gritaba al oído mientras estábamos en el living haciendo la tarea con la tele prendida. Mamá me ayudaba a estudiar los ríos y las mesetas y todas esas cosas de geografía a las que nunca pude presentarles atención. Pero cuanto más insistente me ponía, mi papá más se alejaba y terminaba en el living escuchando música en el sillón con la mirada perdida. Antes de dormir le preguntaba a mamá si era normal que los hombres no supieran cuánto los queremos.
Cuando el programa se va a un corte, mamá por fin levanta la vista y me mira. Se saca los anteojos y toma el té que tiene en la mesa desde que terminamos de almorzar. A mí me gustaba Esteban, dice, era el Juan de nuestra época. Y me cuenta que una vez en un viaje a Córdoba que hicieron con la escuela, él la invitó a bailar en la matiné. Era una ronda grande de chicas, agrega mamá, teníamos solo doce años, pero yo me sentí la más linda de la noche.
Magdalena Giorgio