GASOIL, UN CUENTO DE VALENTINA PEREYRA
La estela de olor entró con él. Había tenido que empujar el arenero para hacerlo arrancar. Ella no pudo evitar las náuseas que le produjo aquel aroma. No podía concentrarse en su físico escultural, o en su corte de pelo marinero; despedía por los poros hidrocarburos, parafinas y bencenos que contrastaban con el perfume “La vie est belle” de ella. El equilibrio perfecto del lirio, pachuli y un gourmet accord se perdían entre el aroma a combustible barato.
Ella abrió las ventanas y subió las persianas con la excusa de poder disfrutar de las estrellas y de la luna llena que, a esa hora, ya cubrían los cables de luz y las ramas de los árboles. Él se acercó por atrás y la besó en el cuello. Ella metió la cabeza por la ventana y, asomada a la vereda, abrió la boca. El cono de luz amarillenta de su lámpara de pie cayó sobre la cabeza de él que ocupó el sillón haciéndose dueño del territorio. Su metro setenta, el pectoral doble ancho y los glúteos turgentes se desplomaron con cierta gracia sobre los almohadones y abrió las piernas para llamar a la fiesta.
Ella lo recibió en bombacha y corpiño de encaje, se puso alrededor del cuello un pañuelo de gasa que encontró en el fondo del cajón de su cómoda. Eligió ese accesorio para darle un toque romántico a la noche. No se imaginó, cuando preparó el ajuar para el encuentro, que aquel pedazo de gasa de poca calidad le serviría de escafandra. Se subió el pañuelo de gasa hasta la nariz y trató, así, de evitar el contacto con el aroma que desprendía la ropa y la piel de su amante. Desde el silló, él la miraba ensartado en ropa sexy y barata: remera adherida a las tetillas, jean roto en las rodillas metido en la cola, calzoncillo cola less animal print; su corte de pelo liberaba la nuca para las caricias y los labios escupían lujuria. Sin embargo, ella sentía que en su casa había entrado todo el staff completo de las estaciones de servicio YPF y Shell juntas. Sin quitarse el pañuelo de la nariz hizo un baile torpe delante de su futuro partenaire en la cama y caminó hacia la biblioteca dando saltos cortos, silenciosos, uno detrás del otro. En un paso de moonwalk singular estiró la mano hacia las velas aromáticas que tenía sobre el segundo estante entre los libros de autoayuda. Giró, hizo una reverencia que él aplaudió y a los saltitos siguió hasta la cocina. En el apuro por agarrar los fósforos tiró una bandeja que explotó contra el piso y tapó la música de Camilo Sesto que él acababa de poner en el Spotify. El ruido lo puso de pie de un salto. “No fue nada, se me cayó cuando agarré los fósforos, se enganchó con el repasador”. Él, ya en la cocina, le apoyó la mano en la cola y la apretó contra la mesada. Ella hizo un movimiento de cintura rápido, pasó la cabeza por debajo de sus bíceps y se paró detrás de él. Bromeó acerca de tener buenos reflejos y, otra vez dando saltos desordenados, logró llegar hasta la vela y encenderla antes de que el amante estuviera de nuevo en el living. “Vos, sos muy juguetona”.
Después de encender todas las velas aromáticas que encontró en la biblioteca las desparramó por el living tratando de que estuvieran lo más cerca posible de la estela de gasoil que despedía el cuerpo de él. Camilo Sesto retomó su recital y ella su meneo que más que un movimiento sexy se parecía a convulsiones. Él largó una carcajada que podría haber despertado a los vecinos.
Ella, que tenía una reputación que cuidar, le había pedido estacionar el arenero de caño: un cuatro por cuatro de los suburbios, a varias cuadras de su casa. El aire de la madrugada y el olor a gasoil eclosionaban sobre su sillón y sin que pudiera evitarlo, sobre sus sábanas. Inhaló todo el perfume que pudo del pañuelo que llevaba sobre la nariz atado en la nuca como una bandolera. Lo tironeó con disimulo para que no se lo quitara mientras lo distraía apoyándole las tetas contra los pectorales que medían más que el contorno de los suyos. Él apoyó las dos manos debajo de los cachetes de su cola y le bajó con torpeza la bombacha de encaje naranja. El elástico ajustado, esa prenda la tenía desde que pesaba diez kilos menos, se detuvo a mitad de cadera. Él empujó la bombacha hacia los tobillos gimiendo con aliento a gasolina. Ella no sabía para qué lado ubicar su nariz. Si la bajaba, chocaba con su peinado de lengüetazo de vaca y, el gel que usó para lograrlo le devolvía un olor hediondo. Él, en cuclillas, besaba sus partes más íntimas y mejor perfumadas mientras ella estaba a punto del vómito sin encontrar ni un solo espacio libre de malos aromas en el cuerpo monumental de su compañero de noche. Ella contorsionó su cuerpo hacia atrás para alcanzar el humo que salía de la vela con aroma a rosa mosqueta. Inspiró y guardó el aire. Se inclinó, empujó la bombacha con un pie y luego el otro y en un movimiento brusco intentó tirarla a un costado. La fuerza que imprimió lo desequilibró a él que cayó sobre la mesa del living y la vela con aroma a violetas se volcó sobre su calzoncillo animal print. Un aullido recorrió la casa al mismo tiempo que él caía como bolsa de papas sobre el sillón. Ella le hizo compresas con la bombacha que acababa de patear y trajo un vaso con agua de la cocina. “Vamos arriba, acá tenemos demasiada luz con todas estas velas encendidas”. No terminó de decir la última palabra que ya estaba subiendo de tres en tres los escalones. A algunos tipos el gimnasio les rinde más que a otros, pensó al recordar su anterior incursión sexual con un enano. A medida que subían la escalera, en lugar de migas de pan, él dejaba a su paso el vaho del caño de escape. Él la esperó desnudo sobre la cama y la invitó a tirarse encima suyo. Ella maniobró el corpiño para sacárselo tratando de poner la muñeca del reloj cerca de sus ojos y constatar que habían pasado sólo quince minutos desde que él llegara. “Hubo un tiempo que fue hermoso, que fui libre de verdad” tarareó en su cabeza. Le pareció que él la podía oír, pero no, seguía sonando Camilo Sesto que, a juzgar por los agudos, había logrado el clímax antes que ellos.
“A ella le gusta la gasolina/ ¡Dame más gasolina!/ Cómo le encanta la gasolina/ ¡Dame más gasolina!” magulló hacia adentro y apoyó ambas rodillas en la punta de la cama. Se metió entre las piernas abiertas y peludas del amante. Caminó como una gata, así como le enseñaron en el gimnasio para descontracturar la espalda, y adivinó un posible aullido. Se preguntó si el enjuague Vívere para la ropa sacaría el olor que quedaría en sus almohadas. Las manos redondas de él terminaron con su recorrido sensual y la empujaron hacia su ombligo. Dos cuerpos desnudos embadurnados de aromas a rosa mosqueta, violetas y gasolina. Las sábanas que quedaron debajo de la espalda de él fueron una salvación. Las empujó hacia su nariz mientras intentaba frases soeces, lo más subidas de tono que se le ocurrieran. Una palabra más y él acabaría. Sabía, también por su profesor del gimnasio, que los tipos que levantan tantas pesas y son tan atléticos, dejan todo su lívido en las mancuernas. Todo el acto le pareció una masturbación compartida. En otra ocasión se hubiera frustrado, se echaría la culpa de no haber podido hacerlo durar más, se fundiría en un abrazo acariciando los tríceps trabajados. Pero el vómito iba y venía por su garganta y la preocupación por la desinfección que le quedaría por hacer la desconcentraba.
Él le pidió agua y salió para el baño mientras ella bajaba a buscar el vaso que había dejado sobre la mesa. “¿Y si le digo que se bañe?” pensó al mismo tiempo que se lo gritó desde el pie de la escalera en la planta baja. “Me bañé antes de venir” le respondió frustrando toda posibilidad de tener una noche de sexo aromatizada.
Agarró dos velas, una en cada mano, y las hizo flotar por todo el living. Decidió quedarse abajo, el lugar es más amplio y el olor se esparce más rápido. Él bajó desnudo y ella supuso que la fiesta no había terminado: “A ella le gusta la gasolina/ ¡Dame más gasolina!/ Cómo le encanta la gasolina/ ¡Dame más gasolina!” Zarandeó el pene vuelta y vuelta como el meme que le pasaba su amiga cada vez que hablaban de él y su trabajo como stripper de despedidas de soltero. Su insistencia para que lo acompañe en el bailecito confirmó que era un boludo nomás. A esa altura de la noche, apenas una hora después de la llegada de él a su casa, lo único que quería era hundirse en la bañera y enjabonarse hasta arrancarse la piel si fuera necesario con tal de sacarse el olor a gasoil.
“Llena su tanque de adrenalina” tarareó en su cabeza. No podía sacarse la canción de Daddy Yankee, se le había pegado y temía empezar a cantarla. Con gran alivio suspiró cuando el celular del amante se quedó sin batería y el Spotify dejó de funcionar. Él la tomó de la cintura, la revoleó entre los sillones de pana azul y le puso de sombrero la bombacha naranja que encontró en el piso. Así se la pasó jugando unos minutos más hasta que ella bostezó. Mintió tener que presentarse a un trabajo de última hora en la oficina y recogió sin disimulo la ropa que el amanta había bajado cuando dejó la habitación. Cantó la melodía de la película Nueve Semanas y Media mientras le pasaba la remera por esos pelos con gel que no habían perdido la compostura. Con un empujón suave lo tiró al sillón y se agachó para subirle el pantalón por los cuádriceps desarrolladísimos. Perdió un poco el ritmo y la entonación que le salió forzada y gutural, como si estuviera haciendo caca, cuando intentó que él levantara la cola y se abrochara el jean. Después se puso de espaldas, meneó hacia adelante y atrás, se encuclilló, giró la cabeza y se pasó un dedo por la boca. Antes de que él volviera a ponerse de pie con intención de sujetarla y comenzar el juego sexual de nuevo, ella levantó la vela que encontró caída, pero encendida todavía, y se la refregó contra la cara. Él se espantó y le dijo: “cuidado, loca”, ella sonrió y lo fue llevando del brazo hacia la puerta. Cuando abrió el aire de la noche de invierno le pareció el paraíso y no le importó que le calara los huesos desnudos. Él giro, ya en la vereda, para besarla y ella se dejó mientras lo empujaba con suavidad hacia la vereda. Disimuló un saludo sexy y cerró la puerta sin esperar la respuesta de él. Corrió a buscar el desodorante de ambiente y mientras lo esparcía se preguntó qué había de malo en ser una solterona.