En medio de la noche, allá a lo lejos se la ve caminando por el cerro: una luz intensa en la oscuridad, camino al pueblo. Sus pasos se escuchan como procesión, su llanto retumba en el aire.
La Mulánima.
Deambula entre callejones, entre los caminos de montaña. Es una mula, con pelaje oscuro bañada en fuego. Sale de sus ojos, de su boca, de sus orejas y nariz con chispas enceguecedoras. Su llanto retumba.
Es un castigo humillante, una transformación dolorosa.
Corre la mula, relincha, mostrando su freno de oro, sus cadenas pesadas. Busca quien le ayude a quitárselas, quien la redima de su castigo.
Arrastra su pena, la de una mujer que ha cometido actos impuros con un sacerdote, con su compadre o con familiares. Su cuerpo monstruoso acosa las calles, pidiendo (exigiendo) que le quiten de encima las cadenas de oro.
El pueblo tiembla. Más de uno no vio el amanecer por ayudarla, más de uno padeció grandes catástrofes.
Entre susurros se cuenta de un hombre que logró hacerlo, tirándose sobre ella desde la copa de un árbol, y la mula allí mismo se transformó en una bella mujer. Apestando a sacristía (y a sacrilegio), la mujer se burló de él y huyó.
Otros se lamentan por un hombre que, con ayuda de sus peones, le quitó el freno a la Mula Ánima y, encolerizado, la atacó con un puñal. El monstruo se escapó y el hombre, al regresar a su casa, encontró muerta a su propia hija.
Vecinos de Rosario de la Frontera dicen haberla visto deambular, cerca de la madrugada. Aquel ser, que todos conocen pero del que ninguno habla por miedo, arrastrando sus cadenas por las calles de los barrios.