Esteco: la ciudad más poderosa y rica del norte argentino. Con tierras fértiles, favorecidas para la cosecha y edificaciones que resplandecían en oro y plata, El Dorado norteño se había trasladado a una nueva zona, reconstruida y mejorada.
Los habitantes de la ciudad llevaban joyas y colores en su camino, presumiendo cual pavo real aquello que se les había brindado. Como dragones, codiciosos, atesoraban sus riquezas por sobre cualquier otra cosa.
Llegó a Esteco un mendigo. Se paseó de puerta en puerta, harapiento, pidiendo asilo y comida. Con ampollas en los pies y heridas en las manos, visitó todas las casas lujosas, pero los vecinos hicieron oídos sordos a sus plegarias.
La última casa que visitó era la de una mujer pobre y su hijo. Viendo la precariedad del mendigo, la mujer mató a su última gallina para darle de comer y le tendió un lecho. Agradecido ante el gesto y viendo la bondad de ambos, el hombre tomó las manos de la mujer y se reveló como profeta.
El mendigo le advirtió a la mujer de una catástrofe: esa misma noche, un castigo divino caería sobre la ciudad de Esteco por su avaricia y tacañería, devolviéndola a la tierra de la que vino. Para salvarse, la mujer debía huir en la noche con su hijo y seguir al mendigo, sin darse vuelta bajo ninguna circunstancia.
Al caer la noche, la madre cargó a su hijo en brazos y escapó con el hombre, mientras a sus espaldas Esteco era hundida por un terremoto. Agobiada por los gritos, la mujer se giró y vio con sus propios ojos caer a la gran ciudad. Horrorizada, la piel de la mujer se endureció. Quedó convertida en estatua, fría y monumental.
La mujer de piedra carga a su hijo, camina lenta pero segura. Se la ve yendo a la Capital, certera. El terremoto también ha de llegar a Salta.
La ciudad capital tenía en su Catedral una imagen de la Inmaculada que había quedado guardada allí durante la época de la Natividad. Cuando el temblor sacudió el templo, la imagen fue encontrada a los pies del Cristo en actitud orante. No tenía daño alguno, aunque había caído de gran altura.
Sólo había un cambio en ella: su rostro había cambiado de color. La Virgen, en acto de súplica, parecía rogar a su Hijo que se detuvieran los estragos en la ciudad. La exhibieron toda la noche y fue venerada en la misma Catedral por todos los salteños, y se la llamó La Virgen del Milagro.
Los temblores continuaban, hasta que una voz le habló a uno de los Padres de la Compañía de Jesús, José Carrión: los terremotos sólo pararían cuando sacaran el Cristo el procesión. Desde hacía cien años estaba guardada una imagen del Cristo crucificado enviado desde España por Fray Francisco de Victoria.
La imagen había llegado misteriosamente, luego de ser encontrada en el Océano Pacífico cerca del puerto del Callao en Perú. Nunca se supo qué le ocurrió a la embarcación que la traía en un cajón, junto a una virgen para el Convento de Santo Domingo de Córdoba.
Ante el mensaje divino, los padres jesuitas bajaron la imagen al atrio de la Iglesia después de un siglo, y fue luego sacada en procesión, con el ruego de que cesaran los temblores. Aquella fue la primera veneración al Señor y la Virgen del Milagro, a quienes se sigue honrando cada año.
La mujer de piedra carga a su hijo, camina lenta pero segura. Se la ve yendo a la Capital, certera. Se la ve todos los años, sin duda llevando tragedia en su camino.