Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión con un nuevo cuento de su autoría.
Cosa de Grandes
El rímel sobresalía de la línea de pestañas y el pelo blanco le enmarcaba la cara. Echaba fuego por los ojos como cuando nos retaba. Me pareció más bajita o será que, a pesar de su mirada fulminante, no llegó a derribarme. Me acercó la cara y susurró que ella vivía siempre en la misma casa por si quería visitarla. Después siguió saludando con una sonrisa mezquina, pero eso no era ninguna novedad.
La fiesta la organizó mi hermano que, recién llegado de Barcelona, quería reunir a la familia. Dijo que para poder abrazarse con todos; yo sé que para ahorrar tiempo y guita. El varón de la familia, no el domado, el amado. El rey indiscutible de una casa rota en pedazos. El hombre a cargo de un barco a la deriva que saltó al mar en medio del naufragio. Se fue a hacer un doctorado en educación y me dijo que, si necesitaba plata, encantado me la mandaba, pero que me ocupara de mi madre.
Ella lo lloró dos días seguidos. Iba y venía de la cama al living con la foto suya entre los brazos. Tu hermano esto, aquello; tu hermano sí que sabía de esto o de aquello; tu hermano se acordaba bien de esto o de aquello. Cómo me hubiera gustado decirle que me tenía las bolas al plato, pero me había gastado todos los insultos.
Me senté a su lado y le serví vino. Parecía que iba a desaparecer por debajo de la mesa, que se deslizaría como una seda fina. La mantilla azul que mi hermano le trajo de Andalucía remarcaba la joroba que cada vez era más pronunciada; los ojos al tono y los labios rosas hacían juego con las manos de impecable manicura. Apenas giró la cabeza para verme; extendió el vaso y señaló la botella que tenía más cerca.
Las fiestas y el bullicio no son ni fueron de su interés. Se las había arreglado para hacer escándalos y caprichos bochornosos media hora antes de cualquier cena organizada por mi padre. Desaoarecia de las fiestas de Navidad o Año Nuevo. Me acuerdo el nudo en la garganta que se me hacía cuando me preguntaban por ella. Darle su regalo de Papa Noel se convertía en la peor traición para mí padre.
Si los divorcios hubieran estado mejor vistos, nos habríamos librado de muchas batallas. Pero, un poco por religiosidad, otro por comodidad, siguieron juntos hasta que él cumplió sesenta años y empezó a leer sobre el tiempo vivido y el disfrutado; los beneficios de seguir activo después de los cincuenta; cómo pasar los últimos años nuevos. Así, sin decir: agua, va, se fue.
Mi hermano lo ayudó a hacer la mudanza. Primero a un departamento que le prestó un amigo y después se instaló en la casa de la quinta que compró para que mi madre se distrajera cuidando el parque y disfrutando de la pileta. Como cada vez iban menos y, podían usurpar la propiedad no dudó en elegir esa casa para empezar con su nueva vida. Dotó a la cada de una cuidadora premium de tiempo completo. Una chica que había limpiado en casa por cinco años y que, por lo visto, había hecho buenas migas con él.
Cuando mi madre se enteró lo insultó por teléfono y me echó la culpa de encubrir “sus maldades”. Con mi padre cruzábamos algunas opiniones políticas los fines de semana en la sobremesa, una sola vez hablamos de mi abuela y de cómo los dejó en un hogar para huérfanos y nunca regresó; unas pocas veces conversamos de su deseo de ser panadero. No sabía mucho más que eso de su vida. Menos sobre “sus maldades”.
Una tarde la encontré escondida en un rincón de la cocina haciéndose panes con manteca y llorando. Una botella de licor sobre la mesa y varios puchos en el cenicero de chapa. Le pregunté desde cuándo fumaba y por qué no dejaba la manteca, que no se quejara si engordaba. “Sos como tu padre, gordofóbica y controladora”, me dijo. Me echó a los gritos y me dijo que si tanto quería a mi papá me fuera a vivir con él entre las ratas de la quinta y la paja brava. No volvimos a hablar ni de mi papá ni de cómo bajaba la botella de licor y se reemplazaba cada quince días.
Durante toda la fiesta asumí su reproche y fingí no saber de qué estaba hablando. Pero, cuando llegó un amigo de mi hermano a saludarla, volvió al ataque. “Cómo querés que esté, querido. Abandonada, nadie va a visitarme. No se enteraron de que estoy sola” El chico me clavó la mirada y largó un “clarooo” nervioso y apurado. Dijo que se alegraba de saludarla y que lo estaban llamando para brindar. Ella me dijo al oído que no podía creer lo viejo que estaba el amigo de mí hermano. Quise contestarle, pero ella ya estaba en otra. Elegía qué canapé meterse en la boca y quién le llevaría el vaso.
Cerca de las doce de la noche mi hermano levantó la copa y brindó por el encuentro, anunció que se volvía a Barcelona en dos meses, una vez que resolviera algunos trámites. Qué trámites, pensé. De qué hablaba. Tal vez algo de su ciudadanía o de la Visa de trabajo; capaz algo relacionado a quién iba a hacerse cargo de mi madre; ilusa, me dije una y mil veces: ilusa.
Mi madre propuso otro brindis y empinó el vaso antes de que los comensales hicieran chin-chin. Le pregunté si sabía de qué hablaba mi hermano, de qué trámites. Me hizo un gesto de que me dejara de jorobar y no perdió la oportunidad devolver a decirme que pasará a visitarla. “Bueno, mamá, ando ocupada; no me da el cuero para todo; voy la semana que viene y charlamos”. Los amigos de mi hermano pasaron a darle un beso de despedida y mi hermano se ofreció a llevarla. Había alquilado un monoambiente a dos cuadras de casa porque con papá no se hablaban desde que no le quiso prestar unos dólares para aguantar en Barcelona hasta conseguir trabajo.
“No hay peor ciego que el que no quiere ver”, dijo mi madre cuando me vio en el medio de su cocina. Tu padre fue una mierda desde que lo conozco, es más, mis amigas me lo decían. ¿Qué haces con esa mierda? ¿Para qué te vas a casar? Sin ponerse colorada dijo que su error fue creerse vieja. Le agarró el apurón por tener hijos, por hacerse una casa, por viajar. Sólo cumplió con lo primero. Los años que le siguieron al nacimiento de mi hermano y al mío fueron de peleas por un huevo frito mal cocido; por una rayadura en la sartén; por el tiempo que tardábamos en lavarnos los dientes y lo tarde que lo hacíamos llegar al trabajo.
Me acuerdo cuando le pregunté a mi padre por qué dormía en el sillón del living y me dijo que no me metiera en cosas de grandes. Mucho tiempo pensé que los chicos no podíamos dormir en los sillones ni en dos sillas como cuando nos llevaban a las cenas familiares; que eran exclusivos para los grandes. No volví a acostarme en ningún lugar que no fuera mi pieza.
Mi hermano me citó en la casa de mi madre y me dijo que llevara mi documento. Siempre ando con la billetera encima, me quedó de la época en la que mamá no nos dejaba salir sin el DNI por el miedo que le había quedado del tiempo en el que, si no lo presentabas, te metían en cana. Mi madre cebaba mate cuando llegué. Me miró de refilón; la línea del rímel debajo del ojo; ¿no se lava más la cara? ¿Para quién se pinta todos los días? Pensé. Sobre la mesa carpetas y papeles desparramados, una lapicera, el documento de mi madre al lado de sus lentes. Toquetee una carpeta y ella me pegó en la mano. “No desordenes nada; ¿sabés lo que le costó a tu hermano poner las cosas en su lugar?” En esta casa todo está fuera de su lugar, pensé al mismo tiempo que la miraba espantada por el golpe que me había dado.
Mi hermano me dijo que necesitaba que vendiéramos la casa, que yo podía comprarme con mi parte un monoambiente o la mitad y sacar un crédito para la otra parte; a mamá le alcanzaría para pagar la estadía en la casa de ella señora que la cuida y él se llevaría los dólares para un emprendimiento que tenía en Barcelona. Su avión salía en dos días y, por suerte, dijo, había conseguido a un escribano que le resolviera la venta y los papeles en tiempo récord. Dijo todo sin puntos ni comas; sin sentimientos ni dobleces; también nos recordó que papá ya no tenía nada que ver con esa propiedad desde que firmó la sesión a sus hijos. Le pregunté si la señora que cuida a mamá estaba de acuerdo y con qué le íbamos a pagar.
Me acercó el papel para que firmara mi autorización y abrazó a mi madre besándola en la cabeza. Ella levantó la mirada y se secó el rímel que le llegaba a la nariz. Tuve ganas de volcar el mate encima de los papeles y dilatar el asunto. También se me cruzó por la cabeza ensartarle a mi hermano la lapicera en el ojo; finalmente, firmé.
Tiene razón mi madre, toda la razón. No había ido a visitarla hacía un tiempo y ya no volvería, por lo menos, no a esa casa. Mientras mi hermano juntaba los papeles y los metía en su maletín, ensillaba el mate y empezaba una nueva ronda, la señora que cuida a mamá la peinaba; yo me senté en el sillón del living y me recosté. Por fin me podía meter en las cosas de los grandes.