Pinceladas literarias: “Amina” un cuento de María Palacio

Una selección de Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias: “Amina” un cuento de María Palacio
Pinceladas literarias: “Amina” un cuento de María Palacio

Vía Tres Arroyos se complace en presentar una nueva entrega de Pinceladas literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra que para esta ocasión ha seleccionado un cuento de María Palacio, integrante del grupo de talleristas de Sandra Staniscia que lleva adelante sus clases en la Biblioteca Campano de Tres Arroyos.

Amina

Tenía el pelo negro, largo y usaba una remera que parecía de una banda de rock, con inscripciones violetas y el dibujo de un esqueleto. Dudé de que fuera ella. Me esperaba en la puerta de la heladería dónde habíamos acordado encontrarnos, pero parecía un varón. Observé con detenimiento el papel que llevaba arrugado en la mano, la miré de nuevo y con timidez pregunté: —¿Amina?

—Sí —contestó con su voz grave y me dio un abrazo de oso. Me asusté un poco, no me lo esperaba y, además, me pasaba en altura bastantes centímetros. De verdad era muy alta para tener solo trece años.

Le pregunté qué helado quería tomar y eligió la “Copa Grido” que tenía como medio kilo de helado y era, por lejos, el producto más caro del local. No me pareció justo usar la plata de la beca para el helado, así que con dolor le entregué mi tarjeta de débito a la cajera. Era fin de mes y solo quedaban unos pocos pesos en la cuenta.

Amina comía la copa sin emitir palabra, como si fuera el último helado que iba a disfrutar en su vida.

—¿Estás bien?

—Sí —me contestó y siguió comiendo como si yo no estuviera ahí,

Me quedé callado y no supe que más decir. Pensé hubiese sido mucho más fácil encontramos como todos los demás, en la reunión oficial que se había hecho en la Fundación unas semanas antes. Pero Amina había faltado porque estaba enferma.

En un momento se sacó el buzo y noté que tenía un moretón que ocupaba casi todo su antebrazo.

—¿Que te pasó? —le pregunté señalándole la herida.

—Me pegó mi mamá.

—¡Pero eso no puede ser! —grité sin poder contener mi bronca—. ¿Cómo te va a dejar el brazo así?

—No es mala, no lo hace a propósito. Tiene una enfermedad.

No sabía que había que hacer ante una situación como esa y otra vez quedamos sumidos en un silencio espeso.

—Bueno, esperemos que no lo vuelva a hacer —le dije y para cambiar de tema le pregunté que necesitaba comprar con la plata de la beca,

Me contestó que unas fotocopias para la escuela, algunos útiles y una chomba nueva. Le di cinco mil pesos y quedamos en encontrarnos a la semana siguiente en la misma heladería.

—No te olvides de traerme los recibos. Me los pide la gente de la beca —le dije cuando ya se estaba subiendo a su bicicleta.

Esa noche invité a Berta a comer a casa. Me hubiese gustado llevarla a un restaurante, pero mi cuenta estaba al rojo vivo. Por supuesto disimulé mi pobreza diciéndole que me parecía más íntimo comer en casa y que era un buen cocinero. Preparé pastas con champiñones e invertí en un vino tinto aceptable. Los ojos le brillaron de admiración cuando le conté que esa tarde me había reunido por primera vez con mi becaria.

—Me encanta que te hayas anotado en el Programa. Vas a ver lo lindo que es.

No me animé a contarle que Amina estaba golpeada y que no había hecho nada para ayudarla.

A la mañana siguiente estaba en el trabajo cuando Amina me llamó. Necesitaba plata urgente para comprar unos apuntes. Le dije que pasara por mi oficina, pero me pidió que fuera hasta su casa porque se le había pinchado la goma de la bicicleta. Vivía en una calle de tierra con nombre de un país de la ex Unión Soviética cuya existencia yo desconocía hasta ese momento. Ni siquiera aparecía en Google Maps y pasé un rato largo deambulando con el auto hasta que un chico sin zapatillas me indicó el camino.

La casa tenía el número pintado a mano con aerosol violeta. La caligrafía era temblorosa y la pintura estaba un poco corrida. Me atendió la madre de Amina, una mujer baja de apariencia inofensiva. Pensé en el antebrazo lastimado y no pude imaginar a esa señora dulce como autora de semejante atrocidad. Atrás de ella apareció Amina y me hizo señas de que quería hablar afuera de la casa.

Caminé atrás de ella hasta la esquina. Era una tarde de viento y la tierra hacía remolinos a nuestro alrededor. Me pidió diez mil pesos. Saqué un fajo del bolsillo y conté los billetes tratando de que no se volaran. Se los di y los guardó rápido en su cartera.

—Necesito los recibos de los gastos que hiciste, Amina.

—No los tengo.

—Pero ¿cómo Amina? Se los tengo que presentar a la gente de la beca.

—No pude comprar las cosas para la escuela. Mamá me pidió la plata para comprar comida.

—¡Pero eso está mal! Voy a tener que hablar con tu mamá y con la gente de la beca.

—¡No! ¡Por favor! ¡No sabés cómo su puede poner mamá! Te prometo que voy a conseguir los recibos.

A la noche hablé un rato largo por teléfono con Berta. No la invité a casa porque me dijo que estaba cansada, había pasado toda la tarde ayudando a su becaria en un proyecto culinario.

—Hace tanto esfuerzo esa chiquita —me contó emocionada.

Con la plata de la beca habían comprado unos moldes para hacer tortas y Dulce -así se llamaba la niña- las vendía en la puerta de una iglesia. Berta estaba un poco preocupada de que le objetaran el gasto porque no era estrictamente algo relacionado con el estudio, sino con un emprendimiento laboral. Tragué saliva y le dije, tranquilizador, que no creía que le hicieran problema por eso. No le conté que Amina ya había gastado más de un cuarto de la beca y que no me había dado ni un solo recibo. Después empezó a hablar de Yesica, la becaria que había tenido el año anterior y me di cuenta de que en general no hablaba de otra cosa que no fuera su trabajo en el voluntariado.

A la madrugada me despertó el teléfono. Pensé en mis padres y atendí con temor de que les hubiese pasado algo grave.

No eran mis padres, era el jefe de la Comisaría Primera. Me explicó que Amina estaba detenida y que les había dado mi número para que fuera a retirarla.

La comisaría tenía olor a humedad y a cigarrillo rancio. Amina esperaba sentada en un banquito con una sonrisa burlona. El comisario me habló masticando chiclee y me pidió que firmara varios papeles. Vandalismo y profanación de tumbas eran los delitos. Leí por arriba los hechos que estaban redactados con una letra jeroglífica y faltas de ortografía. El sereno del cementerio había descubierto a Amina y dos chicas más desenterrando unos cadáveres. Como era menor no podían hacerle nada.

—Amina, esto está mal, muy mal. No puede volver a pasar. ¿Y qué estaban haciendo en el cementerio?—le dije mientras la llevaba en auto hasta su casa.

—Vos no entendés nada —me dijo con su voz grave.

—¿Qué tengo que entender?

—¿Ves? No entendés nada de nada.

No me respondió y se quedó el resto del viaje en silencio. De milagro recordé el camino y llegamos hasta su casa sin dar tantas vueltas como la primera vez. Era un barrio oscuro y no se veía a nadie en la calle. Sin embargo, cuando frene miré para todos lados porque no me gustaba la idea de que me vieran con una adolescente en mi auto a esas horas de la madrugada. Antes de bajarse me pidió dos mil pesos que le di sin protestar porque lo único que quería era volver a mi cama antes de que sonara el despertador. Después tiró sobre el asiento del acompañante un hueso. Parecía una falange.

No tenía dudas de que era la mejor decisión. Lo único que me preocupaba era la reacción de Berta cuando se enterara. Porque se iba a enterar, no iba a poder ocultárselo. En el trabajo pasé gran parte de la mañana pensando las más variadas excusas hasta que llamé a las oficinas del programa. Me atendió una voz femenina y amable.

—Quiero renunciar al voluntariado —dije en voz baja. Solo un tabique finito me separaba de mis compañeros de trabajo.

—Ahh… está bien. ¿Pero puede decirme el motivo? —contestó la voz que, de pronto, ya no era tan simpática.

—Problemas familiares.

—Ahh… bueno. Es un poco egoísta abandonar así, antes de que termine el año, pero bueno… Sólo tiene que llenar un formulario que se baja de internet y presentar la rendición de cuentas.

—Es que no tengo ningún recibo. Amina no me los dio.

—¿Amina es la becaria, señor?

—Si…

—Pero es función de los tutores asegurarse de que los becarios les den los recibos de sus gastos.

—Pero no me los dio. ¿Qué hago ahora? —le pregunté luchando por no levantar el tono de voz. Sentí como la ira empezaba a subir desde la base del estómago hasta la garganta.

—No sé, señor. Nunca tuvimos una situación así. Voy a tener que consultar a los superiores.

—Puta madre —dije cuando corté y golpeé con el puño la mesa del escritorio.

La chica de la recepción entreabrió la puerta de mi oficina y se asomó:

—Martín, ¿estás ocupado? Hay un chico que te espera afuera.

Amina estaba en la vereda con un pie apoyado contra el edificio. Tenía la misma ropa que la noche anterior y el pelo pegoteado con grasa. Me dio un abrazo de oso y sentí su olor a cebolla y humo.

—Necesito urgente diez mil pesos.

—No te puedo dar más plata hasta que no me des los recibos —le dije firme—. Hablé con la gente de la beca.

—Necesito la plata. ¡Urgente!

—¡Y yo los recibos!

Me miró fijo, me empujó contra la pared y me agarró del cuello de la camisa.

—Necesito la plata —me repitió con su voz grave.

Las piernas me temblaron. La miré a los ojos y dudé de que tuviera trece años. Dudé de que fuera una niña, en realidad.

Como tenía el cuerpo aprisionado contra la pared tuve que hacer mucha fuerza para meter la mano en el bolsillo del pantalón y sacar la plata que tenía. Le di todo y me soltó.

—Gracias —dijo. Dio media vuelta y se fue.

No sabía qué hacer con el asunto de Amina ni a quien pedirle ayuda. No quería preocupar a mis padres. Mucho menos contarle a Berta que mi becaria estaba totalmente fuera de control y que yo estaba aterrado. Los de la beca iban a creer que estaba inventando excusas para renunciar en la mitad del proyecto.

Acudió a mi el recuerdo de la madre de Amina. Parecía una buena mujer que, seguro, iba a estar dispuesta a ayudarme y poner en vereda a su hija. Ahora adquirían otro sentido los moretones de su brazo.

Estacioné el auto en la puerta de la casa de Amina. El frente tenía varios grafitis pintados con aerosol violeta y el vidrio de una de las ventanas estaba roto. No me había percatado de esos detalles la primera vez que había ido. Aplaudí y un perro empezó a ladrar. Aplaudí de nuevo hasta que me dolieron las palmas y abrió la puerta esa mujer diminuta, demasiado pequeña para ser la madre de Amina.

Al principio no me reconoció y cuando lo hizo me pegó en las piernas con el escobillón que llevaba en la mano.

—¡Ramón! ¡Vení! Es el hijo de puta de la beca —gritó.

Caí para atrás sorprendido.

—¡Ahí voy! —dijo una voz proveniente del interior de la casa—. ¡Lo voy a matar!

Me paré rápido, subí al auto y arranqué. Por el espejo retrovisor podía ver a la mamá de Amina y a un hombre gordo que me perseguían. Me siguieron durante dos cuadras hasta que les saqué mucha ventaja y dejaron de correr.

Llego a casa y tiro arriba de la mesa la mochila y las llaves del auto. Todavía me tiemblan las manos. Suena el teléfono y atiendo aliviado al ver que es Berta la que me llama.

—Martín, sos un hijo de puta.

—¿Por qué?

—Me llamaron recién los de la beca y me contaron todo. Te van a denunciar. ¿Cómo podés hacerle algo así a una nena tan chiquita?

—¿Qué? Amina no es como vos pensás.

—Ay, no puedo creer… —dice y corta la comunicación.

Decido ir a la comisaría. Tendría que haber ido desde un primer momento, antes de que todo se saliera de control.

Cuando salgo, me doy cuenta de que alguien tiró huevos contra la puerta y que en las paredes hay inscripciones hechas con aerosol de color violeta.

Me subo al auto y no arranca: con los nervios de los últimos días me olvidé de cargar nafta. Empiezo a caminar, la comisaría queda solo a quince cuadras. Está oscureciendo y se levanta viento. Desde lejos veo que en la esquina hay tres chicas. Cuando estoy más cerca reconozco a Amina. Parece más alta que nunca, tiene su remera con esqueletos y el pelo grasiento. Las otras chicas llevan palos. Las tres tienen la misma sonrisa burlona en la cara.

Sobre la autora

María Palacio nació en Buenos Aires, es abogada y desde 2009 vive en Tres Arroyos. Lo que más le gusta es leer, y desde 2019 también escribe cuentos. Asiste al taller literario de Sandra Stanicia, donde descubrió el placer de escribir en grupo y compartir textos.