Colorinches tresarroyenses: el día que aposté mis tres bolitas lecheras

Algunos juegos, cosas o juguetes fueron apenas modas, pero jugar a la bolita todavía está en vigencia. En mis años de primaria fue poco menos que un furor.

Colorinches tresarroyenses: el día que aposté mis tres bolitas lecheras
Colorinches tresarroyenses: el día que aposté mis tres bolitas lecheras

Cómo y por qué se ponen de moda ciertas cosas, es algo que escapa a mi comprensión, mucho más, entender a los pioneros. Por más que lo intente nunca podré entrar en la cabeza de aquel que un día decidió que sería una buena idea poner cucharitas de helado a los rayos de una bicicleta o dilucidar para quién, en algún momento, resultó “más cool” andar en patineta que en bicicleta.

Y ojo que hablo de las patinetas de antes, no de las tablas de planchar de hoy en día, con dimensiones tales que, hasta pasado de copas se puede mantener el equilibrio. En las patinetas de antes las patas no entraban, y el sentido del equilibrio era fundamental antes que cualquier pirueta.

Por qué, entre los muchas figuritas que existían durante mi infancia, solo unas eran las que nos importaban, y todos los chicos, de todas las escuelas, de todos los barrios jugaban al “chupi” con esas figuritas y no con otras; y todos queríamos completar el mismo álbum… y todos buscábamos la misma figurita difícil sin importarnos un comino el resto de las sagas que salían a la venta.

En qué momento un muñeco monocromático atado con cuatro piolas y un pedazo de bolsa de residuos se convirtió en nuestro juguete más deseado, que se vendía en todos lados como el “soldado paracaidista”.

Sobre modas y juguetes de mi infancia prometo hablar en otro momento, hoy que esta mención solo sirva para ponernos en contexto sobre lo que quiero hablar, mejor decir, recordar en esta oportunidad.

Una de esas modas que recuerdo a mis 10 u 12 años eran las bolitas, un juego de todas las épocas y que aún se resiste al paso del tiempo. Todavía se juega, en todas las edades y extractos sociales, pero también es cierto que hay épocas en las cuales ciertos juegos resurgen con más fuerza.

Les hablo de mediados de los años ’80 y permítanme la exageración: Jugar a la bolita era un furor como el paddle, se jugaba en el barrio, en las plazas, en las escuelas y en casi cualquier lugar donde hubiese un pedazo de tierra para construir un hoyo.

Colorinches tresarroyenses: el día que aposté mis tres bolitas lecheras
Colorinches tresarroyenses: el día que aposté mis tres bolitas lecheras

Era un mano a mano en el cual se apostaba la bolita con la cual se participaba u otras acordadas de antemano.

A mí me tocó hacer la primaria en el Colegio Holandés y en ese ámbito transcurrió la siguiente historia.

Años más años menos, estamos hablando a mediados de los años 80.

El patio del Colegio Holandés era un polideportivo con varias canchas de bolitas. Recuerdo dos: una larga y angosta “construida” en el cantero que corría paralelo a la pared del salón de 4to grado y la otra ancha y corta sobre el patio de entrada al colegio. Ese era nuestro “Coliseo”, allí se daba por sentado que se disputaban los partidos más importantes, en esa canchita ubicada sobre la reja de entrada al colegio que daba a la calle Alvear y cuyo límite hacia la derecha era la puerta de alambre tejido que separaba lo que comúnmente llamábamos “el laberinto” que no era más que un largo pasillo que recorría el patio a lo largo de la calle Istilart hasta desembocar en el patio cubierto, por detrás de los baños.

En aquellos memorables días de bolita, los recreos eran momentos de gloria o de ruina, sobre todo el largo de mitad de mañana. Quedaba para todos implícito que los mejores desafíos debían ocurrir a esa hora, como si se tratase del prime time de la televisión, y en esa cancha, “el coliseo”.

Claro que para eso, había que llegar primero. Sonaba el timbre del recreo y era una carrera desesperada para llegar primero y poder jugar.

Había desafíos que se suspendían por no tener lugar o porque uno de los contrincantes se negaba a jugar en otra cancha que no fuese su favorita o la acordada de antemano. Si no había un desafío programado, quien ocupaba primero la cancha era el que decidía contra quien jugar.

Nadie sabía exactamente por qué, pero las apuestas más arriesgadas siempre se jugaban en el recreo largo.

Yo quería formar parte de esa moda, pero había un pequeño inconveniente: No tenía bolitas.

Un día buscando y rebuscando encontré tres bolitas lecheras dentro de la lata de Nesquik donde guardaba los soldaditos. Eran en aquel momento las más cotizadas. Eran viejas y raras. Las que se usaban y las más comunes eran las transparentes de vidrio. En un desafío, una lechera valía dos o tres de las transparentes de vidrio.

Colorinches tresarroyenses: el día que aposté mis tres bolitas lecheras
Colorinches tresarroyenses: el día que aposté mis tres bolitas lecheras

Días después, en un recreo saque mis tres bolitas lecheras del bolsillo del guardapolvo. Me convertí sin querer queriendo en la persona más desafiada de la historia universal del juego de bolita. Todos querían mis lecheras y yo me rehusaba una y otra vez a ponerlas en juego por una única razón: Era malísimo jugando.

“La práctica hace al maestro” dicen los que saben y me puse en campaña para que me compren bolitas, algo que no me resultaba para nada difícil, y aclaro los motivos.

Mi hermana y yo, somos los únicos nietos y sobrinos nietos de 7 tíos abuelos ávidos de malcriarnos o de cumplirnos los caprichos que estuviesen a su alcance.

El día elegido para el mangazo fue un viernes. Ese era el día de la semana en el que toda la “parentela” solía encontrarse en “Casa Iturralde”, el negocio de ropa de hombre (luego Marroquinería) que tenía el tío “Vasquito” en calle Colón al 200 (hoy Alfis). Manguearlos a todos hasta que alguno picara, no era problema, mucho menos, llevarlos, una vez convencidos, a caminar unos pocos metros hasta la Juguetería La Tentación y salir de allí con mi cometido cumplido.

Con mi flamante bolsita de bolitas practiqué mucho en el patio de casa, inclusive sobre la alfombra del living. Creí haber desarrollado una cierta habilidad, pero fue, y hoy puedo reconocerlo, una falsa creencia producto más de la ansiedad por jugar y participar de aquella moda, que capacidades adquiridas.

Perdí la mayoría, gané algunas pocas. Hasta que un día decidí arriesgar todo mi capital en una sola partida.

No recuerdo quien era su propietario, pongámosle para seguir la historia que se llamaba Adrián.

Adrián tenía un bolón, el más lindo que vi en mi vida. Una esfera casi perfecta, sin rayones ni marcas de guerra. Atrapaba la luz de una manera que te hacía dudar si era de vidrio o de algún material mágico con poderes sobrenaturales.

Por dentro, tenía un remolino de colores que parecía un calidoscopio. Una espiral de azul profundo, como el cielo al anochecer, mezclado con destellos dorados que se movían cuando la girabas, como si el sol se hubiera escondido ahí adentro. Había también un verde, pero no un verde cualquiera; sino como el que imagino que tendría aquella sirena de ojos verdes que perseguía en su leyenda Gustavo Adolfo Becker. Y en el centro, casi escondido, un pequeño punto blanco que no estaba pintado, que parecía flotar, como si fuera la pupila de un ojo que te observaba.

Quise ese bolón. Lo deseé con la fuerza que se puede desear algo a los diez años.

- Mis tres lecheras por tu bolón – le dije un día.

Confiando en sus habilidades, que eran muchas, el supuesto Adrián, acepto enseguida el desafío.

Establecimos las reglas: quien desafiaba iniciaba, no valía “mano negra” (adelantar el largo de una mano para quemar) y se jugaría en la canchita del patio delantero (el coliseo) donde la casi infalible puntería de Adrián me jugaba en contra.

Había distintas formas de jugar. En algunas partidas era obligación tirar siempre a quemar, en otros casos, los menos hábiles intentaban omitir esa regla siempre y cuando la bolita recorriera cierta distancia acordada de antemano.

Adrian acepto está última sugerencia mía, lo convencí argumentando que eran tres lecheras la que estaban en juego.

Aquel día la tierra estaba seca, compacta y llena de cicatrices, con pequeños surcos, piedritas incrustadas y grietas que parecían mapas en miniatura.

Mi única chance de ganar, supuse, era acertar de entrada o en un par de tiros al opi y luego escapar lo más lejos posible de las habilidades de Adrián. Jugar con su ansiedad hasta que cometiera un error y aprovechar sin equivocaciones la única posibilidad que me diese.

Mi primer tiro fue al aire, con la intensión de acertar de entrada al hoyo haciéndola picar sin que ruede tanto. Me pasé algunos centímetros pero quedé bastante bien posicionado.

Adrián dejó caer la suya a sus pies, lejos del opi y de mi bolita. Intentar acortar de a poco la distancia hasta tenerme en la mira, parecía ser su estrategia.

Acerté el opi y seguí jugando a su alrededor. Adrián movía su bolita de punta a punta intentando adivinar mi próximo movimiento para quedar bien posicionado para su tiro.

Mi estrategia parecía dar resultado cuando Adrián, perdiendo los estribos, intentó un par de veces quemarme de bastante distancia, falló, pero pasó muy cerca.

El timbre sonó y dio por finalizado el recreo. Adrián enojado por mi cobardía, yo satisfecho por haber sobrevivido. Alguien salió corriendo y se apuró a regresar con una lapicera y un papel, hizo un croquis de la cancha con la posición de cada bolita. El desafío debía en algún momento continuar.

Colorinches tresarroyenses: el día que aposté mis tres bolitas lecheras
Colorinches tresarroyenses: el día que aposté mis tres bolitas lecheras

Reanudamos “por falta de cancha” a los dos días y en el primer recreo, frente a 8 o 9 espectadores que querían conocer el desenlace de aquella contienda.

Adrián, por la duración del recreo, tendría menos tiempo y yo necesitaba sobrevivir menos que antes. Estaba dispuesto a convertir aquella contienda en una larga batalla, lo más parecida posible al “penal más largo del mundo” de Osvaldo Soriano.

Pero “la suerte que es grela” diría Dicepolín, tenía para mí sentenciada una decisión.

Adrián se movía por el centro de la cancha y yo por detrás del opi. En un nuevo intento por huir lancé la bolita con más fuerza de la necesaria. Fue rodando hasta chocar con una piedrita que la desvió algunos centímetros hacia el centro. Se detuvo, y como si se tratase de su último suspiro, volvió a moverse apenas unos milímetros, producto de una pequeña inclinación del terreno, hacia la dirección donde se encontraba la bolita de mi adversario, como si sabiéndose ya vencida, se rindiera antes que yo, dejando expuesta su redondez.

El rostro de Adrián continuó imperturbable, a diferencia del mío al que imagino rompiéndose.

El estruendo de su bolita contra la mía fue furibundo, y con tanta precisión que, como si se tratase de una coreografía o de una magistral jugada de billar, su bolita transparente y de remolino rojo salió despedida hacia la derecha para quedar casi regalada a pocos centímetros del opi.

No tuve fuerzas para ver el final. Aquel día perdí el corazón y mis tres bolitas lecheras. Recordarlo todavía me duele.

COLORINCHES TRESARROYENSES fue declarado de INTERES MUNICIPAL POR LA MUNICIPALIDAD DE TRES ARROYOS.