El eco de la dictadura sigue golpeando las puertas del presente en Tucumán. Esta vez, con un nombre: Aida Villegas. Su historia, sellada por el horror del terrorismo de Estado, tuvo un giro inesperado el pasado viernes, cuando su familia recibió la confirmación de que sus restos habían sido identificados entre los recuperados del Pozo de Vargas.
Aida era tucumana por elección. Había llegado desde Catamarca para estudiar Psicología en la Universidad Nacional y aquí terminó por entrelazar su destino con las luchas políticas de los años ‘70. Militaba en Montoneros, como tantos otros jóvenes que soñaban con una patria distinta. Su vida fue interrumpida de forma brutal en 1976, cuando un grupo de tareas del Ejército irrumpió en su casa. No solo la secuestraron: la torturaron frente a su familia, encerrada e impotente al otro lado de una puerta.
Testigos la vieron luego en dos infiernos del circuito represivo tucumano: el ex Ingenio Nueva Baviera y la Jefatura de Policía. Nunca volvió a aparecer con vida.
La reconstrucción de su historia fue posible gracias al trabajo silencioso y sostenido del Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán (CAMIT), que desde hace más de dos décadas excava el Pozo de Vargas, en Tafí Viejo. A 40 metros bajo tierra, ese viejo pozo de agua devenido en fosa común guardaba los restos de cientos de desaparecidos. El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) logró finalmente ponerle nombre a uno de ellos: Aida.
Hoy Tucumán vuelve a mirar de frente a su pasado. La historia de Aida, con su nombre, su carrera, sus ideas y su final atroz, deja de ser estadística. Vuelve a ser una vida. Vuelve a ser memoria.