Hernán Lacunza, el ministro de Economía de la última transición argentina entre dos presidentes, suele describir el escenario del próximo gobierno con una idea pragmática: “Sin tiempo ni crédito, el dilema entre shock y gradualismo será abstracto”.
Es decir: quien quiera que gane las elecciones presidenciales de este año deberá estar preparado para asumir, en toda su vasta dimensión, el impacto final del fracaso económico del cuarto gobierno kirchnerista.
Esa mirada realista obtuvo en los últimos días un consenso inesperado. El principal bloque opositor denunció que el Gobierno está dejando como herencia una “bomba económica” y los economistas del Gobierno respondieron con una admisión implícita: culparon a la oposición de activarla con sus declaraciones. Como si la oposición hubiese alcanzado tanto volumen político, tanta credibilidad de los actores económicos en su eventual triunfo, que sus pronósticos ya son performativos. Con sólo enunciarse realizan la acción que significan.
Lo más probable es que ese consenso involuntario provenga de la observación de los últimos datos de la economía real. La inflación volvió a dispararse en enero y la Casa Rosada tiembla con los números que ya se conocieron en Córdoba (5,39%) y la Ciudad de Buenos Aires (7,3%). Pero además el Indec ratificó que el ajuste ya frenó cuatro meses consecutivos la actividad industrial y cinco la construcción.
Buena parte de la caída obedece al manejo caótico de la restricción externa. Mientras la industria reclamaba dólares para adquirir insumos, el Gobierno concretó una recompra de deuda externa con la excusa de frenar otra corrida cambiaria. Gastó reservas que no tiene y de todos modos el Banco Central terminó vendiendo divisas a un ritmo inusual para sostener la cotización del dólar. Los dólares de la cosecha fueron ingresados y gastados por adelantado. Se avecina una caída extraordinaria por efecto de la sequía. Y este año el FMI tiene previsto enviar menos recursos.
Es por eso que el debate de los economistas crispa sus términos con la evolución de la deuda interna. Es el detonante de la bomba que teme la oposición. El Gobierno podría ayudar a desactivarlo si aflojara con el gasto y la emisión. Pero no admite más ajuste que la licuación del rojo fiscal por vía inflacionaria. Necesita para su propia caja recaudatoria el aumento de precios que dice combatir. Gira como un ratón de jaula en ese círculo vicioso. Y cada vez que oculta que la deuda en pesos terminará indexada por la inflación o el dólar genera una certeza mayor: está posponiendo lo inevitable.
Este conflicto económico, central para la sociedad argentina, es la trágica herencia, más en curso que por venir. Lejos de atenuarla, la política prefiere debatirla romantizada en términos de legado. El presidente actual alude con épica a su legado. La vicepresidenta es la precursora más barroca de esa narrativa. El presidente anterior predica la restauración del suyo.
El caso de Alberto Fernández es sintomático. Su deseo apenas inconfesado es que la Argentina posterior a su mandato sea un país que haya dejado en el pasado a Cristina Kirchner y Mauricio Macri. Ese sería su principal legado político. Cristina Kirchner está convencida de que Alberto sólo ha conseguido la mitad de ese objetivo: el que le atañe a ella. El naufragio del Gobierno ha destruido su capacidad de proponer un ideario creíble. Y ha consolidado la convicción de que ella, como primera electora del peronismo, eligió de la peor manera. Su verdadera proscripción fáctica es el fracaso de Alberto y el horizonte temido de tener que apoyar a Massa.
El gambito de dama que le elogiaron como genialidad estratégica fue, con el tiempo, la ratificación de que su liderazgo sólo conduce el país a la zozobra. De allí la desesperación de la vice por evitar que el otro cincuenta por ciento del legado que se propone dejar Alberto no termine también patas para arriba: con la reivindicación ideológica del legado de Macri. A su condición personal -ya grave- de condenada por corrupción, eso le sumaría una nueva y acaso definitiva derrota política.
Esta contradicción insalvable entre los objetivos de Alberto y Cristina convierte a todas las promesas de mesas políticas o electorales del oficialismo en un animal mitológico. Una confirmación: el jefe de Gabinete, Juan Manzur, está huyendo de esas mesas imaginarias para refugiarse, sin pena ni gloria, en la trastienda de su feudo.
El único espacio de coincidencia plena del oficialismo es el que funcionó en el Congreso para mantener activo el ataque destituyente contra la Corte Suprema, víctima propiciatoria a la que el kirchnerismo culpa por su bancarrota. La oposición también se mantuvo unida para rechazar la embestida. Un alivio provisorio para el sistema institucional.
Pero también en Juntos por el Cambio el consenso sobre el descalabro económico permea lentamente su dinámica política interna. La crisis no sólo ha sido insuficiente para acelerar la decantación de aspiraciones personales desproporcionadas. Al contrario, tiende a cristalizar como una falencia estructural de la coalición su incapacidad para resolver la legitimación de liderazgos por ningún método que no sea el extremo que prevé la legislación electoral con las Paso. El mensaje transmitido es que todo puede esperar hasta agosto. Y que un milagro de encolumnamiento vertiginoso recompondrá las diferencias, después de agosto.
Fue otra confirmación: el radicalismo más ordenado del país -el que gobierna Mendoza- aisló su dinámica propia antes de que la interna nacional destruyera sus posibilidades concretas de retener el distrito. Postuló como candidato a gobernador a Alfredo Cornejo.