Desde que era chica, me cautivaba la idea de recibir invitados en casa; cuando crecí y me casé, me seguía fascinando cocinar a los nuevos parientes, a los nuevos amigos. Ahora, en la vejez, una de las cosas que más me molesta de la cuarentena –del virus, en verdad– es no poder organizar cenas con nuestro grupo de “cenadores”, no poder dar tés con mis amigas o reuniones con lectores, o una noche de picada con mis hijos, mis sobrinos y sus familias.
A eso sumémosle que, desde siempre, Diciembre –por Navidad– y Junio –el mes en que nací– son para mí territorios de sociabilidad, períodos destinados a fechas especiales. Por eso los escribo con mayúsculas.
De todos modos, ya para un grupo pequeño o para uno que lo duplique, hay pocas cosas que me gusten tanto como agasajar a amigos o familia, verlos disfrutar de la comida, de las recetas elegidas especialmente, las buenas bebidas –generalmente traídas por los invitados–, los postres que nos sorprenden y la casa bellamente iluminada.
Me gusta que siempre haya flores cortadas de mi jardín o algún ramo traído por un gentil caballero adornando la mesa, a la que cubro con aquel mantel bordado que me regaló una anciana que ya no está entre nosotros, y que le fue entregado para su boda: esa señora me lo regaló siendo casi centenaria y ya viuda, eligiendo especialmete cada cosa que daba a quienes apreciaba.
Me gusta lucir el juego de copas antiguo, de colores, que me regaló una amiga muy querida, que le da a la mesa un aire a lo “Belle Époque”; y esa fuente de loza comprada en un mercadillo de un país nórdico por un amigo, que guardo con esmero para agasajar a otros amigos.
A veces me levanto de la mesa para ir a buscar algo a la cocina, o al escritorio, y estando lejos del comedor, el sonido de las voces amistosas me llena de alegría, como si fuera una canción largamente esperada; una de esas canciones de los cuentos de hadas, que despiertan a la Bella Durmiente, o que, viniendo de tiempos más remotos, se mencionan en las sagas escandinavas, como resucitadoras de muertos amados y jardines maldecidos.
Y si queremos, como decimos con mis hermanas, “jugar a las visitas”, hasta podemos sugerir cierto tipo de ropa para hacer la diferencia y enviar, quizá no con el cartero, sino por internet, una tarjeta no tomada de un sitio de imágenes, sino diseñada por alguien de las nuevas generaciones que esté estudiando arte.
En un hermoso libro inglés que, además de muchas recetas de cocina para múltiples ocasiones, aporta otros consejos, hay un capítulo titulado: “Flores para impresionar”; y unos espacios abajo se lee: “Una margarita es tan bella como una orquídea”.
El libro nos sugiere una serie de opciones sencillas y entretenidas para decorar la mesa, acomodar las servilletas, agregar alguna vela –cuidado con el fuego –, además de distribuir los lugares ingeniosamente para que todos se sientan muy a gusto... Porque lo más importante no es solo el escenario que armamos con cariño para nuestros invitados, sino que todos se sientan cómodos y bien en mutua compañía.
A pesar de tener presente lo que me entristece –no tanto no poder salir, sino no poder recibir–, sigo creyendo que debemos ser optimistas para Navidad.
Sugerencias:
1) Si no contamos con ayuda, podemos hacer una buena cena para seis personas, con entrada y postre
2) Si los invitados superan ese número, aconsejaría platos fríos que podamos ir preparando en días sucesivos: deben ser variados pero coherentes en sabores y acompañamientos; 3) No se preocupen si la vajilla está armada de piezas sueltas: ellas, con sus colores y asimetría, cuentan las mejores historias.